El baloncesto se convirtió en paradoja cuando la felicidad pasó a ser únicamente el patio de recreo de los pobres. Cuando alguien enfrentó cara a cara competitividad y diversión, fondo y forma, para no solo escoger a la primera sino también desterrar a la segunda. Se convirtió a ambos factores en antónimos, alejados de por vida. A ese alguien otros muchos le siguieron y el juego derivó en depresión. Perdió su alma.
Fue (es) un tiempo en el que una parte del baloncesto, la espontanea, la natural, se hizo pedazos. No cabía más que puntualmente, como una anécdota, en escenarios de exigencia. Fue (es) un escenario en el que se pensó incluso que el genio debía ser uno más. Que un instinto superdotado pesaba menos que un sistema. Y así llegó el rechazo al diferente. Porque ser diferente se volvió un defecto y no una virtud.
Competir pasó a ser un vicio enfermizo, método único y obsesivo para ganar; y disfrutar pasó a ser a todas luces una condena, juguete del mediocre que no tenía otra opción. Con el fondo (ganar) y la forma (cómo hacerlo) perdiendo toda relación, el deporte perdió su esencia.
La aceptación de que sólo se podía ganar sufriendo se clavó como un puñal, mostrando automático recelo a la integración de la imaginación y toda capacidad de creación que alterase el ecosistema del ganador. El ganador debía ganar. Y punto.
Pero llegados al precipicio, a la negación de la esencia del juego, una sola chispa puede comenzar a cambiarlo todo. Decía Julio Cortázar que la esperanza es la vida misma defendiéndose. De esa lucha innata por sobrevivir pudo nacer el hilo con los orígenes, cuando el juego era también juego y no sólo resultado. Y así surgió un estilo.
Porque el ente adormecido que es el baloncesto FIBA, hastiado por la fuga de talentos y gobernado por aquellos que no juegan, ve ahora con asombro el nacimiento de una idea a contracorriente. Una idea donde la felicidad no es una condena sino alimento del éxito. Una propuesta donde el poderoso no reniega de la sonrisa sino que se construye sobre ella. Un despliegue en el que la forma importa, cómo no va a hacerlo. El Real Madrid de Pablo Laso une el fin, ganar, con el camino, hacerlo disfrutando. De su mezcla sale, no podía ser de otro modo, transmisión de energía. La vuelta de la esencia.
Laso edifica un equipo serio, no hay que confundir. Es uno que busca ganar, así ha de ser. Pero lo hace desde una visión flexible, permite licencias ofensivas pero no libertinaje, expone la pizarra como apoyo pero no como cadena. Podría parecer un equipo más, si considerásemos su innegociable cimiento colectivo e interés por defender, sin embargo es en realidad un bloque distinto.
Nutrido del más básico de los instintos, uno por un tiempo olvidado: la búsqueda del disfrute. Es capaz de competir sin sufrir.
Encuentra el bloque una indescifrable mezcla de competitividad y libertad, ambas enredadas e indisolubles. Sin negar ninguna porque no hay necesidad. Es un equipo maduro que no reniega del escenario incómodo (sirva como ejemplo reciente el laberinto de Las Palmas de Gran Canaria) aunque encuentre su felicidad en el ritmo. Y a veces en la locura, bendita locura. Este Madrid irradia energía porque busca transmitir emociones mientras gana, sin esperar que sea ganar lo que las transmita.
Junto al frenesí, al intentar las cosas sin pedir permiso, hay otro rasgo esencial en ese equipo. Con el baloncesto cada vez más claustrofóbico, ahogado en una cancha que se hace ya pequeña ante la incesante evolución física, el espacio es simplemente oxígeno. Y es por tanto el tiro de tres más que nunca una necesidad.
Al final, en el bando blanco todo el perímetro posee un rango de tiro muy amplio e incluso los interiores aceptan el juego de cara al aro. No es tanto anotar de tres, que también, como generar el temor de hacerlo y abrir la defensa. El fin, aumentar a la vista el tamaño de la cancha, el territorio a defender por el rival, casa a la perfección con el otro emblema, la velocidad. Y así, con espacio y velocidad de la mano, y el talento liberado de fondo, el ataque se hace irresistible.
En esa obra frenética, adictiva, destaca un actor por encima del resto. No por resultar el mejor sino porque ninguno entiende el significado de la idea como él. Ninguno la interpreta de forma tan sutil, tan armónica. A la vista tan perfecta. Y eso le hace especial.
Sergio Rodríguez representa la versión de apogeo de un estilo que trasciende. El elemento letal y contagioso que haría creer a un agnóstico. Ver al Chacho recibir un pase tras rebote, en su propia zona, y simplemente levantar la cabeza oteando el horizonte, sabiendo que algo trama, es el inequívoco preludio de la estampida. El inicio del éxtasis del baloncesto europeo. Él, que acelera la comunión con el aficionado neutral, representa el baloncesto como estado de ánimo. Y ahora es feliz.
Si el exceso proviene del canario, el veneno lleva sello montenegrino. Nikola Mirotic, más silencioso, igualmente mortífero. Mirotic (22 años) guarda dos virtudes que impiden ver su techo. Una, nunca se cree lo suficientemente determinante (por lo que trabaja como un poseso para mejorar); dos, no siente la necesidad de reclamar un lugar para su ego, un trono individual (por lo que no deja de ser una estrella colectiva).
Ambas, conjugadas con unas posibilidades fascinantes sobre la cancha, le hacen un jugador simplemente delicioso. Uno de esos elegidos que castiga simplemente con su presencia y cuyo único pero, para los del lado pobre del Atlántico, es tener alas. Porque las alas le harán más pronto que tarde entender que esto le queda pequeño. Y que la NBA, el Olimpo, le aguarda ya impaciente.
Aunque sí los más estimulantes, no son ellos los únicos factores identificables del sistema. Desde el papel vital y camaleónico de Rudy Fernández, ya maduro en su baloncesto, hasta el galope sin vuelta atrás de Sergio Llull o la seda de Jaycee Carroll. Pasando igualmente por ese martillo llamado Felipe Reyes, el soporte interior de Ioannis Bourousis o el factor energético de Dontaye Draper, Tremmell Darden y Marcus Slaughter, cada uno en su área de influencia. Porque suponen efectivamente todos ellos, en realidad los roles bien entendidos y aplicados, un factor diferencial.
Pero tampoco el principal. Ese queda para la capacidad no solo de creer, sino de disfrutar con ello. Para la certeza de que es posible encontrar el equilibrio entre competir y divertir, entre fondo y forma, sin necesidad de que una opción imposibilite la otra. Es el Real Madrid la demostración de que no proviene –tampoco para el poderoso– la felicidad solo de ganar, sino de que puede ser precisamente esta lo que lleve a hacerlo.
Que no es en definitiva divertir el consuelo del pobre. Que no lo fue cuando Magic Johnson incendió este deporte con una sonrisa mientras humillaba rivales, que dijese James Worthy. Y que tampoco tiene por qué serlo ahora. Que puede una aparente condena, la de ser feliz, convertirse en la mejor receta contra la monotonía y la depresión del juego. Porque al final el deportista, por mucha élite a la que pertenezca, dejará de ser quien es si deja de gustarle lo que hace.
Si alguna vez pensamos de verdad que en el deporte únicamente es ganar lo que nos hace felices, nos estaremos perdiendo lo más importante. El camino hasta ello.
* Andrés Monje es periodista.
– Foto: Nikola Mirotic (@nikolamirotic12)
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