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"Se llama genio a la capacidad de obtener la victoria cambiando y adaptándose al enemigo". Sun Tzu


Firmas / Jorge Martínez

Barro y vino

por el 10 junio, 2012 • 14:18

Laurent Blanc, seleccionador de Francia, lo advertía hace dos años nada más asumir el mando del equipo nacional, “Francia no puede seguir buscando talentos en función de su físico”. “De esta manera”, reconocía afligido, “nunca encontraremos a un Iniesta”.

 

El fútbol, por aquel entonces, llevaba tiempo enfrentándose a una encrucijada que se empezaba a resolver, la puesta en liza de dos formas antagónicas de entenderlo: aquella en la que prima lo físico y se puede permitir especular en aras de obtener la victoria, y otra en la que la calidad técnica es vital y solo hay una manera de llegar al triunfo, llevando la iniciativa, controlando el balón, atacando. Y dicha encrucijada se empezaba a resolver porque la Selección española y el Barça, al calor de los campeonatos ganados, habían logrado inclinar la balanza a favor de su propuesta. Era el nuevo camino a seguir. Ganar y, además, hacerlo mientras se ofrece espectáculo.

Simplificando al máximo el argumento de ambas propuestas y desposeyéndolo de matices hasta llegar al hueso (y esto es mucho simplificar porque entre un estilo y otro existe todo un espectro de variantes), esta dicotomía futbolística se puede resumir entre equipos que destruyen y equipos que construyen. Por supuesto, un equipo no puede pasar 90 minutos destruyendo porque entonces sería imposible que ganase algún partido. En algún momento tiene que elaborar una jugada, aunque sea un contraataque vertiginoso, que le permita perforar la portería contraria.

Pocos años antes de que la Roja de Vicente y Luis y el Barça de Pep comenzasen su particular singladura de éxitos, la idea de un fútbol conservador basado en lo físico estaba bastante asentada, y no eran pocos los expertos que reconocían que ese era el nuevo horizonte al que se dirigía el deporte rey. Entre 2004 y 2008 muchos equipos se plegaron ante esta tendencia. Lo hizo Grecia en la Euro de 2004, cuando se pasó el campeonato colgada del larguero hasta alzarse con la copa, o la Italia campeona de 2006, con una propuesta ramplona a la par que exitosa. Entre medias, el Madrid de Capello, Emerson y Diarra ganaba la Liga española y Mourinho aplastaba rivales con su musculoso y contragolpeador Chelsea, por citar algunos ejemplos.

Por supuesto, durante esas cuatro temporadas también hubo equipos del modelo B que se alzaron con títulos, como el Barça de Rijkaard, pero no era la tónica dominante.

Sin embargo, en el verano de 2008, la España de Aragonés rompió esa dinámica, se desembarazó de esa pesada armadura que era la “furia roja” y bajó el balón al suelo, envidando al modelo imperante. Ganó y la temporada siguiente la propuesta de Guardiola eclosionó en el famoso sextete. En el Mundial de Sudáfrica, España continuó esa línea y se llevó el título. Y entonces llegaron las quejas de Blanc. Era vital copiar el modelo.

 

La experiencia demuestra, sin embargo, que el fútbol, en general, suele ser más considerado con los equipos defensivos, aquellos que arriesgan menos (aquí habría que plantear hasta qué punto no es arriesgado pasar todo un partido encerrado en el área) que con los ofensivos. Este fenómeno se explica desde el hecho, por todos aceptado, de que es más fácil destruir que construir. Y es que mientras que con el modelo defensivo se puede triunfar sin una plantilla brillante, como ha hecho el Chelsea en la final de Champions (y muchísimos otros equipos antes) es imposible triunfar con un modelo ofensivo sin una plantilla a la altura, de muchísima calidad. Un conjunto inferior solo podrá ganar a uno superior destruyendo, esperando, encerrándose. El quid de la cuestión, lo injusto, por así decirlo, es que si un equipo mediocre opta por esa vía, la de encerrarse, y la trabaja hasta depurarla, tiene bastantes posibilidades de doblegar a un rival superior que, a su vez, apueste por un fútbol más osado.

Como la metáfora del barro y el vino, si viertes un vaso de vino en un bidón de barro nada cambia. Por el contrario, si a un bidón de vino le vuelcas un poco de barro todo se echa a perder.

Esta tarde se verán las caras, en azul y rojo, respectivamente, dos de los mayores baluartes de ambas filosofías. Italia secular; España reinventada. Barro y vino.

 

* Jorge Martínez es periodista. En Twitter: @JorgeMartnez12

– Foto: Gregorio Borgia (AP) – EFE



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