Cuando Brendan Rodgers se presentó en Anfield, muchos pensamos que el Liverpool iba a empezar a jugar como el Barça. Tanto es así que quisimos creer que Joe Allen era una especie de Xavi galés y Sahin, un híbrido entre Messi e Iniesta venido de Turquía. Supongo que después de más de veinte años sin ganar la liga, lo mínimo que uno puede hacer es ilusionarse cada vez que empieza una nueva temporada. Aunque es cierto que quizás, en esta ocasión, se nos fue un poco la mano con las expectativas. O mejor dicho, se nos fue mucho. Cuando a finales de noviembre empatamos a cero en el campo del Swansea, ya teníamos claro que no íbamos a salir campeones en mayo. Es decir, ni tres meses nos duró el entusiasmo.
Recuerdo que, volviendo a casa después del esperpéntico espectáculo futbolístico que habíamos presenciado en el sur de Gales, tuve la oportunidad de charlar con otros dos que, como yo, se habían dejado sus 46 libras (unos 53 euros al cambio) confiados en que la sorpresiva táctica de jugar con Stewart Downing de lateral izquierdo sería suficiente para llevarnos los tres puntos aquella tarde. Durante la charla, aparte de reconocer su error de apreciación, mis nuevos amigos me dijeron que se conformaban con finalizar el año en mitad de tabla. Ni siquiera aspiraban a clasificarse para la Europa League. El décimo puesto les sobraba.
Como uno ya está mayor y ha visto cosas tan terribles como, por ejemplo, aquel Liverpool de Houllier que salió a jugar al cero a cero en el Camp Nou en unas semifinales de la Copa de la UEFA, la falta de ambición de estos ciudadanos tampoco me pilló de sorpresa. Eso sí, confirmó mis sospechas de que estamos acercándonos peligrosamente al punto de no retorno. Esa frontera en la que un equipo que en su día fue incontestable pasa a ser una medianía sin remedio para el resto de sus días (ojo, que aquí lo mismo estoy yo equivocado y al punto de no retorno llegamos en la etapa de Hodgson y no nos hemos enterado todavía).
Por eso, el segundo episodio de esta serie llamada El Liverpool de Brendan Rodgers parece ser ciertamente trascendente. No por lo que se pueda ganar, sino por lo que se puede perder. Otro año como el anterior y el futuro puede ser más que incierto. No es de extrañar que Luis Suárez quiera salir a toda costa. Más allá de que le hayan podido engañar (asunto éste en el que no entraremos), resulta ridículo pensar que un futbolista de su categoría se vaya a pasar los próximos meses viendo la Champions por televisión. Es de suponer que el tipo podría aceptarlo de buen grado si tuviese ciertas garantías de que en el ejercicio siguiente vamos a ser protagonistas de alguna manera en la máxima competición de clubes, pero no parece que nuestro proyecto sea tan convincente como, pongamos por caso, el del Monaco de Falcao.
Lo de la película Moneyball que tanto le gusta al dueño del Liverpool y a sus directivos, algunos no acabamos de verlo claro. Entiendo que Suárez ni siquiera le concede el beneficio de la duda al método. Un método que, básicamente, consiste en hacer un equipo con jugadores válidos pero no sobresalientes, pero que pueden llegar a ser sobresalientes si se sabe explotar su potencial adecuadamente. Hablamos de los Kolo Touré y compañía. Sin querer desmerecer a nadie, resulta llamativo que un club que en su día contaba siempre con los mejores jugadores de Inglaterra (llámense Keegan, Dalglish, Souness o Barnes) tenga en plantilla a futbolistas de clase media o desconocidos en ocasiones para los bulliciosos hinchas de la grada Kop.
Ahora bien, es lo que hay y como no tenemos otra, pese a lo mal que pinta todo, seremos muchos los que pensemos que, cuando eche a rodar el balón a mediados de agosto, no va a haber ningún conjunto más preparado para ganar la liga que el Liverpool. Total, si luego tenemos que echarle la culpa a lo de Moneyball por haber perdido definitivamente nuestra jerarquía, pues se la echaremos. Tampoco hay mayor problema. Pero, de momento, vamos a confiar en la segunda parte del Liverpool de Brendan Rodgers. Al menos hasta noviembre.
* Juan Morán.
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