Apenas tres entrenamientos para preparar el partido, jugadores desgastados por los compromisos internacionales y una legión de lesionados –Benteke, Firmino, Joe Gómez, Ings, Sturridge, Lovren, Flanagan y Henderson– iban a limitar demasiado el grado de influencia de Jürgen Klopp sobre el nuevo Liverpool en su visita a White Hart Lane.
El entrenador alemán cogía un equipo al que Rodgers había convertido en un banco de pruebas continuo en el que las variantes de sistemas, de piezas y los cambios de demarcación de jugadores –agudizado todo por las lesiones– habían confundido al colectivo, impidiendo el afianzamiento de un patrón reconocible. Este cóctel cristalizaba en un equipo sin alma, desnortado y que encadenaba partidos vacíos de juego que no decían nada acerca de la dirección en la que iba a crecer el equipo.
Tras usar el 4-4-1-1 en la primera jornada con Coutinho por detrás de Benteke, Rodgers estiró el 4-3-3 hasta la jornada 6, cuando el regreso de Sturridge implicó una nueva revolución que no iba a servir para cambiar la dinámica del equipo. El técnico norirlandés cambió de forma drástica el dibujo, pasando a jugar con dos puntas y una defensa de tres (3-4-1-2) que tuvo como damnificados a Lovren y Joe Gómez –titulares hasta entonces en los cinco partidos de Premier– en beneficio de Sakho, al que Rodgers prefería como central zurdo en defensa de tres, y Alberto Moreno, con más fundamentos de carrilero ofensivo que el joven lateral inglés. La disputa entre Jordon Ibe y Roberto Firmino por el puesto de extremo derecho saltó por los aires con la desaparición de dicha demarcación en el nuevo esquema, dejando al primero en cero minutos en Premier y al segundo como recambio tardío antes de sufrir una lesión que todavía arrastra. Jordon Ibe ya había jugado la temporada pasada como carrilero diestro, pero la confianza ciega de Rodgers en Clyne le cerró las puertas. Incluso en el partido de Europa League ante el Sion (1-1), que Rodgers aprovechó para dar minutos a los que menos juegan, Ibe se ubicó como carrilero izquierdo, una posición forzada para él que tuvo que ser corregida al descanso con la entrada de Alberto Moreno por Clyne, devolviendo a Ibe a una posición más natural para sus condiciones. Mientras, Emre Can –cuyo crecimiento pide a gritos una posición fija que acabe con su indefinición y le permita forjar su identidad– seguía su tour por todas las demarcaciones del campo y tras haberse desempeñado como interior izquierdo, pivote e interior derecho en menos de un mes, pasaba a ser central diestro. Por último, Coutinho dejaba la izquierda para ocupar la mediapunta, conservando esa libertad que le permitía moverse por todo el ancho del ataque red.
Ante la incapacidad para reconducir la situación, las dudas y los continuos bandazos, el carisma se diluye. Es en ese vacío de liderazgo donde el impacto emocional que supone la llegada de Klopp puede ser más profundo de lo que sería en cualquier otro sitio. La confianza que inspira, esa sensación de que todo le irá bien al que viaje a su lado, ni se trabaja ni se entrena. Está hecho de la piel de los que incendiaron las revoluciones, de los que aunaron a los pueblos. Es el atrevimiento del que se siente eternamente joven. No busca excusas, banaliza donde otros hacen dramas y canaliza todo en ilusión y optimismo. Lo hizo cuando el Bayern le birló a Götze –»Hay madres en el mundo que tendrán hijos que sepan jugar al fútbol. No os preocupéis«–, cuando se reflejaba en la Alemania de 1954 que batió a la Hungría de Puskas para plantar cara al Bayern –“Aquella final es el partido que más me ha marcado. Es el ‘no tenemos nada que perder’, es la demostración perfecta de que todo es posible en el fútbol”– o cuando en la rueda de prensa previa de la final de Champions quitó hierro a todas las preguntas que versaban sobre el pánico que infundía el Bayern –“Hace ocho años esta sala no estaba llena de periodistas, sino de acreedores”–.
Si Klopp es un tipo tan auténtico no es porque el personaje le haya permitido ser valiente, sino porque es su valentía descarada la que creó su personaje. Lo dejó claro en su primer partido con el Dortmund en el verano de 2008. Los amarillos se volvían a ver las caras con el Bayern tres meses después de haber encajado un histórico 5-0 en lo que había supuesto la primera bofetada en la élite para Mats Hummels, dos meses después de su debut con el BVB de la mano de Thomas Doll. El jovencísimo central había sido víctima del huracán provocado por Luca Toni y Podolski –causantes máximos de un humillante 4-0 a los 22 minutos–, antes de ser sustituido al descanso. Poco le importó esto a Klopp. El equipo venía de clasificar 13º en Bundesliga, estaba perdido en el puesto 116 del ranking UEFA y no ganaba un título desde hacía seis años. Era la final de la Supercopa alemana –la jugaba como finalista de Copa, tras el doblete del Bayern la temporada anterior– y Klopp plantó en el centro de la zaga a dos chavales de 19 años que iban a escribir la historia del club con letras de oro en un futuro inminente: un Hummels que volvía a encontrarse con sus bestias negras y un Subotic que se había salido en Bundesliga 2 con ese Mainz al que Klopp había dejado a dos puntos de devolverlo a la máxima categoría. El BVB ganaría aquella Supercopa (2-1), pero eso quizá sea lo de menos.
El poco tiempo que había para trabajar el partido ante el Tottenham lo empleó Klopp sobre todo en incidir de forma global en algunos aspectos de su modelo de juego que se desarrollan sin balón. Lo más positivo iba a ser la buena presión que ejercieron sobre la salida de balón de los locales en los primeros 20 minutos. Desplegados en 4-3-2-1, el Liverpool no ejercía presión directa sobre los centrales sino que se limitaba a cerrar líneas de pase interiores, orientando la salida de balón del Tottenham hacia las bandas. Una vez llegaba el balón a los laterales se activaba una presión agresiva del mediapunta del lado sobre el lateral poseedor (Lallana sobre Rose, Coutinho sobre Walker) y de los interiores sobre los pivotes (Milner sobre Alli, Can sobre Dembele) ahogando las líneas de pase. Además, cuando Eriksen bajaba a ofrecerse, Lucas Leiva le perseguía para impedirle girar en caso de lograr recibir un pase vertical de la defensa.
Este dispositivo exige una coordinación, concentración e intensidad –como todos los automatismos, se potencian con la práctica– que se fue evaporando con el paso de los minutos. Inyectar esta tensión sin balón a jugadores como Coutinho o Lallana será sin duda uno de los desafíos de Klopp. Por los demás, el Liverpool evidenció las carencias que venía arrastrando. El ataque posicional, pulir la presión, desplegar esos contragolpes que en Dortmund llegaron a ser coreografías o ese repliegue tan difícil de abordar que Klopp exhibía en los partidos de gala ante los rivales más poderosos serán artes que llevará tiempo perfeccionar. Que el Liverpool no le haya fijado objetivos en esta primera temporada, señal de que comprenden la dificultad de tan interesante proceso.
* Alberto Egea.
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