Argentina 1978: un Mundial, dos países

por el 3 enero, 2013 • 15:07

“Señores, así como el comandante arenga a sus tropas antes del combate, he querido hoy frente a ustedes, a través de esta visita, exhortarlos a que se sientan y sean realmente ganadores”. Erguido, ante toda la expedición de la selección argentina, con César Luis Menotti a la cabeza, el militar y presidente de facto, Jorge Rafael Videla, pronunciaba este escueto discurso en la Casa de Gobierno pocos días antes de empezar el Mundial más oscuro de la historia del fútbol.

Corría el año 1978 y todas las miradas estaban puestas en la Copa del Mundo que se celebraba en Argentina, país fanático del fútbol. La albiceleste siempre era favorita cuando llegaba la hora de disputar el torneo internacional por excelencia, pero en aquella época aún no sabía lo que era proclamarse campeona del mundo. ‘«Campeones sí, pero sólo morales«, se mofaban desde Brasil. Celebrar el torneo en casa era una oportunidad histórica para romper la maldición y todo el país se volcó en ello.

Pero lo que debería haber sido una fiesta nacional se quedó a medias por culpa de la situación del país. Y es que el Mundial se celebró en una de las épocas más sombrías de la Argentina, en medio de una cruel dictadura militar que utilizó el fútbol para lavar su imagen y ocultar miles de secuestros, torturas y asesinatos.

En un país dominado por el miedo y el silencio, aquel verano se vivieron dos realidades distintas: mientras los futbolistas, liderados por el matador Kempes, sometían a sus rivales en los campos de fútbol, la Junta Militar hacía lo propio segando vidas en los de concentración.

CAMINO AL MUNDIAL

Videla fue la cabeza visible del golpe de estado mediante el cual, el 24 de marzo de 1976, el Ejército sustituyó al Gobierno constitucional, instaurando una Junta Militar en el poder. Aquello no pilló por sorpresa a Isabel Martínez de Perón, presidenta entonces, que sabía que tarde o temprano la dictadura llegaría, tal y como un año antes le había comunicado su ministro de economía, Antonio Cafiero, tras una serie de derrotas del poder político contra el militar: “Vamos a caer señora. No sé cuándo, pero caer, vamos a caer”.

Y efectivamente así fue. Un golpe de estado en el que no se derramó ni una gota de sangre, pero que dio paso a lo que hoy oficialmente se considera un genocidio: torturas sistemáticas, detenciones arbitrarias, desapariciones, asesinatos, robo de bebés… aquellos que fruncían el ceño contra los que mandaban dejaron de ser seres humanos para transformarse en botín de guerra.

Para 1978 el régimen ya recibía críticas de medio mundo y el Mundial fue, sin duda, la excusa perfecta para hacer un lavado de cara completo. El torneo ya estaba adjudicado antes de la llegada de los militares al poder, pero grupos defensores de los derechos humanos presionaron para que se cambiara. El apoyo público de Estados Unidos a la dictadura provocó que la FIFA hiciera oídos sordos a las protestas y diese carta blanca a la Junta Militar para organizar a su antojo el evento, sin ningún tipo de supervisión internacional.

Se creó el Ente Autárquico Mundial 78, controlado por el almirante Eduardo Massera, la cabeza pensante del Gobierno desde su composición. Tras construir casi una docena de estadios de fútbol que le reportaron sustanciosos beneficios económicos y tejer una cuidadosa campaña mediática, para el 1 de junio ya estaba todo listo. Bajo el eslogan «Los argentinos somos derechos y humanos», la Junta Militar iba a mostrarle al mundo que Argentina no era lo que muchos países de Europa decían.

EL INICIO

Con el estadio Monumental de River Plate a rebosar, Argentina debutó ante Hungría ganando 2-1, en un partido lleno de nervios y ansiedad. No habían pasado 10 minutos cuando los húngaros ya se habían adelantado, provocando la histeria colectiva en las más de 70.000 almas reunidas allí. Finalmente la remontada llegó gracias a los goles de Luque y Bertoni.

