Hoy estoy triste, me senté a comer solo porque no quería amargar a nadie, todo el rato apesadumbrado por la noticia. Hoy me di cuenta de que era de Galeano sin saberlo. Se fue el maestro, referente de tantos. Con él se va la posibilidad de seguir creando maravillas desde la palabra, pero en su inmensa generosidad nos deja como legado un sinfín de libros, relatos, cuentos, charlas y entrevistas en los que deleitarnos con su tremenda sensibilidad hacia la vida, hacia las cosas que hacen sentir a la gente y, sobre todo, hacia el fútbol.
Yo, al igual que él, me reconocí siempre del lado de Nacional, pero sin perder de vista el talento y la gracia de todo aquel que vistiendo de Peñarol supo y entendió el fútbol desde el arte, desde la capacidad de emocionar con una acción imprevista. Ambos, en la distancia, supimos desde muy pronto que estábamos destinados a mendigar un poquito de buen fútbol, por el amor de dios. Y como él entendí que el fútbol necesitaba de gentes como Abbadie, el Pardo, que desde el flanco derecho dejaba correr la pelota para dirigirla al objetivo a través de sutiles y delicadas indicaciones que su cerebro estilizaba a través de un tacto cariñoso, de una caricia oportuna de su pierna derecha.
Galeano fue quien me hizo ver que el fútbol que sentimos desde dentro y se multiplica desde afuera. Yo viví y vivo el fútbol como parte de mi día a día, pero con él entendí la fuerza de la opinión, la contundencia de la fidelidad de las personas hacia el deporte que tanto quieren. Él relató el gol como si de una canción de cuna se tratase, nos explicó a través del cuento cómo la gente se acostumbra a ser feliz con un poquito de nada y muchas horas de conversación, en las que el fútbol nos muestra otra manera de comunicarnos, desde la pasión, esa sensación innegociable que nos acompañará siempre, una vez el juego nos haya conquistado. Y él lo escribía como nadie y Zitarrosa lo cantaba, regalando a Garrincha un himno a la elegancia en forma de un folclore universal y el Negro Fontanarrosa lo convertía en sátira y sacaba la parte afilada de todos nosotros al llevar la pasión al lado cómico y a la vez a la trágica realidad de darle importancia a un juego intrascendente.
Perdónenme, y usted el primero, maestro, por llamarle al fútbol intrascendente. Es imposible que nada trascienda más si de pasiones hablamos. Amamos y sentimos, lloramos la ausencia, como la suya hoy, maestro, queremos incondicionalmente y todo ello lo vivimos con el fútbol, al igual que lo vivimos con nuestra madre, con nuestra primera novia, con nuestro amor imposible y con nuestros hijos. A este punto llevamos la pasión y va usted y lo cuenta como nadie. ¡Cómo no voy a estar triste!
Y no puede haber más que coincidencias cuando de sentimientos y fútbol se trata, y a pesar de la reiteración, mi educación católica también me lleva a pensar que ver partidos infames, malos de solemnidad, ausentes de todo, me servirá para ganarme el cielo, porque seguro que algo mejor me esperará allá arriba, al igual que usted seguro estará experimentando ahora. No me lo cuente, no tengo prisa por averiguar con qué seré premiado. Con los curas aprendí el valor del recreo y en el mismo, la importancia del tiempo, de que media hora sirve para saberse campeón de todo, media hora con los amigos o incluso con el enemigo, confrontando una realidad contundente, ganar el partido antes de que suene el timbre.
Usted nos recreó el fútbol y nos lo llevó al café, allá donde los olores forman parte del dibujo y se convierten, sin querer, en imprescindibles. El mate amargo, el cruasán recién salido del horno, la acidez de la cerveza derramada, el serrín del suelo, el aroma del tabaco rubio que todos aspiramos solidarios, a pesar de que tantos no fumaban y sobre todas las cosas, el café, el elemento indispensable para hablar de fútbol y así, en la conversación crecimos como personas, defendimos nuestro criterio, lo variamos, aprendimos a entender que las verdades de los demás también son verdad, y va usted y lo cuenta mejor que nadie y lo escribe y lo regala al mundo y este se asombra de que un juego inglés se pueda vivir tan profundamente, se pueda quedar en nuestras vidas para siempre y aderezar tantos momentos. Porque usted, amigo, nos ha activado la memoria, ha hecho de nuestros recuerdos de infancia un dogma de fe. Todos recordamos nuestros largos paseos hacia el estadio, todos conocemos qué nos gustaba al entrar, al salir, a todos nos viene a la cabeza con quién estábamos, cómo íbamos, qué rituales respetábamos. Esa memoria que llevaremos siempre con nosotros, cada vez más pesada, cada vez más profunda, usted nos la aligeró con dos frases y un matiz: “El fútbol es una religión que no tiene ateos”.
