Estamos, sin duda, en la era de la salud. Las personas se preocupan cada vez más por cuidarse. Tratan de mejorar su alimentación (un ejemplo claro son los más de dos millones de libros vendidos de La enzima prodigiosa, por ejemplo). Con mayor frecuencia y en mayor número dejan de fumar. Y, sobre todo, hacen más ejercicio. Y dentro de esa deriva, se lleva la palma la práctica del running.
Nunca, ni en los tiempos del jogging ni en los del footing, habíamos asistido a un fenómeno similar. Posiblemente derivado de la crisis y del hecho de tratarse de un deporte barato y con resultados inmediatos, sin duda. Pero también de la amplificación que le otorgan las redes sociales y de la circunstancia añadida de que la carrera se convierta casi en la única forma de ver a gente con la que no puedes coincidir a causa de los absurdos horarios de trabajo españoles.
De hecho, la gente corre. Mucho. Cada vez más. Cada día más rápido. Y, como ocurre demasiado a menudo en nuestra sociedad, dando saltos contra natura y acelerando demasiado el proceso. Pasando del sedentarismo más absoluto a un Ironman en apenas 18 meses. Con todo lo que ello conlleva.
Pero lo curioso, por encima de todo, son los sacrificios que la mayoría están dispuestos a hacer para alcanzar sus retos personales. Los que odiaban madrugar lo consiguen sin problemas. Los que llegaban a casa con ganas de irse al sofá acaban cenando a las 23 horas por mor de una serie larga. E incluso los zánganos y salidores habituales del fin de semana cambian la discoteca y las deshoras por una copa tranquila y un pronto despertar para disputar cualquier prueba popular.
Esto, obviamente, hace más sana la sociedad. Y transmite unos valores que posiblemente se habían dejado de lado. Pero, aun así, cuando uno rasca la superficie se encuentra con una tremenda contradicción. Que por supuesto no afecta a las personas sin hijos, pero sí se evidencia cada día más en los núcleos familiares completos.
Cada vez que alguien consigue superar deportivamente aquello que se había propuesto, sus primeras palabras suelen ser quiero dar las gracias a mi mujer (o marido), porque sin su apoyo y comprensión no habría podido prepararme adecuadamente. Lo que, traducido, vendría a escenificar un quiero darle las gracias por dar de desayunar, comer y cenar a nuestros hijos, por bañarles, contarles un cuento y dormirles para que yo pudiera prepararme para correr un maratón.
Algo que sería absolutamente loable si tuviera traslado al ámbito personal, pero que en demasiadas ocasiones deja con el culo al aire a muchos de sus protagonistas. Porque si bien cualquier sacrificio es entendible para llegar hasta donde uno se propone, no es menos cierto que parece que la prioridad está en uno mismo y no en los demás.
Muchas, muchísimas veces la misma gente que protagoniza estas historias de superación no traslada su filosofía a la vida conyugal. Aduce que no quiere salir a comer porque está cansado. O porque debe reposar para el siguiente entrenamiento. No trata de acabar antes su trabajo en la oficina para pasar más tiempo con sus niños, sino para salir más pronto a correr. No se levanta (ya puestos) media hora antes para poder compaginar la sesión matinal con llevar a los nenes al colegio. Y así tantas y tantas situaciones cotidianas.
Hemos entrado en una era donde la superación de retos nos hace mejores. Más fuertes mental y físicamente. Más tolerantes a la frustración laboral. Incluso menos estresados y, por lo tanto, más agradables con los que nos rodean. Pero la pregunta es si aplicamos esas mismas premisas a todos los órdenes de nuestra vida. O simplemente se trata de una forma de escape. Una excusa perfecta para pasar menos tiempo con aquellos con los que deberíamos volcarnos mucho más.
* David Blay.
– Foto: Paul Zinken (EFE/EPA)
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