David Albelda debía de sentirse un hombre de otro tiempo, un eslabón que unía dos épocas del fútbol que se entrelazan y que son realmente difíciles de diferenciar. Un exponente del fútbol más romántico, se podría decir –si es que eso existe y no es una mera percepción al más puro estilo cualquier tiempo pasado fue mejor–, alejado de la incipiente comercialización y desnaturalización del balompié. Con 16 años en la élite a sus espaldas, vivió de lleno un cambio generacional que le debía de hacer sentirse en el vestuario como el viejo rockero empeñado en no dejar de vestir sus camisetas de Black Sabbath y en no cortar su melena, rodeado de jóvenes con gustos bien distintos.
Nunca fue el jugador más querido de España, ni el más simpático, ni el más valorado, pero jamás pasó desapercibido. Su carisma inundaba cualquier campo que pisaba, centraba el odio de la hinchada rival cuando mandaba por los aires a su jugador insignia y era uno de los jugadores más temidos por cualquier árbitro. ¿Era Albelda una estrella? En Mestalla, sin duda. Fuera, se convirtió en un ídolo underground, de rock sucio y distorsionado, alejado de finos estilismos pero fácilmente apreciable para un oído bien entrenado. Un jugador que cualquier técnico habría reclamado para su plantilla en la primera década de los años dos mil –el propio Cruyff lo quiso para el Barcelona, según Rosell–, el herrero que daba lustre al juego rodeándolo de artesanos como Vicente, Aimar o Baraja.
En agosto del 2001 pisó Zinedine Zidane el campo de Mestalla por primera vez. Su estreno en la liga con un Real Madrid predestinado por la prensa a ser campeón de todo lo amargó Albelda. El tenor francés de la elegante zancada y los controles imposibles tuvo encima a un chaval de La Pobla Llarga que no le dejó pensar ni maniobrar. Así celebró el ‘6’ del Valencia su primera convocatoria con la selección absoluta que dirigía Camacho, curtiendo las espinillas del astro francés, sin violencia, con una inteligencia táctica exquisita para todo aquel que sepa apreciar otras tareas futbolísticas menos agradecidas. Zidane acabó irritado por un debut que acabó en derrota por la mínima; Figo, en cambio, expulsado: dos duras entradas sobre Albelda tuvieron la culpa.
Las crónicas madrileñas fueron las encargadas de aupar a Albelda y convertirlo en el futbolista punk más de moda. Él era el más sucio, el más pendenciero y un tuercebotas, como cuando en Londres menospreciaban la basteza con la que Strummer aporreaba su telecaster o la simpleza de los acordes de Los Ramones. Fútbol de testosterona, fútbol de hombres o, como escribió Enrique Ortego en ABC: “¡Cómo entran Albelda, Ayala y De los Santos! A cuál más varonil, sobre todo el primero. El recién llamado por Camacho, que hereda el seis de Mendieta”. Consiguió hasta lo que parece imposible: sacar a Del Bosque de quicio y hacerle saltar en la zona técnica.
Rafa Benítez, un estudioso de la táctica y el balance ataque-defensa, encontró en el valenciano el complemento perfecto para Rubén Baraja, que venía de disputar en mayo la fatídica final de Champions en el Giuseppe Meazza contra el Bayern de Oliver Kahn. Con Albelda a su lado, Baraja fue más. Donde no llegaba uno, estaba el otro. Mientras el vallisoletano repartía el balón con pases verticales a cualquier distancia y altura, Albelda cubría los huecos que dejaban Carboni y Curro Torres, hacía coberturas a los mediapuntas e incluso cerraba en defensa cuando Djukic iniciaba las jugadas. El resultado fue inmejorable y el desenlace, sorprendente: campeones de liga 31 años después de aquella que ganaron con Claramunt, Sol y Di Stéfano. Ese año remontaron seis puntos a los blancos; dos temporadas después serían ocho los que le recortarían al Madrid que se ganó el epíteto fijo Galácticos. El año del doblete, Albelda ya era capitán y el ‘6’ que vistieron Puchades y Claramunt tenía un digno sucesor.
Con la marcha de Rafa Benítez empezó el principio del fin. Manuel Llorente tensó demasiado la cuerda en las negociaciones de renovación y el entrenador más laureado de la historia del club se marchó a Anfield a hacer historia en la ciudad de The Beatles. A Albelda le tocó vivir años de transición, de reconstrucción y de caras nuevas. Él siempre fue intocable hasta 2007, cuando Juan Soler empezó a derrumbar los cimientos del club y Koeman decidió que era hora de dar inicio a un nuevo ciclo. Aunque las explicaciones siempre fueron confusas, los veteranos fueron tachados de intoxicadores, de manejar las riendas del vestuario. El neerlandés, que de bonachón tiene solo la apariencia, apartó a Albelda, Cañizares y Angulo. Una decisión que deportivamente podía tener sentido y pensada para otorgar los galones a Baraja, Marchena y Villa, dejando paso al talento emergente de Silva y Mata.
Albelda, incorregible durante toda su carrera para lo bueno y para lo malo, tomó una decisión que le transformó en el enfant terrible también para su hinchada. Denunció al club de sus amores, lo llevó a un juzgado y pidió una indemnización de sesenta millones de euros que podría haber sido una losa más para la institución. Se desestimó el caso y también gran parte del cariño que antes fue unánime. Como el líder de una banda que cambia de rumbo musical radicalmente, perdió a un gran número de los fans que se levantaban de sus asientos con cada tackle. Este rocoso pivote defensivo era como el propio rock and roll, incapaz de pasar desapercibido: su carácter y su fútbol casan más con la polémica. Como efecto colateral, además, la marginación de Koeman obligó a Luis Aragonés a dejar de tenerle en sus planes para la Eurocopa de 2008, donde se inició el ciclo más triunfal del fútbol de español.
Su última fase fue la del superviviente. Emery trajo del Almería una idea de fútbol de toque que contrastaba con el contraataque que hizo grande al Valencia. Aun así, Albelda siguió siendo el equilibrio en el medio del campo. Pero el tiempo oxida la música de los grupos más duros y el físico de cualquier centrocampista que cumpla la función de pulmón. Ya nunca se pudo ver a ese jugador que se bastaba para tapar los errores de la mitad del equipo ni el ímpetu juvenil que le convirtió en un referente del fútbol europeo. Valverde exprimió la temporada pasada lo que quedaba de Albelda, usándolo de escudero de dos talentos como Parejo y Banega. Una mezcla que estuvo cerca de arrebatar la plaza de Champions a la Real Sociedad.
Djukic tomó la misma decisión que Koeman, pero en el momento justo y con las maneras correctas. Albelda, tras 481 partidos oficiales, se bajó del escenario en el que corearon su nombre mil veces y donde tuvo que escuchar pitos de decadencia. «La gloria uno se la lleva por el trabajo de unos años y no por un homenaje de un día concreto» y, así, no ha recibido más homenaje que la medalla de oro al mérito deportivo de la Generalitat Valenciana esta misma semana. Pero un verdadero rockero del fútbol no vive de distinciones, vive de sus recuerdos, de sus copas y de sus batallas en el césped. El homenaje más grande ya se lo dio él hace años: fue el músculo del Valencia más grande.
*Alex Argelés es periodista.
– Foto: @callmemarta97
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