Ese mismo resultado se repetiría contra la Francia de Platini, lo que aseguraba la clasificación a la siguiente ronda para los locales y mandaba para casa a los europeos. Todo el país salió a celebrar el logro, pero la satisfacción se truncó en el partido por el primer puesto ante Italia, que se impuso por 1-0 y obligó a Argentina a jugar la segunda fase encuadrada con Brasil.

Los gritos de los goles llegaban hasta la ESMA (Escuela de Mecánica de la Armada), el principal campo de concentración de la dictadura, situada a apenas mil metros del estadio Monumental. En uno de los juicios recientes celebrados en Buenos Aires contra los impulsores de de la barbarie, el secretario de Hacienda de la época, Antonio Pernías, declaró que la ESMA “fue el único lugar donde se torturaba por placer”. En el altillo de aquel tenebroso sitio instaló Massera La Pecera, unas oficinas en las que los presos eran obligados a investigar todo lo que se publicaba sobre Argentina en el extranjero durante el Mundial.

El plan consistía en desprestigiar desde las altas instancias toda aquella información negativa que se hiciese pública. Un corresponsal francés se acercó a hablar con las Madres de Plaza Mayo y pocas horas después el Gobierno paralizó el país para ofrecer una rueda de prensa para presentar los delitos subversivos de sus hijos. Entrevistas con los jugadores de la selección, imágenes del pueblo en la calle celebrando bajo una misma bandera, paseos con políticos de países democráticos… En cuanto se detectaba la mínima crítica comenzaba a funcionar la maquinaria propagandística del Gobierno, gestada por los propios detenidos en la ESMA.

Torturas, ejecuciones diarias, vuelos de la muerte, incineraciones, violaciones, experimentos, robos de neonatos de mujeres detenidas… las vivencias de la ESMA (que no era el único campo de concentración de la ciudad) resumen lo que fue la dictadura argentina. Más de 5.000 personas fueron asesinadas entre sus muros y ni siquiera las celebraciones por el triunfo de la selección podían enmudecer los lamentos de quienes se encontraban privados de todo lo que les hacía humanos.

Así era la vida en Argentina, casi normal mientras el sol brillaba, pero cruel cuando caía la noche. Noches largas, de eterna espera para los familiares e interminables para los que sufrían en sus carnes la despiadada crueldad del hombre. La muerte llegaba cuando las luces se apagaban, entre sombras, bajo el sonido de botas militares, aporreo de puertas y cristales rotos.

En esas horas oscuras era cuando hacia acto de presencia la otra Argentina: un pueblo sometido, unido en la cancha pero dividido fuera de ella. Con gente que miraba para otro lado, que luchaba en la clandestinidad o que se recorría hospitales y comisarias buscando familiares, mientras los tiranos silenciaban el genocidio bajo lemas en los que se definían como “derechos y humanos”. Normalidad durante el día y muerte por la noche. Puede que no se pudiera vivir así, pero así se vivía.

La tragedia no pasaba desapercibida para los miembros de la selección, empezando por Menotti. El entrenador había estado afiliado al partido comunista en su juventud, pero la devoción que sentían sus jugadores por él evitó cualquier intento de sustitución en el cargo. Hoy se sabe que alguna noche salía escondido en un coche para reunirse con sus camaradas, algo que podría haberle costado la cabeza. No parecía temer el desafío porque después del primer partido ante Hungría, en la concentración de José C. Paz, dejó una de las frases más celebres que se recuerdan.

Cuando le preguntaron por el eslogan que utilizaba para arengar a sus jugadores, delante de toda la prensa del régimen el técnico mandó un mensaje a su pueblo: “La selección será de todos o no será de nadie”. Fue su manera de trasladar su ánimo a aquellos que sufrían, que desaparecían en la noche. También era una manera de desmarcar a la selección de Videla y su tropa.

