A buen seguro, el mayor espectáculo de masas de la era contemporánea; quizá, la masa más espectacular de dinero en movimiento constante; a veces, vara de medir el peso relativo y la imagen pública de un país en la escena internacional; sin duda, el cauce pacífico de sentimientos que ha cautivado el tiempo libre en la apresurada vida de nuestra edad. Como se quiera, el fútbol ha cobrado tanta vida propia que se hace necesario trazar una biografía.
Un juego que define pequeños grupos sociales desde premisas universales y grandes sociedades a partir de reglas callejeras, lo que deja claro un componente cultural que solo niegan intelectos de poca monta y tanto por aprender. Ese rasgo cultural se ve acentuado por la clase de mundo que incubó los primeros goles y borceguíes: mi gente contra la tuya, yo pongo el campo y tú la pelota, ganamos Nosotros, con mayúsculas. Aquello era la solución pacífica y divertida a las guerras civiles, sin sangre derramada ni listado de víctimas, sino sudor y lágrimas ante la derrota entendida como la más dolorosa de las muertes en vida.
Ese juego deformaba el orbe que lo observaba hasta límites insospechados, convertido en espejo inconsciente incapaz de reflejar otra injusticia que la decidida por el azar y el amor propio. Así que el siguiente paso estaba claro: el talento se busca y se encuentra, no se cría; se compra y se vende, el dinero como factor diferencial, el juego mestizo, la adolescencia de un fenómeno que escribía la guerra de los mundos.
Todo ha crecido y madurado tanto que ya casi nadie reconoce al fútbol como juego. Hay activos de marca en lugar de futbolistas, lo que ayer eran tardíos imberbes con mucho por ganar son hoy millonarios prematuros que no pierden el tiempo con nosotros. Los colores cotizan en bolsa y no compiten equipos sino multinacionales que no pertenecen a la gente del lugar, sino a inversores y accionistas cuyo grito tiene el peso del valor nominal de su participación social. La actualidad vivida con emoción a miles de kilómetros de distancia, seguida en presente de indicativo a golpe de ratón. Todos mayorcitos, extras y espectadores de una guerra de las galaxias.
Cuentan los historiadores que durante el reinado de Luis XV se puso de moda que las mujeres condujeran pequeñas carrozas por las calles más transitadas de París. Debido a su falta de experiencia, hubo frecuentes accidentes y atropellos, por lo que el rey pidió al conde D’Argenson, teniente de la policía, que solucionara el problema. El conde elaboró un decreto que prohibía a las mujeres guiar caballos, a no ser que su edad fuese de al menos 30 años. Como ninguna mujer quiso confesar que tenía al menos esa edad, la costumbre pasó rápidamente de moda.
Al juego no le privaron de su inocencia por decreto, pero cuantos más ojos miran a uno, más difícil se le hace ser fiel a sí mismo. Así nos sentimos muchos ingenuos, como parisinas orgullosas de un descaro sin juventud, frutos inmaduros de un árbol rojo y blanco que bebe de sus raíces y languidece con su hoja perenne y amarillenta.
Más orgullosos de seguir siendo como somos que de lo que un día fuimos porque nosotros aún jugamos al fútbol, y nadie nos puede llevar la contraria. Fieles e ilusos desde la cuna, no todo es ganar o perder en esta edad de la inocencia que nunca dejamos atrás.
Es Navidad, y una vez nos contaron que en estos días algunos de nuestros sueños pueden verse cumplidos: los pequeños mandan un poco más que los mayores. Por eso soñamos con que vuelva a nacer un juego que, a día de hoy, solo vive en el recuerdo. Entre otras cosas, porque jugando a lo de siempre, somos los mejores. Por eso, desde una guardería en el corazón del mismo Bilbao, los niños del Athletic deseamos unas Felices Fiestas a todo el mundo del fútbol.
* Pedro José Arbide.
©2024 Blog fútbol. Blog deporte | Análisis deportivo. Análisis fútbol
Aviso legal