Llegó a Londres en un ambiente enrarecido, con un pasado imborrable y esclavo de las palabras escupidas a fuego en el fragor de la batalla. Desde que firmó su contrato allá por noviembre del pasado año, Rafa Benítez caminó con la pesadez del reo, del condenado a muerte que sabe que por mucho que cambien las cosas, su suerte está echada. No habría llamada del Gobernador, y si la hubiera, tendría acento ruso y marcaría línea directa con algún domicilio madrileño en Pozuelo de Alarcón. En su firme trayecto por la milla verde, Benítez escuchó y acató todo tipo de improperios de una afición y unos jugadores que incomprensiblemente no podían olvidar a su predecesor, Roberto Di Matteo. Hasta que un día el bueno de Rafa explotó ante uno de los términos que mejor definen el estado actual de nuestra sociedad: la interinidad, la fecha de caducidad, el cielo gris, el hastío, el volver a empezar. Se rebeló ante lo que consideró una ofensa a su prestigio y palmarés, aunque quizá no entendió que muchas veces el aficionado se deja guiar por un instinto animal ajeno a las medallas y al confeti y simplemente quiere que agiten su corazón, que lo sometan a un movimiento sísmico desproporcionado para nada ligado con los títulos.
Curiosamente, esa espada de Damocles que pendía sobre su cabeza permitió a Benítez tomarse las libertades del que nada tiene que perder e imponer su filosofía de juego en un equipo a todas luces descompensado, con una tremenda calidad de tres cuartos para arriba y unos problemas defensivos y en el centro del campo que persisten a medida que la vieja guardia blue va tiñendo canas. El estilo del madrileño es más inglés que el de muchos nativos de las islas británicas, e inmediatamente entendió las necesidades de su equipo y supo sacar provecho de los atributos de la plantilla que tenía a su disposición. Recuperó al mejor Fernando Torres y acomodó a David Luiz en el mediocentro en los partidos de postín, un lugar de mayor cobijo y menor impacto a sus excentricidades tácticas. Bajo la batuta de un Mata imperial y un Lampard reciclado y siempre punzante, el Chelsea fue abriéndose camino sin brillo pero con firmeza. Fútbol de días nublados con rayos de sol de la zurda asturiana. Otra ironía más, otro equipo en el que los millones invertidos no eran directamente proporcionales al espectáculo. Pero en Stamford Bridge, como viene sucediendo año tras año, imperaban las urgencias y Benítez supo canalizar dichas necesidades en un pragmatismo total ajeno al brillo que llevó a su equipo a consolidar su tercer puesto en la Premier tras encadenar seis partidos seguidos sin perder, garantizando su presencia en la Champions League del próximo curso, alejando los fantasmas y quizá acercando a la Pérfida Albión a uno de sus hijos predilectos.
La pasada noche, Europa volvió a rendirse a los pies del técnico madrileño, ocho años después de la gran gesta de su vida en la bella Estambul. El Chelsea conquistó el viejo continente por segundo año consecutivo y prácticamente con las mismas armas que hace 365 días, cediendo la iniciativa, explotando los puntos débiles de su rival y tratando de ocultar, con gran esmero, los suyos propios. La fórmula volvió a funcionar y Ámsterdam se tiñó de azul mientras Benítez sonreía satisfecho al ver cumplida una de las transiciones más difíciles de su carrera. La milla verde, algunos metros menos, fue recorrida por el técnico camino al palco a recoger la medalla de campeón mientras Lampard y compañía alzaban la copa a un firmamento más inglés que nunca. Tras las celebraciones pertinentes, llegará la hora del epílogo, las maletas, y los agradecimientos. Los caminos de Benítez y el Chelsea se bifurcarán, quizás para siempre, con la retroalimentación de prestigio por ambas partes y Stamford Bridge en el horizonte con las puertas abiertas para el octavo entrenador del club en los últimos siete años. Que pase el siguiente.
* Sergio Pinto es periodista.
– Foto: Adrian Dennis (AFP)
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