Todo campeonato internacional de baloncesto se vertebra a partir de dos pilares: la selección estadounidense y el equipo anfitrión. Cuando, además, el equipo anfitrión es competitivo y acostumbra a ponerle las cosas complicadas a los americanos, miel sobre hojuelas. La FIBA, entendemos que a sugerencia del comité organizador, decidió hacer algo parecido a un cuadro de tenis con dos cabezas de serie, de manera que España y Estados Unidos no se pudieran cruzar hasta la final. Como decisión empresarial fue brillante: dos focos permanentemente abiertos, interés hasta el último momento y si hay sospechas de relajación en partidos que determinen los cruces, que caigan sobre los australianos.
Deportivamente, sin embargo, la cosa dejaba más que desear y mucho más cuando una de las patas se llenó de termitas.
Tener a los mismos equipos cruzándose una y otra vez no ayudó a vencer el tedio de un Mundial en el que ha faltado juego, valor, revelaciones y entusiasmo y ha sobrado hasta la canción del campeonato. Los finlandeses en Bilbao y poco más. Si la asistencia en las sedes de la primera fase se puede calificar de exitosa, los partidos de Madrid y Barcelona han resultado muy fríos, distantes, incluso cuando España estaba en la cancha. Es este un factor más a tener en cuenta para evaluar la enorme decepción que supuso la temprana eliminación del equipo local: los jugadores no estaban preparados para sufrir, pero, seamos sinceros, el público, tampoco.
La eliminación de España ha sido y sigue siendo motivo continuo de análisis sin que se logre profundizar demasiado en las causas, precisamente por el tremendo shock que ha supuesto. Hay una línea muy directa que señala a Orenga y por elevación a la FEB y no va más allá. Es una línea de opinión respetable y que resalta un par de verdades: Orenga no tenía la experiencia suficiente para una competición así y la FEB se equivocó al abusar de su doctrina de entrenador de perfil bajo, obviando que los anteriores –Scariolo, Aíto, Pepu…– acumulaban miles de partidos de primer nivel y eso, en los momentos claves, se nota.
Con todo, quedarse ahí resulta un poco simplista. Orenga fracasó, la FEB se equivocó en sus planteamientos… pero muchas más cosas fallaron. Algunas inevitables, como la paternidad de Marc Gasol justo 48 horas antes del partido decisivo; otras, mucho más prescindibles y que dan sensación de mala preparación de los partidos. Cuando lo dijo Juan Carlos Navarro, todo el mundo unió su comentario al linchamiento que ya estaba sufriendo Orenga, pero conforme pasa el tiempo y se van sabiendo cosas, da la sensación de que el enfado del capitán iba más allá de la cuestión táctica: prácticamente todo el mundo estaba a otra cosa y se había instalado en todos lados –prensa y aficionados incluidos– la idea de que al campeón de Europa se le ganaba con la gorra. Así, sin más.
Por supuesto, los errores de Orenga fueron muchos a lo largo de la preparación y el campeonato. Tantos que ocuparon páginas y páginas de este mismo Magazine. Aun así, el bloqueo del partido de cuartos de final no fue cosa exclusiva suya. Como la idea del llamado método FEB pasa por encontrar entrenadores que no impongan su personalidad, sino que sepan encauzar la de sus jugadores –un método, por cierto, que no ha ido mal, que a mí me atrae porque odio los sargentos de hierro, pero que en ocasiones delimita mal las responsabilidades–, está claro que Orenga no sirve y no puede continuar ni un partido más, básicamente porque no ha encauzado nada: medio equipo andaba cabreadísimo y el otro medio desapareció en el momento decisivo del torneo.
El bucle del que como analista no consigo salir es el de la personalidad del entrenador. Mientras gente muy sensata no deja de señalarle como un pelele al servicio del presidente o de los hermanos Gasol, a mí me parece casi lo contrario: ha demostrado demasiado empeño en determinadas decisiones personales que no han servido para mejorar al equipo, sino para conducirlo al colapso. Por ejemplo, el extraño reparto de minutos de juego, el desprecio a Felipe Reyes o la decisión de jugar con Calderón de escolta y Llull de alero en detrimento de Abrines y Claver. Lo que más se le puede reprochar a Orenga es que él tenía su esquema hecho y decidió morir con él, sin plan B posible. No se probó absolutamente nada nuevo en ningún momento. Nada. La sensación era precisamente la contraria al tópico: los jugadores no manejaban a su entrenador, se limitaban a no creer en él.
Razón suficiente para que no siga y razón suficiente para extender un poco las responsabilidades y confiar en que determinados excesos y confianzas no se repitan.
En fin, que con la pata de España astillada quedaba la de Estados Unidos, y no se puede decir que haya sido suficientemente fuerte como para levantar el torneo. Cuesta decir que un equipo que se pasea por el campeonato, ganando todos sus partidos por diferencias insultantes, ha jugado mal al baloncesto, pero la verdad es que su juego colectivo ha quedado muy por debajo del de años anteriores. Mike Krzyzewski ha hecho lo que ha podido con unos jugadores no acostumbrados a compartir el balón y cuyas carencias en el ataque estático han sido en ocasiones escandalosas. Con todo, la superioridad ha sido brutal y remite a otros tiempos de este deporte. Solo con defender en todo el campo, meter manos, acertar en tiros imposibles y correr como locos el contraataque bastó. Cuando todo eso fallaba, llegaban Davis o el sorprendente Faried y remataban la jugada a su manera.
Que un equipo de excelentes jugadores, pero con solo una o dos estrellas propiamente dichas, gane con tanta autoridad levanta muchas dudas sobre el momento actual del baloncesto FIBA. Casi todo han sido decepciones: Brasil, la más grande si no contamos a España; y, tras Brasil, Australia, eliminada en octavos; Grecia, invicta en la fase de grupos y apalizada en el primer cruce; o Argentina, a quien la lógica golpeó de manera excesiva… Si uno se pone a pensar en qué equipo le ha sorprendido es complicado que vaya más allá de Serbia. Por supuesto, el mérito de Francia es enorme, como el de Lituania, pero son méritos de equipo pequeño que se sobrepone y no de potencia por venir.
Serbia sí ha enseñado los dientes, pero como ya lo hicieron en 2009 y 2010 y luego pasó lo que pasó, vamos a tomarlo con precaución. Djordjevic lo tenía todo muy claro, hasta el punto de expulsar a Micov en plena preparación y conseguir que sus jugadores mantuvieran una intensidad sobre la pista que complementase por fin su talento. Las grandes sensaciones para mí del torneo han sido serbias: Bogdan Bogdanovic, al que ya conocíamos, pero que ha dado un enorme paso adelante, y Nemanja Bjelica, jugador siempre bajo sospecha por su presunta apatía, pero que desde la sombra ha dirigido al equipo junto al siempre espectacular Milos Teodosic.
En definitiva, mucho ruido y pocas nueces. Partidos fríos y equipos sin demasiados recursos. Es cierto que al Mundial de baloncesto se le llama así, pero es engañoso: la gran competición internacional de este deporte son los Juegos Olímpicos y esto no es más que un aperitivo. Las bajas han sido numerosas y han afectado a muchos equipos. Curiosamente, el que no presentaba ninguna, ha sido el que más ha decepcionado. ¿Por qué? Sigo sin saberlo, pero el mal rollo que se respira, toda esta tensión de la culpa es tuya; no, la culpa en realidad es tuya no ayuda nada a nuestro deporte.
* Guillermo Ortiz es filósofo y escritor.
– Foto: Juanjo Martín (EFE)
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