Benfica, (clavado) en el corazón

por el 2 octubre, 2012 • 12:18

A la manera de los reflejos condicionados, desde la esfera barcelonista, la simple mención del Benfica provoca revisión histórica y algunos escalofríos, ya puede haber transcurrido el tiempo que sea. Al fin y al cabo, jamás ningún rival ha tenido mayor transcendencia en la historia del club blaugrana y a pesar del medio siglo discurrido, el recuerdo de lo acaecido en el Wankdorfstadion de Berna el 31 de marzo de 1961 aún guarda la fuerza y potestad suficiente como para generar reflexiones sobre lo que pudo ser y no fue. Vayamos más allá de la desdicha generada por los palos cuadrados, las desafortunadas intervenciones de Ramallets o el cúmulo de desgracias acumuladas en 90 minutos, seguramente el techo histórico en cualquier final de cualquier competición allá donde al lector se le apetezca. El Benfica de Bela Guttman acudió a Suiza en progresión, aún lejos de ser el tremendo equipo que repetiría triunfo en la edición del año siguiente, ya con Eusebio, la fenomenal pantera negra de Mozambique, y Simoes a bordo y sin que el larguirucho Torres se atreviera aún a quitarle los galones al capitán José Aguas. Aquella escuadra roja solidificaba sus cimientos en la portería defendida por Costa Pereira, la tremenda fortaleza física del central Germano, la calidad y vocación ofensiva de los centrocampistas José Augusto y el también africano Coluna y el talento en ataque del citado Aguas y de Cavem, aún en el extremo izquierdo.

No es de extrañar que a los viejos culés les duela  la espina de aquel Benfica que perdura clavada en su corazón, concepto que remueve viejas heridas. El Barça, recapitulemos por aspectos poco conocidos, venía de disputar cuatro días antes en Sarriá una eliminatoria de Copa que tuvo más de lucha grecorromana que de lance futbolístico. Los viejos rivales acabaron a tortas, menuda novedad, y Enrique Orizaola, el técnico sustituto del cesado Brocic, tuvo que descontar entre sus huestes la presencia para la final del doble pilar defensivo, lesionados Ferran Olivella y Juanito Segarra. Ya conocen, seguramente, la confesión fúnebre y agorera de Kocsis a Czibor sólo pisar el estadio, al reconocer el vestuario barcelonista como aquel donde se cambiaron siete años antes, cuando la también desdichada final del Mundial’54, sólo que entonces este par de sensacionales húngaros representaban a sus intereses nacionales, parte básica de los míticos mágicos magiares. La final, a efectos barcelonistas, era un auténtico ser o no ser, un punto de inflexión, cierre de época o cuantos calificativos de tal corte maximalista deseen añadir. No se quedarán cortos, ni sonará a exageración. En las esferas directivas, Miró-Sans acababa de dimitir, víctima del tremendo déficit contraído con la construcción del Camp Nou –cifrado a la sazón en 288 millones de pesetas, una absoluta exageración– y las escasas prestaciones en títulos brindadas por una rutilante plantilla, sensacional de punta a cabo pero poco dada a conseguir galardones desde el escandaloso adiós de Helenio Herrera.

Aquel era un vestuario desbordante de cracks, en especial por lo que respecta a la delantera de los diez titanes, pero quebradizo como el cristal cuando el camino se empinaba y el viento comenzaba a soplar contrario. Su debilidad de carácter no aguantaba el mínimo contrapié, rasgo que hacía enloquecer a su parroquia, incapaz de entender tan voluble comportamiento, basado en recitales locales al abrigo del Camp Nou y miserias, calamidades y disgustos coleccionados a cada salida. Miró-Sans dejó paso a una gestora que, traicionando su condición, decidió traspasar al gran Luisito Suárez, ya convertido en Balón de Oro y aún lejos de su madurez por juventud, al Inter de Milán por la entonces friolera de 25 millones de pesetas y dos amistosos de compensación. Ya ven cómo llegaron a Berna: sin presidente, en plena crisis institucional, entrenador puente y la estrella donde debían basar el relevo de futuro, camino de jugar su último encuentro con esos colores. Menudo panorama.

