Cuando antes de proclamarse campeón del mundo de ajedrez le preguntaban a Magnus Carlsen quién era su modelo a seguir en la disciplina, el jugador noruego lo tenía claro: “Decían que Bobby Fischer no tenía estilo. Simplemente elegía la mejor jugada. Eso quiero ser yo”. Tras el descalabro ante el Barcelona en la lga –qué lejos parece quedar ya aquel 3-4 de hace justo dos meses–, el abrupto crecimiento del Madrid como equipo sería impensable sin la capacidad de Ancelotti para acoplarse a la realidad del momento, dando soluciones a los problemas que han planteado rivales tan distintos como Barcelona, Bayern y Atlético y a las ausencias de jugadores clave que tantas veces le han obligado a variar el dibujo táctico, creándole una identidad al equipo que no descansa en un estilo o un sistema, sino en el manejo de diferentes registros tanto para desvirtuar al rival (quitarle virtud, anulando por ejemplo el ataque estático de Barça y Bayern) como para intentar meter mano al bloque más sólido del continente, empresa que le iba a tocar desempeñar en Lisboa.
Con Xabi Alonso sancionado, las tablas de Khedira se impusieron a las dudas sobre cómo podría responder Illarramendi ante la presión en un escenario tan comprometido, por lo que el 4-3-3 de Ancelotti tendría al alemán como único mediocentro. Cualquier solución a la baja de Alonso tenía su tara y el Madrid iba a acusar el hecho de que Khedira jugara fuera de su posición habitual, donde, falto de ritmo, incómodo y desnaturalizado, se desentendía de una salida de balón que asumía Ramos, pendiente de encontrar a un Modric que, acostado en la derecha, tras recibir de cara para jugar fácil se veía obligado a bajar demasiado para auxiliar al de Camas.
Enfrente, Simeone arriesgaba metiendo a Diego Costa como titular. El giro que daba el partido con la presencia del delantero hispano-brasileño era tan enorme que el precio de regalar un cambio no le pareció tan caro al técnico argentino ante la mínima posibilidad de que la lesión le impidiese competir a un nivel decente. El milagro no se obró, Costa salió del campo y Adrián entró para colocarse como pareja de Villa en el 4-4-2 del Cholo, que sin Arda Turan trazó un mediocampo con Gabi y Tiago en la medular y Koke y Raúl García en las bandas. La ausencia de Costa limitaba los recursos por delante del balón, desaparecían sus retenciones jugando de espaldas que tantos metros permiten ganar al equipo en ataque y las posibilidades colchoneras se reducían a buscar un robo en la presión alta, aprovechar un error de bulto o sacar partido del balón parado. Con el Atlético bien armado atrás y el Madrid sin fluidez en ataque, la primera parte se cerró con dos errores graves, pero solo uno se reflejaría en el marcador. Un temerario pase horizontal de Tiago en campo propio a punto estuvo de romper el partido en los pies de Bale antes de que la inexplicable salida de Casillas provocara el gol de Godín, que escribía un párrafo más en el guión del partido soñado por Simeone.
Sin posibilidades arriba, con Villa mostrando un despliegue físico conmovedor, realizando conducciones de balón heroicas que inflaban de oxígeno a su equipo y sacando ventajas en forma de faltas y córners de donde nada había, el Atlético fue saliendo cada vez menos, concentrado en no perder el orden atrás. A la hora de partido Ancelotti decidió quemar las naves metiendo a Isco y Marcelo por Khedira y Coentrao, dos cambios ultraofensivos que dejaban al equipo sin mediocentro defensivo natural –posición que pasaba a ocupar Modric–, pero que iban a conseguir esa velocidad en la circulación de balón que obligara a bascular al Atlético –cuyas fuerzas se irían desgastando con el paso de los minutos–, con el objetivo de encontrar algún resquicio en el muro colchonero. Simeone reaccionó rápido y ante el abuso que se avecinaba en el duelo entre el dúo Marcelo-Di María y Juanfran sacó a Sosa por Raúl García para proteger a su lateral derecho. Con el equipo plagado de jugadores con desborde, el Madrid ganó metros, Isco y Modric se descolgaban alternativamente protegiéndose la espalda el uno al otro, Marcelo activó a Di María y aun sin generar ocasiones con facilidad, el empate comenzaba a amenazar sobre el estadio Da Luz.
Con un Gabi estelar –el mejor sobre el césped en los noventa minutos– acaparando el centro del campo y la pareja Miranda-Godín infranqueable, el Atlético empezaba a ver la luz que le llevaba a la gloria. Su agotamiento físico no vislumbraba la prórroga como opción y el momento del minuto 93 no solo conllevaba el golpe psicológico de tener que volver a ganar el partido en el tiempo extra, sino que las piernas de unos y otros ya indicaban que todo lo que fuera llevar la final a los penaltis sería una machada de los de Simeone. El gol de Sergio Ramos recogía en un cabezazo la historia de un club con una grandeza absoluta en las finales de Copa de Europa (ha ganado diez de trece disputadas), sacaba la pifia de Casillas del recuerdo eterno, le birlaba el MVP de la final a Gabi –acabaría en manos de Di María– y metía de lleno en las páginas centrales de los libros de historia del fútbol a un central que ha ejercido un dominio tiránico a lo largo de todo el torneo.
La prórroga iba a ser la crónica de una muerte anunciada en la que solo quedaba saber el minuto de la ejecución. En un esfuerzo titánico, el Atlético se defendió en 4-5-1 con Villa como punta, mientras el Madrid percutía por la izquierda enfilando a un Juanfran al que le iba justo para mantenerse en pie. Con Marcelo fresco frente a un equipo roto y Di María –que había sido el único capaz de dañar la defensa atlética en plenitud física de ambos equipos– haciendo suyo el partido, llegó el momento. Con 110 minutos en las piernas, el argentino entró como cuchillo en mantequilla entre Miranda y Juanfran y decidió la final, dando la razón a Ancelotti, que confió en él desde el primer día.
Este es el triunfo de un técnico que abandonó el rígido estilo de sus inicios para ir actualizando su libreto adaptándose de forma camaleónica a cada situación, a cada plantilla e incluso a cada cultura. Y la cultura del Madrid, como la del Milán, lleva la Copa de Europa en el ADN; homologa cualquier sacrificio por esta competición, incluso si lo sacrificado es la liga. Quizá esto explique el curioso palmarés del entrenador italiano, que en doce años en la élite acumula tantas ligas como Champions. Solo técnicos como él, como Hitzfeld o como Heynckes, que quisieron ser Bobby Fischer antes que morir regocijados de narcisismo en su estilo, que aceptan humildemente el avance del fútbol y se obligan a reinventarse cada día, se pueden permitir el lujazo de perdurar tanto tiempo en la élite. En la Revista del Club Perarnau detallamos a fondo la trayectoria de este gran entrenador.
* Alberto Egea.
– Foto: Reuters
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