"Hay que recordar que quienes escriben para los imbéciles siempre tienen un numeroso público de lectores". Arthur Schopenhauer
Han pasado once años y Fernando Alonso ha cambiado. El hombre que se escondía de su propia sombra ahora regala fotos con su novia de ojos azules. El turista cosanostra de Porto Santo ha mudado la piel y rendidas sus defensas, la esfinge vencida en los brazos del amor y de la edad. A su manera, este cambio notable es paralelo al sucedido en España respecto a su deporte, la Fórmula 1, que de la mano del piloto asturiano ha pasado de galaxia parabólica lejana a disciplina de pleno seguimiento. Sale a correr Fernando Alonso y el almuerzo se retrasa hasta saber si el ídolo subirá al podio o acabará en la grava con el volante entre las manos, lanzado fuera de la pista por algún infortunio. “¿Cómo ha quedado Alonso?” es un mantra de domingo ya casi tan importante como preguntar qué hizo el Madrid en su salida a Pamplona. El gran mérito de Fernando es, literalmente, haber importado la Fórmula 1 a España. La dejará florecida pero huérfana cuando se marche, y quedará esa sensación a veces engañosa de que de no haber existido él tendríamos que haberlo inventado.
Su figura ha calado hondo hasta el punto de que el hombre encargado de narrar sus andanzas cayó hace tiempo perdidamente enamorado. Antonio Lobato demuestra los fines de semana su buen hacer televisivo y también la pasión contagiosa de quien se ha prendado de su secuestrador. Condenado felizmente a ser la voz y la cara de la F1, Lobato utiliza incansable el nombre de pila del piloto asturiano, paisano del periodista, con esa ternura del amante que se da más confianzas de las que realmente tiene. Acierta Guille Ortiz cuando dice que Fernando Alonso es un piloto maravilloso que se merece mejores comentaristas, teniendo razón en el sentido del quiéreme mejor, no me quieras tanto. Generalmente, el Gran Premio contado en nuestra televisión es una historia de 24 pilotos que se ve atropellada varias veces por el urgente suceso de Fernando Alonso dejándose una pizca de décima en una curva traicionera, o Fernando Alonso rascándose increíblemente la visera de su casco. Siendo imposible guardar un minuto de silencio cuando Magic tiene que abandonar, porque la carrera hay que seguir contándola, conviene aclarar que Fernando no pierde, sino que no ha podido ganar, y que Fernando no se equivoca, sino que no puede encontrar la inspiración todo el tiempo. Además, su coche es por definición el todo y la nada: troncomóvil cuando vienen mal dadas, montura sin más cuando hay faena victoriosa.
Este fin de semana Alonso correrá en Abu Dabi y tendrá a medio país poniéndole chinchetas a Vettel, al decir del Rey Don Juan Carlos. La angustiosa lucha del piloto de Ferrari contra el fenómeno Red Bull Racing (prodigio del ingeniero Adrian Newey) acrecienta el relato del Alonso esforzado y mártir, luchador solitario entre gigantes. El milagro de los panes y los peces que Alonso lleva protagonizando desde que llegó a Maranello es cosa más que admirable, carne de alonsismo galopante y una tendencia que más parece acrecentarse cuanto menos gana el piloto español. Como bastante tiene ya el chico con pegarse con pilotos más rápidos que él, no puedo evitar imaginarme las carreras del asturiano narradas en mute, esto es, sólo con sonido ambiente, no por menoscabo alguno a las voces sino por homenaje tranquilo al protagonista, Fernando Alonso, que cuando empezó en esto le daba vergüenza hasta adelantar y ahora se maneja en Twitter mejor que los periodistas. Sería bonito a su manera verle ganar su tercer Mundial en silencio, sólo con el rugir de bólidos de fondo, cruzando la meta de Brasil tal y cómo vino al circo de la Fórmula 1, discreto hasta lo austero, con esa timidez de telediario con el que La 2 narró su primera victoria en julio de 2003.
* Carlos Zúmer es periodista.
– Foto: EFE
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