Citado quede como anécdota que, meses después de Berna, el nuevo presidente, Enric Llaudet, quiso compensar la enorme decepción cosechada entre la hinchada gastándose 20 de los 25 millones enviados por Moratti padre desde Milán en ¡quince! fichajes de supuesto postín. No funcionaron ni un 20 % de ellos, no se taparon agujeros en las paupérrimas cuentas y, en todo caso, apenas se asistió a la inauguración formal de la época conocida como la travesía del desierto, un solar de rendimiento que duró 12 años, nada menos, hasta el advenimiento de Johan Cruyff. Puesto en paralelismo histórico, por aquello de que todo queda escrito en los anales, Llaudet hizo con los dineros de Suárez lo que Gaspart despilfarró, aún peor, cuarenta años más tarde a la salud de Luis Figo.

 

El partido fue desdichado, de principio a fin. No era Suárez el único que lo dejaba. También los mentideros hablaban sin parar sobre la oferta recibida desde River Plate, lanzada por su legendario presidente Antonio Vespucio Liberti, para llevarse a Laci Kubala camino de Buenos Aires. Todo sonaba a final de época. Máxime cuando Antonio Ramallets, el mejor portero que jamás defendió al Barça hasta la eclosión de Víctor Valdés, sufrió en aquellos noventa minutos una especie de tiro de gracia deportivo. El llamado gato con alas o Gato de Maracaná, ya veterano, la pifió en el primer gol luso con una atolondrada salida, se metió el segundo al chocar contra un poste tras un globo defensivo de Gensana y se lanzó tarde, tal vez tapado, en la fulminante volea de Coluna que significaría el tercero. El gran Ramallets, cancerbero de fuerte carácter, colgó las botas al salir de Suiza, punto, sin que nadie pudiera variar tan drástica decisión. Kubala recibiría un homenaje de despedida, con Di Stéfano y Puskas a bordo vestidos de azulgrana, cinco meses después, convencido por Llaudet para que se olvidara de Argentina y, a cambio, dirigiera en casa una especie de proto-Masia de escasa duración.

Sigamos añadiendo ingredientes en tan magno drama. A Orizaola le dio por lo políticamente correcto mucho antes del neologismo y colocó a Gensana como central-parche, dadas las mencionadas bajas, y al bilbaíno Jesús Garay de tapón defensivo cuando su veteranía ya no daba para tanto. La defensa, completada con Foncho y Gracia, anduvo hecha un flan toda la noche, lastrando para mal la sensacional actuación de Suárez, bien secundado por Evaristo en la punta de ataque y Czibor desde el flanco izquierdo. Kubala actuó como teórico extremo derecho, mayúsculo error dada su escaso fondo físico, sus casi 34 años y una velocidad harto reducida para las características de esa plaza dada la plaga de lesiones que poblaron su carrera. El gran mito jugó un partido horroroso, aunque lanzara un trallazo que, en su violencia, golpeó los dos palos cuadrados antes de salir escupido. Orizaola, simplemente, no se atrevió a relegar al héroe de los 50 hacia las profundidades del banquillo.

 

Contemplado desde la distancia con ganas de salvar algo de tan fenomenal naufragio, citemos los dos goles del Barcelona, bellísimos en su ejecución. El primero, que abría el marcador, obtenido por Sándor Kocsis como si quisiera ratificar el porqué su acertado alias Cabeza de Oro. Un testarazo fulminante, digno de dos orejas, rabo y vuelta al ruedo, por saltar al símil taurino. Y el segundo, de Zoltan Czibor, una volea con las dos piernas en el aire, de máxima dificultad, que también merecería lugar en las escuelas para futuros rematadores de postín. A Czibor, siempre Pájaro Loco, le dio por pedir revancha a la prensa una vez consumado el aquelarre, prometiendo que si el Benfica accedía al segundo encuentro se llevaría “los diez goles que han merecido encajar hoy”. Las anécdotas destiladas durante aquella funesta noche darían para llenar páginas y páginas, pero centrémonos apenas en lo fundamental: han transcurrido 51 años y pasarán siglos hasta que la simple mención del Benfica deje de helar el corazón de los barcelonistas con memoria. Pocos equipos han tardado doce años en recuperarse de una final, del partido que condicionó totalmente su porvenir. El cuadro lisboeta siempre significará la proverbial espina clavada en lo más hondo del alma culé.

 

* Frederic Porta es periodista y escritor.




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