Bitácora mourinhista: Podéis llamarme Adrian

por el 18 julio, 2013 • 18:05

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Podéis llamarme Adrian. Hace algunos años –no importa cuántos–, con poca o ninguna experiencia previa y nada de particular que me retuviera entre los hombres, me interesé por José Mourinho y osé ver la parte competitiva del mundo. Es mi manera de disipar la melancolía y regular la circulación. Cada vez que la boca se me tuerce en una mueca amarga; cada vez que en mi alma se posa un noviembre húmedo y lluvioso y, sobre todo, cada vez que me siento a tal punto dominado por la hipocondría que debo acudir a un firme valor moral para no salir deliberadamente a la calle y derribar metódicamente los sombreros de la gente, entonces comprendo que ha llegado la hora de enrolarme en su equipo. Esos viajes son para mí el sucedáneo de la pistola y la bala. En un arrogante gesto filosófico, Catón se arroja sobre su espada; yo, tranquilamente, le sigo a él. No hay nada de asombroso en ello. Pocos lo saben, pero casi todos los hombres, sea cual fuere su condición, alimentan en un momento dado esos sentimientos que me inspira el campo de juego.

Este párrafo, transcrito casi literalmente del comienzo de Moby Dick (trad. Enrique Pezzoni, ed. Debolsillo), siempre ha reflejado la experiencia que supuso para mí el descubrimiento de José Mourinho. Con él ya no se trataba meramente de disfrutar del fútbol (sea eso lo que fuere), sino de fletar una embarcación, reunir a la tripulación apropiada y lanzarse a la persecución del mismo demonio en una travesía alucinógena y monomaníaca.

Si algo caracteriza al fútbol de elite es la fascinación que ejerce por ser una carrera de resistencia donde la gestión de recursos se convierte en vital con un partido cada tres días a lo largo de nueve meses. En esas condiciones, hay entrenadores de ambición estrecha que renuncian de antemano a la maratón y se centran en uno o dos sprints. Frente a ellos tenemos a los auténticos titanes de la competición, los que salen a ganarlo todo y no distinguen si un partido es la primera ronda de la Capital One Cup o una final de UEFA Champions League. Cuando la flecha está en el arco, debe partir. Cuando la hoja ha salido de la vaina, es para matar. Cuando el equipo emerge al campo, es sólo para ganar. Lo que en otra faceta de la vida sería propio de un fanático, en el deporte de elite es la marca de los elegidos: “No creemos en el volumen de trabajo, sólo en la intensidad”. A partir del momento en que uno se topa con gente así –y me parece evidente que Mourinho galvanizó el fútbol moderno en este sentido– ya es imposible volver atrás, y aunque la historia recuerde a los que levantan los títulos, el reconocimiento que merece un entrenador se mide por el número de encuentros con opción a título en el total de una temporada –de ahí que el fútbol inglés, con un puñado de aspirantes al título, una competición adicional y ausencia de pausa navideña sea el hábitat natural de este tipo de bestias–.

Todo esto no tiene, ciertamente, nada de misterioso. La clave de la inusitada intensidad con que los equipos de Mourinho afrontan la totalidad de sus temporadas se debe a la presencia de seis factores que definen un gran equipo y que tanto nos hemos empeñado en exigir como condiciones de la modernidad de un club: (1) Tener un modelo de juego propio, (2) adaptarte a tu rival, (3) reproducir con éxito el juego en el entrenamiento, (4) no elegir competiciones, (5) evitar injerencias externas –prensa, directiva, aficionados– en la rutina del equipo y (6) nada de clientelismos ni privilegios de vestuario: que cunda la hermosa e implacable meritocracia. Lo más importante es llegar al punto en que las seis condiciones formen bloque y se exijan entre sí, y que no podamos pretender aplicar una de ellas sin que arrastre a la vez a todas los demás; por la misma razón, en el momento en que falle una, se caerán todas y estaremos desarmados como equipo, abiertos a la descomposición, la laxitud y la rapacidad del entorno.

Que Mourinho regrese al Chelsea es una bendición para muchos de los que llevamos siguiéndole desde el principio. El Chelsea moderno es un club forjado a su imagen, que pasó de aspirar a jugar en Europa y rascar alguna final de copa a convertirse en la máquina de guerra más temida del continente. Nunca en estos años, pese a los múltiples entrenadores (algunos más acertados que otros), ha perdido sus señas de identidad, y seis temporadas después de su marcha levantó la UEFA Europa League con tres miembros de su guardia pretoriana en el once titular, siete de sus hombres en plantilla y las mismas consignas de intensidad y solidaridad en el campo. Que el Chelsea surgiera prácticamente de ninguna parte también nos da un respiro a los que nos hemos aburrido de las viejas rivalidades nacionales (muertas de éxito) y buscamos una aproximación más basada en la personalidad deportiva que en ­la empalagosa gloria histórica. No queremos ser del equipo de nuestros padres o abuelos, sino del que una persona inteligente y libre de imposturas habría elegido en este preciso momento y lugar. Igual que Moby Dick no es una ballena más, nos gusta pensar que lo que el Chelsea busca en última instancia no son títulos, sino la catarsis competitiva, explorar todos los límites: que levantar títulos sólo sea un medio para competirlo todo, que es el verdadero objetivo.

Mourinho ha vuelto a casa para embarcarse en una nueva aventura, y desde esta modesta bitácora seguiremos libremente la estela que vaya dejando por todos los océanos del mundo en su persecución de la temporada perfecta, la ballena blanca del fútbol.

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—Dices que eres una nave repleta que vuelve al hogar; y bien, has de saber que yo soy una nave vacía que huye del hogar. De modo que sigue tu camino, y yo me iré por el mío. ¡Adelante! ¡Todas las velas al viento!

* Adrian Leverkuhn es co-autor del libro «Filosofía y manual de un entrenador de fútbol» (Ed. Wanceulen, 2011) junto a Francisco Ruiz Beltrán y Miguel Canales.

– Fotos: Chelsea FC – Press Association Images




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