Hay una raíz que se extiende desde el Amazonas hasta Rio Grande do Sul, que atraviesa el Mato Grosso para brotar en la playas de Bahía, Pernambuco o Copacabana. Ahí se escenifica una pasión que ha hecho más por el ordem e progresso de un país que las varias juntas militares o los diferentes dirigentes políticos que ha tenido en el último siglo. Ahora, más de sesenta años después de una de las grandes tragedias de ese pueblo, la vida, el fútbol les devuelve una segunda oportunidad para sentirse únicos, para coleccionar más estrellas que nadie, casi tantas como las que iluminan su bandera. Y ahí se acuerdan de esa raíz común que a través del tiempo ha conectado a Leónidas con Pelé y Didí y a estos con Garrincha, Jairzinho o Rivelino, que alcanza posteriormente a Romario y Ronaldo, y enlaza de Ronaldinho a Neymar. Todos tienen la simiente de los malandros.
El malandro, que es una palabra con varias acepciones en el continente sudamericano, es en Brasil una figura típica del folclore brasileño y habría que agradecerle al gran Simon Kuper que nos pusiera tras su pista. Los malandros saben que sus ancestros fueron esclavos (Brasil no abolió la esclavitud hasta 1888) y por ello quieren ser libres a toda costa. Creen que la disciplina es buena para el mediocre, pero no para el malandro, que es un estafador, un embaucador que trabaja por su cuenta sin obedecer regla alguna. También es pobre, come lo que puede y tiene un gusto exquisito en cuanto a lo que mujeres se refiere. Muchos brasileños se ven a sí mismos como malandros, una figura que es el símbolo del carácter nacional. Otros muchos añoran ese carácter.
Dice la leyenda que el malandro nace y crece en las favelas, o nacía. Durante mucho tiempo el juego de Brasil se identificó con la expresión natural de su pueblo. No solo le ocurría a ellos, también a la eficacia alemana, a la competitividad italiana o al kick & rush británico. Pero en Brasil, país religioso como pocos, el fútbol es la religión que más feligreses convoca cada fin de semana. Y durante mucho tiempo los brasileños pasearon orgullosos ese estilo, esa forma de entender y vivir la vida. Una idiosincrasia que tiene en la pelota a su mejor amiga y que identifica al malandro como el más listo de todos, el que siempre escapa de la policía, el que es buen futbolista. Una persona, en definitiva, que consigue sortear las dificultades de la vida y que además consigue comida para su familia. La conexión entre engañar defensas y burlar obstáculos en el día a día nace sola. Y ni siquiera el cine se ha podido resistir a esa imagen. Quienes hayan visto Ciudad de Dios sabrán de lo que hablo.
El malandro, hombre negro de buen físico, domina la capoeira. Una suerte de danza y arte marcial que da rienda suelta a la creatividad. Es el antiguo deporte de los negros brasileños, un baile que hoy puebla las playas de Bahía, de Río o Florianópolis. Y la población brasileña ha admirado siempre la elegancia de los movimientos y la habilidad, ya fuera practicando capoeira, jugando al fútbol o conquistando a una garota. Los grandes ídolos han sido siempre los regateadores, jugadores como Didí o Pelé que, al igual que los grandes capoeiristas, creaban movimientos como la folha seca, la bicicleta o regates que salían de una chistera. Aunque ninguno fue tan malandro como Garrincha, un pequeño mulato que llegó de las favelas para inventar y maravillar pegado a la línea de cal. El malandro futbolista se llevaba mal con la planificación, con los corsés y las órdenes. Un malandro hace lo que le sale. Pura inspiración. Ninguno como la Alegria do povo. Un jugador que podía destrozar cualquier sistema defensivo, aunque tuviera un pierna más corta que otra. Mané jugó tres Copas del Mundo. Conquistó dos.
A todos nos queda muy lejos el Brasil de Pelé, que con 17 años irrumpió en Suecia, en 1958 como un torbellino de imaginación y calidad junto a Didí y Garrincha. Palabras mayores. Para el recuerdo queda aquella final, 5-2 contra los anfitriones, y aquel gol creado desde un sombrero. En 1962, en Chile, extendieron su leyenda, prácticamente sin Pelé, pero con un Garrincha sideral. Aunque el fútbol espectáculo puro, dicen que se vió en México, ocho años después. Ya saben, el equipo de los dieces: Pelé, Gerson, Rivelino, Jairzinho y Tostao. Ese aroma reapareció fugazmente en el verano de 1982, cuando España se enamoró para siempre de Zico, Sócrates y Falcao (curiosamente tres blancos de clase media) en el que fue para muchos el último azote de genialidad brasileña. Insuficiente para seducir a la victoria. Algo que sumado a los triunfos de Argentina y Alemania en los mundiales posteriores abrió un debate en la península sudamericana en dos: tradicionalistas y modernistas.
Desde entonces, y a rasgos generales, Brasil optó por europeizarse, por copiar unos conceptos defensivos de los que antes no se habían preocupado confiados en su calidad, por buscar el fallo del rival, por no divertirse tanto con la pelota. Es algo que va más allá del fútbol, que se observa en el crecimiento y evolución de un país que repente se convirtió en una de las economías más prósperas del planeta. Un país que olvidó sus raíces en pos de una globalización que amenaza con erradicar su idiosincrasia: una carrera hacia la modernización terminó abrazando el capitalismo más salvaje, abriendo brechas y creando unos estratos sociales muy bien diferenciados. Aplicado al fútbol, este sería el mensaje de los modernistas: “No dejéis que os marquen goles, no les dejéis jugar y atacad solo cuando lo veáis claro”. Frente a estos, surgen las voces que añoran un fútbol más hedonista, donde el talento fluya sin cadenas y la samba salte de las gradas al campo. Suena a discurso nostálgico, a una quimera en pleno apogeo del fútbol moderno. Suena a bossa nova de Vinícius de Moraes.
No es este, evidentemente, un fenómeno que solo se dé en Brasil; tanto la estrategia como los mecanismos defensivos han ido ganando terreno en el fútbol en los últimos treinta años, aunque quizá ninguna escuela ha sufrido la desnaturalización que han alcanzado los sudamericanos. La verde amarela ha dejado de ser juguetona porque el talento ahora suele aplicarse en pequeñas dosis, casi siempre en la delantera. Esa ha sido la apuesta de los modernistas que soñaban con un Brasil a la alemana no solo en el terreno de juego. Algo que choca con la apuesta precisamente de la Alemania de Joachim Löw o la España de Vicente del Bosque.
Ellos desacreditan la máxima que afirma que ya no hay malandros. En Brasil aseguran que estos han abandonado las favelas, donde la droga, los ajustes de cuentas y la miseria no dejan espacio para la creatividad y la diversión del juego. Tampoco se les encuentra ya con facilidad en un fútbol brasileño cada vez más gris que asfixia a la gallina de los huevos de oro vendiendo a las figuras casi en edad adolescente. Escasean los regateadores, empujados fuera de unas ciudades superpobladas donde cada vez hay menos espacio para jugar y donde los clubes imponen a sus jugadores la doctrina de sus escuelas y centros deportivos. Hasta la capoeira se enseña ya en las escuelas más elitistas de Río de Janeiro, alejándola del paisaje salvaje y natural que invita a la creación. En esa atmósfera echa a rodar el balón en unas horas, en la mayor fiesta del fútbol que existe. A la cita acuden una treintena de países con sus mejores malandros. Durante el próximo mes veremos qué camiseta visten.
* Emmanuel Ramiro es periodista.
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