Otro que tuvo que tragar quina fue Ubaldo Fillol, portero titular que, al negarse a renovar su contrato por River, recibió día sí y día también amenazas y persecución por parte de los militares. Finalmente, acabó prolongando el contrato cuando la intimidación salpicó a sus familiares.

SEGUNDA RONDA: POLÉMICA CON PERÚ

La derrota ante Italia hizo que la albiceleste se trasladará a Rosario para disputar la segunda ronda del campeonato, lo que liberó a los presos de la ESMA de seguir escuchando a sus paisanos celebrar goles mientras ellos eran torturados.

En el primer partido ante Polonia, Kempes empezó a posicionarse como gran estrella del torneo al lograr los dos goles del choque. El plato principal llegó en la siguiente jornada ante la Brasil de Dirceu, Zico y Rivelino, en lo que para muchos fue una final anticipada. Tras un juego muy bronco, el resultado fue de 0-0, lo que condenó a ambas escuadras a jugárselo todo en la última jornada. La canarinha ganó 3-1 a Poloni,a lo que obligaba a los de Menotti a superar por más de tres goles a Perú, la gran revelación del torneo, aunque hay que reconocer que tenía muchas bajas.

Aquel partido es uno de los más polémicos que se recuerdan. Argentina ganó 6-0 y aún hoy muchos insinúan que el combinado andino se dejó comprar. Se señala a Ramón Quiroga, portero argentino nacionalizado peruano, y a Rodulfo Manso, defensa central que aquel día hizo aguas y en verano fichó por Vélez Sarsfield. También se sospecha de una donación de trigo que Argentina le hizo a Perú 15 días después de finalizar el Mundial.

Pero sobre todo, las declaraciones de Juan Carlos Oblitas, jugador peruano que reconoce que Videla entró al vestuario a saludar a su equipo minutos antes del inicio del partido, acompañado nada más y nada menos que de Henry Kissinger, por aquel entonces ex secretario de Estado de EE. UU. y considerado el principal instigador de los golpes de estado latinoamericanos durante la década de los 70.

LA FINAL

Sea como fuere, Argentina se plantó en la final, que se disputó el 25 de junio en el Estadio Monumental, con Holanda como rival. Fue un partido tremendamente duro, que cualquiera de los dos pudo ganar, pero que acabó decantándose por el bando local en la prórroga, gracias, sobre todo, al espectacular partido de Passarella y a los goles de Kempes, figura y máximo goleador del torneo con 6 tantos. Por fin, la albiceleste, ganaba una Copa del Mundo. Había nacido una potencia, que ocho años más tarde se encumbraría de la mano de Diego Armando Maradona en México 86.

Aquella noche no fue como las demás en la ESMA. El pueblo salió a celebrar la victoria por todo el país y Jorge Acosta el Tigre, jefe del campo de concentración, decidió premiar a los presos a su manera y les metió en coches para pasearlos por la Avenida Libertador y Cabildo. Aquella oportunidad de respirar aire no era sino otra humillación más. Su manera de demostrar a los reos que la vida en Argentina continuaba y que nadie en aquel momento estaba preocupado por las miles de personas desaparecidas.

Evidentemente era mentira. Todos, incluidos los desaparecidos y sus familiares, habían vibrado con el logro de una selección que el Gobierno nunca pudo hacer como suya, pero aquello no pudo ocultar la realidad paralela del país.

Aún hoy es imposible saber cuántas personas murieron durante la dictadura, que en siete años de represión absoluta dejó 30.ooo desaparecidos y 500 niños recién nacidos secuestrados. En un tiempo en el que se habla de separar el deporte de la política, es conveniente recordar que por desgracia nunca fue así. La Eurocopa de España de 1964 o los Juegos Olímpicos de Berlín de 1936 ya fueron eventos pensados para justificar lo injustificable, aunque quizás la Copa de Mundo de Argentina, por cercanía temporal, complicidad institucional y crueldad, se lleva la palma de lo bochornoso. Un recuerdo de dos realidades, de dos países, en un mismo Mundial.

* Gontzal Hormaetxea es periodista.


– Fotos: AFP – Clarín




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