Y además, usted nos permitió entender cómo es un continente especial, usted nos abrió las venas de América Latina y nos contó la pobreza del hombre como resultado de la riqueza de la tierra, nos contó una realidad condicionada por tantos desmanes, fruto del oro, de la plata, de los mercantilistas que se olvidaron del hombre para satisfacer sus ansias de nada y nos habló de los frutos al alcance de todos en manos de tan pocos y de su uso fraudulento para tener ese cáncer incurable que se llama poder. Y en sus viajes hubo más náufragos que navegantes y el despojo tomó protagonismo y así la memoria se fue pudriendo hasta esperar el momento de pasar factura.
Pero el fútbol de nuevo nos llevaba a un lugar tranquilo, al sol o a la sombra, según la necesidad de cada uno y en un solo libro nos regaló todos los abrazos posibles, esos que no damos y también aquellos que queremos dar y no sabemos. Y qué decir de los nadies, esos que no hablan idiomas sino dialectos, esos que están y no vemos porque no nos enseñaron a mirar debidamente. Usted los mostró y nosotros seguimos empecinados en apartar la mirada. Y el adiós, el abrazo de despedida, ¡qué duro!
Y el siglo del viento se nos fue, la memoria del fuego permanece y usted estará ausente, pero siempre presente en su inmenso legado. E iremos al fútbol y ahora más que nunca, cuando pisemos las pequeñas canchas, esos estadios a los que se va con devoción sin esperar nada a cambio, nos acordaremos de quién fue Eduardo Galeano y sonreiremos porque usted nos enseñó, que a pesar de no estar viendo nada del otro mundo, un premio nos esperará al final, porque como dijo otro maestro, la esperanza del pobre no tiene fin.
Dejó usted de sufrir tras disfrutar de cada cigarro asesino, ve, yo me retiré a tiempo, pero consciente como soy de que cada bocanada de humo era un instante irredento de reflexión profunda, un encuentro con uno mismo, un segundo de introspección que regalaría en un futuro algo de magia porque cada cigarro lleva implícito un instante de verdad, esa que nos muestra desde el silencio nuestra percepción confusa por tanto humo y tanto aroma.
Me hubiese gustado poder compartir con usted tantas cosas, con un café, en un rinconcito tranquilo, viendo pasar a la gente por la avenida, escuchando los coches y pensando en fútbol. Podríamos haberlo hecho si hubiese estado más rápido, pero usted no me dio tiempo, maestro, ¿cómo se le ocurre morirse?
Hoy volveré a abrir su biblia, Fútbol a sol y sombra, y me recrearé con su relato sobre ese jugador hamburgués que era pulga cuando saltaba, liebre cuando corría y toro cuando cabeceaba. Hasta en eso coincidimos, ¡el Hamburgo y Uwe Seeler! Y me tomaré un café en su honor y le contaré a mi hijo que usted nos hizo ver el fútbol de la manera más racional conocida, desde el gusto por compartir, desde el silencio de la palabra escrita. Y trataré de que crezca respetando el valor de la palabra, comprendiendo la identidad del lugar en el que le tocó vivir y cultivando de vez en cuando la memoria. Y así, de a poquito, iremos dando por buenas todas las cosas que usted nos regaló en vida, ahora que es eterno.
Parece mentira, Galeano, Zitarrosa, Fontanarrosa, Panzeri, Saldanha, Brera, ¿será posible que fuesen ellos en realidad los que hicieron del fútbol lo que es hoy?
¡Don Eduardo, hasta siempre!
* Álex Couto Lago es entrenador nacional de fútbol y Máster Profesional en Fútbol. Licenciado en Ciencias Económicas y Empresariales por la Universidad de Santiago de Compostela. Autor del libro “Las grandes escuelas de fútbol moderno” (Ed. Fútbol del Libro).
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