Bienvenido a la tierra

por el 17 mayo, 2016 • 12:37

 

Roma, una de las ciudades más importantes de nuestras historia, llegó a dominar toda la cuenca del Mediterráneo en sus mejores tiempos, la mayor parte de Europa estuvo en su poder y su civilización significó una de principales metrópolis de nuestra antigüedad. Un lugar con tanta solera debía tener un torneo a su altura, mérito que se hizo realidad desde la temporada 1969, uno de los certámenes más significativo del calendario sometido por numerosos tenistas y diferentes nacionalidades. Sobre todo la española. Y sin embargo, nunca jamás un británico había conseguido alzarse con el cobre bajo el aplauso del Foro Itálico, una oquedad llamada a ser resuelta por el mejor jugador que recuerdan las Islas hasta donde nos llega la memoria. Hablamos de Andy Murray, número dos del mundo, bicampeón de Grand Slam, medalla olímpica y, para muchos aficionados, un cero a la izquierda cada vez que el circuito caminaba sobre tierra batida. Y viendo los resultados hasta hace un par de años, no les faltaba lógica, de hecho su razonamiento era tan válido como demostrable. ¿Qué ha pasado entonces con el oriundo de Dunblane? ¿A qué se debe esta terrible evolución en polvo de ladrillo? ¿Realmente es candidato a ganar Roland Garros? Vayamos poco a poco.

“Nunca pensé tener estos resultados en tierra pero he llegado a muchas finales, contra Djokovic o Nadal. Quizá no creí lo suficiente en mis posibilidades pero el año pasado me di cuenta de que podía jugar bien”, explicó el escocés tras cosechar su duodécima corona de Masters 1000, apenas la segunda sobre tierra batida. “Siempre pensé que la arcilla era la más dura y mi peor superficie, pero el año pasado cuanto tuve buenas victorias ante los mejores me hizo entenderla un poco más. De la misma manera, siempre me habían dicho que la arcilla en realidad debería ser mi mejor superficie, pero me tomó mucho tiempo ganar un poco de confianza. También hice grandes mejores en mis movimientos en la superficie”. Era como un secreto a voces que no acababa de llegar a su receptor. Todo el mundo confiaba en ver a Murray brillar sobre la arena pero la circunstancia nunca se daba. Al final, como él mismo subraya, tan solo se trataba de un tema de confianza, de creer en tus posibilidades, de pasar esa teoría a la práctica mediante hechos. Dos años han servido para aupar al británico como un especialista más en una materia en la que solía obtener insuficientes. Quizá hoy ya no se recuerda, pero merece la pena bucear en el tiempo para descubrir el paso gigantesco que ha dado el número dos del mundo en sus particulares tierras movedizas.

Supongamos por un momento, en un muy mal suponer, que Andy Murray se hubiera retirado al finalizar la temporada 2014. Atención a sus resultados en torneos celebrados sobre arcilla. Una década de participaciones en Roland Garros saldadas con dos semifinales en las que tuvo la tremenda suerte de cruzar con Rafael Nadal. En el resto de torneos de calibre contaría con un par de semifinales en Montecarlo, tres veces cuartofinalista en Madrid (desde que se celebra sobre arcilla) y una semifinal en Roma. Estos datos, para alguien considerado miembro del Big4, es decir, un todoterreno capaz de arrasar sobre cualquier superficie, suena a poco. Y no crean que siempre fueron los Djokovic, Federer o Nadal los que le apartaron del camino, ni mucho menos, cualquier jugador con naturaleza combativa y con ciertas habilidades defensivas era capaz de tirarlo del barco. En este trayecto nunca pudo superar al serbio ni al español sobre la superficie más lenta permitida, y no fue por falta de oportunidades. Ante el suizo, curiosamente, le venció en la única cita que tuvieron. La gente se extrañaba, sobre todo los expertos, de que alguien con las condiciones del escocés no encontrara la fórmula del éxito en la arena, albero donde debería sacar su mayor rendimiento. Pero 2014 terminó y un nuevo horizonte se abrió paso en el camino de Andy.

En tan solo dos años, el menor de los Murray puede decir que ha igualado, sino superado, todos sus registros en concursos sobre polvo de ladrillo. El primer ítem de la lista a tachar era el de ganar por fin un torneo, una hazaña –en su caso lo era– que desbloqueó en Múnich del curso pasado. Sin un solo día de descanso cogió las maletas y se fue a Madrid, a estirar la racha. Allí se encontró cómodo en la altura, incluso más suelto que en Alemania, rematando la faena con su segundo título consecutivo en arcilla destronando al campeón en la final, un tal Rafa Nadal. La gente no se lo podía creer, pero lo verdaderamente increíble es que estos éxitos no hubieran llegado antes. En Roma y tras nueve triunfos al hilo, decidió bajarse por necesidad y sin todavía una sola derrota en la gira de arcilla, algo que le esperaría tras mucho esfuerzo en el torneo que cada junio cierra la expedición. Roland Garros acabó por situar a Andy como una verdadera amenaza después de inclinar a un veterano como David Ferrer y desgastar a Djokovic a cinco sets en semifinales. La victoria se le escapó, pero el reto estaba más que superado. Llegó 2016 y era momento de confirmar que lo del calendario anterior no había sido un espejismo. Semifinales en Montecarlo, final en Madrid y título en Roma. El mejor jugador entre los meses de abril y mayo se abría paso con una manera nueva de entender la superficie: más paciencia, mejor servicio, pragmatismo para analizar cada intercambio y la tranquilidad del que ya se sabe capaz. Todo en orden en un puzzle en el que solo había que encajar las piezas.

“Voy a Roland Garros con muy buena confianza y una gran preparación. Allí será más duro físicamente y mentalmente pero estoy bien y estoy yendo por el buen camino”, advierte Andy, alguien que ya sabe lo que es ganar finales de Masters 1000 en tierra batida tanto a Nadal como a Djokovic. Ambas sin conceder un solo parcial. ¿Qué más hace falta para ganar en París? Como en cada Grand Slam, el factor de las cinco mangas entra en juego para apartar a aquella raquetas que rezumen desesperación y alergia a la perseverancia. Así vistió durante mucho tiempo el británico, pese a que su estilo de juego apuntase todo lo contrario. Ahora los nubarrones ya se han ido y el sol deslumbra indiferentemente el color del suelo que pise. “Estoy contento, ha sido una buena preparación, jugué contra Nadal, Djokovic y siempre competí bien, incluso cuando perdí”, destaca el de Dunblane, revelando una seguridad impropia de aquel Andy entre 2005 y 2014. Obviamente, su récord en polvo de ladrillo todavía sigue siendo doloroso para un número dos del mundo (92-40) (en hierba por ejemplo luce un escandaloso 90-17), pero la tendencia actual no puede ser más positiva. Por él han pasado experiencias buenas, experiencias no tan buenas, lesiones, cambios de entrenador, cambios de patrocinador, una nueva familia y, al fin y al cabo, lecciones que le han hecho madurar y mimetizarse con su mayor enemigo: la tierra batida. Dicen que del amor al odio, y viceversa, hay un paso. Quién sabe si en la Philippe Chatrier no acabará habiendo boda entre dos que nunca se soportaron y que ahora resultan inseparables.

* Fernando Murciego es periodista.




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