"La clave del éxito no es jugar como un gran equipo, sino jugar como si el equipo fuera una familia". Stephen Curry
Andaba el Madrid jugándose la Novena cuando dos intervenciones divinas se sucedieron en la misma portería. La primera la protagonizó Zinedine Zidane al bajar de las nubes un melón imposible de Roberto Carlos; lo recordarán porque aquello volvió a adelantar al Madrid al filo del descanso. La segunda epifanía fue obra de Iker Casillas, por entonces tan sólo un joven portero suplente. Salió de urgencia en el minuto 68 para apuntalar la victoria y paró de forma inverosímil las postreras embestidas de un Bayer Leverkusen que quemaba desesperadamente sus últimas naves; lo recordarán porque aquello supuso, en efecto, la consecución de la Champions en Glasgow. Los que lo vieron atestiguan que lo de Zizou fue una genialidad de una entre un millón y lo de Casillas, en amplio sentido, nada parecido a una intervención normal.
Esa actuación fue todo un punto de inflexión para el portero, como la final de París para Víctor Valdés. A partir de entonces Iker se asentaría en la élite y ya no haría falta Fernando Hierro para que le pateara los saques de puerta. Casillas se hizo fijo a base de milagros terrenos, domingo tras domingo, para remediar las tardes malas o las regulares. Pese a todo, Florentino le movería la silla en más de una ocasión porque quería, al decir del mentidero, un portero alto, rotundo, un cancerbero impenetrable venido de altos hornos. No vino Buffon pero sí estuvo el meta de Móstoles inscrito en el roster del United por tiempo de unos minutos. Boutade o verdadero fichaje frustrado, Iker nunca se fue de Chamartín por más rumores que alentaron su salida. El público siempre lo quiso con furor y como lo que era: un fenómeno maravilloso, un portero con una estrella sobrenatural. Tan necio sería negar su talento y su enorme progresión como ignorar que Casillas obra más de lo que atesora, y acaso esa es su más extraordinaria valía.
Con la venida de Mourinho viene, por fin, el florecimiento competitivo del Madrid reciente, pero también tiempos particularmente ingratos para Casillas. El clima prebélico del puente aéreo incomodará al portero por su rol de enlace entre clubes y Selección. Con el entrenador portugués, Casillas se ve metido en cientos de pleitos de veracidad dudosa pero ruido innegable, supuestas luchas internas, enfrentamientos con el entrenador, rumores y chivatos, topos, diegostorres, chavalas, baja forma, supuesto derrotismo, polémicas de brazalete… Casillas saca el pie en Sudáfrica para negar a Robben y la gente acaba por adorarle hasta el delirio, pero siempre planea sobre él el reconocimiento destemplado de su propio club, como si el verdadero enemigo lo tuviera en casa. Casillas es lo mejor que le ha pasado al Madrid desde Raúl pero por alguna razón su reconocimiento no es ciento por ciento completo. No deja de ser curioso que en los últimos tiempos los merengues hayan recuperado la solidez defensiva pero el portero, ahora mucho menos asediado, se encuentre notablemente incómodo en el reciente relato blanco.
Ahora, diez años después de Glasgow, Casillas quizá precise ganar otra Champions para acabar de entronizar su figura ante según qué ojos, aunque tampoco entonces dormirán las intrigas ni los injustos; quizá lo hagan dentro de un tiempo, con otro entrenador, o quizá dentro de más, con otro presidente y otro Real Madrid. Rugiendo incansable con su valiente liderazgo, probablemente el madridismo en los guantes, el relato de Casillas y sus desencuentros rescata cómplice a Gonzalo Fernández de Córdoba, el Gran Capitán, general español al servicio de los Reyes Católicos cuyo nombre, pese a sus enormes méritos, sería injustamente manchado por sus señores. Los desencuentros de Iker recuerdan oportunos Las cuentas del Gran Capitán, en las que Fernández de Córdoba desgranaba sarcásticamente sus supuestos pecados de gasto al servicio de la Corona, vengándose así de los agravios recibidos y reivindicando sus grandes éxitos:
“Cien millones de ducados en picos, palas y azadones para enterrar a los muertos del enemigo. Ciento cincuenta mil ducados en frailes, monjas y pobres, para que rogasen a Dios por las almas de los soldados del rey caídos en combate. Cien mil ducados en guantes perfumados, para preservar a las tropas del hedor de los cadáveres del enemigo. Ciento sesenta mil ducados para reponer y arreglar las campanas destruidas de tanto repicar a victoria. Finalmente, por la paciencia al haber escuchado estas pequeñeces del rey, que pide cuentas a quien le ha regalado un reino, cien millones de ducados”
Aunque curiosamente mourinhistas, sirven estos versos para esclarecer la figura de Iker Casillas.
* Carlos Zúmer es periodista.
– Foto: EFE
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