Existe una razón por la que un jugador con un major en su palmarés suele encontrar más facilidades para levantar, a lo largo del tiempo, el segundo. Es quizá la misma por la que jugadores como Jack Nicklaus han insistido, en múltiples ocasiones, en la importancia de “aprender a ganar”; el proceso como parte vital del resultado. La mayoría de profesionales recurren a ese cliché cuando dicen cosas como “golpe a golpe”, “no precipitarse” o “no dejar que los errores me afecten”. Saben que cualquier paso en falso en el ascenso de la montaña puede hacerles caer, que hay muchas rocas traicioneras en el camino.
Nicklaus ha insistido tantas veces en esta idea, en cada major que se disputa cada año, que se podría construir una suerte de alquimia de la victoria, un libro que acumulara todos los conocimientos necesarios para ganar, especialmente en los majors. Habría, sin embargo, una idea fundamental que recorrería cada página: hay cosas que un chico de veinte años, sin importar su talento, sin importar su madurez, su astucia o su intuición, desconoce. Nadie puede enseñárselas. Tiene que sufrirlas él mismo. A Jack se lo preguntaron una vez: “¿Quién ganaría, el Jack de 1962 o el de 1980?”. Su respuesta lo resumió todo: “El segundo, porque tenía más experiencia”.
El domingo, en el Masters, Jordan Spieth salió al hoyo ocho con dos golpes de ventaja sobre Bubba Watson y todo, todo, había salido como pretendía. Ya había conseguido cuatro birdies, uno de ellos con un golpe milagroso desde un bunker frontal en el cuatro y otra maravilla de putt desde tres metros, en el siete, que tardó más de tres segundos en caer al agujero, a través de un green marmóreo. Había deslumbrado a todo el mundo durante la semana con un control atípico de sus emociones. Tenía solo veinte años. Era su primer Masters. En otras palabras, y como le ocurrió a Benjamin Button: Jordan Spieth había nacido viejo.
Pero hubiera nacido o no como un anciano, esto era el Masters, esos greenes no tienen piedad, esa presión es capaz de quebrar al espíritu más fuerte. En el par 5 del hoyo ocho, Spieth envió su segundo golpe a la derecha del green y afrontó un approach delicado para firmar un nuevo birdie. Cuando lo ejecutó, aunque no pudo ver la bola caer, pensó que era perfecto. Esperaba encontrarse la bola a apenas un metro del hoyo. “Creí que era un gran golpe”, dijo. El único problema que tuvo es que el público no aplaudió. A diferencia de lo que había ocurrido en el resto de su ronda, el Augusta National se quedó mudo.
Cuando se acercó a bandera y vio el resultado, se quedó sorprendido. Su bola, aunque pareciera imposible, se había parado en seco, se había quedado sin fuerzas. Tenía un putt de ocho metros para birdie con un piano prominente hasta el hoyo. Dejó el primero muy corto. Falló el segundo. Bubba Watson hizo un birdie y su liderato, tan pacientemente construido, se esfumó. La escena se repitió en el nueve: lo único que no puedes hacer en ese hoyo es quedarte corto del trapo, y Jordan, creyendo que tenía el palo correcto en las manos, se quedó corto. “Pensé que subiría arriba”, dijo, “me sorprendí cuando vi todo lo que bajaba”. Hizo bogey y Bubba firmó otro birdie. En apenas veinte minutos, había pasado de liderar el Masters a ser un aspirante silencioso. Nunca volvería a recuperar el liderato.
No fueron malos golpes y, probablemente, en otro campo y circunstancias, esos tiros de Spieth habrían hecho justo lo que él pretendía. ¿El problema? No fue tanto la ejecución, sino esa sorpresa en su rostro. Es la respuesta de un chico de veinte años. Es a lo que se refería Nicklaus: los malos momentos en un grande nunca deberían sorprenderte. Son una parte tan inherente de este deporte que escapan del campo del azar. Tienen que ver mucho más con la palabra más repetida esta semana en Georgia: experiencia.
Spieth, estudiante aventajado, sabe todo sobre las circunstancias que rodean al golf porque las habrá escuchado de Gary Player, Ben Crenshaw o el propio Jack esta semana. Había hecho el par en el doce durante las tres jornadas anteriores, pero en esta ocasión era domingo. No sintió viento alguno en el que quizá sea el par 3 más famoso que existe. Nunca se siente, al menos cuando se cuenta con una oportunidad de ganar el Masters. “Vuela”, dijo suavemente. Otra sorpresa. Su hierro nueve botó al comienzo del green y rodó suavemente hacia el agua, de un modo sutil y tremendamente doloroso, como si se tratara de un asesinato a sangre fría.
Después de aquello, nadie pudo ser una amenaza para Bubba. Nadie. Este hombre, envestido con un swing que provocaría el despido de cualquier profesor altamente cualificado, pensó que había pegado un mal drive en la salida del trece, par 5. Pero era Bubba. No se puede esperar que se mantenga estable o tranquilo después de mover su palo a más de 120 millas por hora. Voló más de 330 metros hacia el lado correcto de la calle y firmó un nuevo acierto.
Fue todo para Spieth. Era su primer asalto a un grande. Es un jugador maravilloso, tiene un juego corto excelso, pega grandes golpes con los hierros y cuenta con una habilidad especial para visualizar los tiros y ejecutarlos con simpleza. Pero mientras el domingo avanzaba, perdió el control de sus emociones, se volvió sensible al campo. Pareció frustrado en ocasiones y agitado en otras. “No he sido tan paciente hoy como en las tres primeras rondas”, comentó. “Estuve cerca”.
La única forma de estudiar y aprender con éxito ese libro de Nicklaus es viviéndolo, poniendo esas lecciones nocturnas en una práctica diaria. Él ganó el sexto grande en el que participaba. Bubba Watson ganó su segunda chaqueta verde en el sexto Masters de su carrera, su vigésimo quinto major. Adaptó su juego libre y agresivo a las calles de Augusta y triunfó como no lo hicieron Adam Scott, Charl Schwartzel o él mismo en 2012. Ganó con la autoridad de un campeón.
* Enrique Soto es periodista.
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