Dijéramos que es un intruso, como John Stockton paseando desapercibido por la Barcelona Olímpica. De todos los tenistas top five David Ferrer resulta con diferencia el más insospechado. Metro setenta y cinco cuando sus colegas coquetean con el metro noventa. Marca de ropa de extrarradio cuando sus pares lucen firmas galácticas. Sencillo y resuelto, esforzado detrás de cada bola como si le fuera en ello el boleto de hotel. Juega los partidos con la franqueza de quien no sabe jugar de farol. Donde sus compañeros parecen cachorros de Apolo, el tenis portento del nuevo siglo, Ferrer luce como un estibador de derecha y revés que saca adelante su pan y su catre. Se hace admirar porque nunca cesa y nunca parece sobrarle nada, en la victoria y en la derrota.
David Ferrer debe atraer dos valoraciones innegociables. La primera, que es muy bueno, por mucho que parezca más tosco, más limitado, menos brillante. Y la segunda, que siempre está listo. Cuando todo lo demás vacila Ferrer sigue sentado en su roca, preparado para remar sin preguntar por qué. Parece un gregario pertinaz, dispuesto siempre a colarse en la fiesta, aunque ya sea un jefe de filas de pleno derecho. Si hay chance, Ferrer la exprime testarudo.
Ajeno a la pelea del podio, es verdad, pero también desembarazado de los perseguidores que le vienen a la zaga, Ferrer ocupa desde hace tiempo un lugar transversal en el ranking. No está ni muy lejos ni muy cerca pero tiene acceso ocasional al panteón de los hermanos mayores. Si descontamos el bache de 2009 David siempre ha venido mejorando su media aritmética. Y su temporada 2012 sólo puede ser calificada de sobresaliente: al menos cuartos de final en los cuatros majors, haciendo semis en París y Nueva York. En la lanzadera española, detrás de Nadal, siempre está Ferrer, con la misma ilusión y las mismas ganas de un primerizo.
Ante Tipsarevic volteó tantas situaciones adversas que agotaría tan sólo pasar revista de ellas. Costaba mirarle cuando igualó a 4 juegos en el quinto set. Finalizó el partido feliz y hablando un inglés residual de cuatro horas y media de partido. Dejó la imagen de siempre, la de ese generoso jugador eléctrico y rocoso, ese tenis telúrico que le brota de sus nerviosas piernas. Ese día, como siempre, David estuvo en el resto, cuando a saltitos activa hasta el último pliegue de su tenis. Estuvo entre los puntos caminando a la toalla con ese paso absorto. Y también, como siempre, estuvo en la silla, cuando le da a su raqueta una tregua inquieta y cortísima. En Flushing Meadows estuvo David Ferrer con la misma certeza con la que sabemos que estuvo el tenis, que siempre es justo con los que no escatiman una gota de sudor.
* Carlos Zúmer es periodista. En Twitter: @CarlosZumer
– Foto: Reuters
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