Todo estaba bien en el circuito ATP desde los últimos tres meses. Pudimos ver el despertar de Jo-Wilfried Tsonga bajo el calor de Canadá después de una temporada funesta. También disfrutamos de la tercera juventud de Roger Federer paseando su magia por el cemento de Cincinnati y levantando el título por sexta vez. Incluso quedamos asombrados ante la madurez de Marin Cilic autoproclamándose rey de la Gran Manzana. Un verano sorprendente con varios protagonistas en la palestra, todo lo contrario que el anterior. Junto a estos tres, el carácter de Djokovic, la osadía de Dimitrov o el desparpajo de Nishikori. Sin olvidarnos de las lamentaciones de Murray o el declive de Ferrer. Una macedonia de habilidades y sensaciones que conforman esta gran función llamada tenis. Pero fallaba algo, faltaba alguien, había un hueco incapaz de satisfacer. Todo estaba bien, sí, pero podía estar genial. E igual que se fue, volvió. Se acabó la ausencia. El mejor deportista español de todos los tiempos ya está aquí.
Sobran más presentaciones, hablo de Rafael Nadal. Un hombre al que le cambiaron tres meses de éxitos por tres de sufrimiento. Tres títulos ganados a sudor por noventa días de sudores fríos e impotencia. Cuatro mil puntos de su bolsillo saqueados a cambio de cuatro mil horas de trabajo para volver lo antes posible. Con la bata de científico encima, habría que llamarla “pequeña desinserción de la vaina del cubital posterior de la muñeca derecha”. Desde el sofá del espectador, quien disfruta cada semana del máximo espectáculo, no puede recibir otro nombre que el auténtica putada (perdón por la expresión). Y ocurrió sin esperarlo, en un entrenamiento como tantos otros en su carrera. Un ligero dolor, una prueba, un resultado y una decisión. Esta vez el verano había que pasarlo en Mallorca, viendo cómo las tres plazas conquistadas hace un año repartían gloria a otros tenistas. Un castigo que levantó su yugo noventa días después.
Pekín fue el lugar elegido, el torneo del regreso, como en su día lo fueron Marsella (2006), Montreal (2009) o Viña del Mar (2012). Empezó con mal pie cayendo en parejas junto a Pablo Andújar, una doble participación a la que siempre acude para sumar kilómetros cuando sus piernas vuelven de la inactividad. En individuales, ya con toda la presión en su cabeza, el panorama cambió. Con Gasquet tuvo una primera piedra de toque que conocía a la perfección. El francés, compañero de su época júnior, se pasó todas las categorías inferiores ganando al mallorquín hasta que ambos dieron el paso a la primera división. Allí las derrotas han ido cayendo como el efecto dominó hasta sumar doce. Y en China, la decimotercera. Luego Gojowczyk fue un mero trámite entre rondas, hasta que llegó Martin Klizan, un eslovaco, número 56 del mundo, al que había superado en sus dos enfrentamientos previos con aparente facilidad. No fue así esta vez.
Curiosamente, en las dos ocasiones anteriores, el resultado había sido calcado, tanto en sets (Klizan ganaba el primero y luego Rafa los tres siguientes) como en el marcador de sus parciales (4-6, 6-3, 6-3, 6-3). Esta vez fue el español quien mordió primero en un tie break más que ajustado. Doble reto para el eslovaco, que no solo tenía que tumbar al número dos del mundo, sino que, además, tenía remontar. El de Bratislava rezuma tenis por los cuatro costados, pero la poca creencia en su juego le ha hecho conformarse con ser un top-40 más de la clasificación. Hasta ahora. Con una de esas victorias que actúan como punto de inflexión (sí, me la juego). Fue una batalla de zurdos en la que Klizan terminó inclinando a su rival, prohibiéndole a Nadal un regreso dorado, ese que jamás pudo alcanzar en sus anteriores regresos. Aunque de algún modo era esperado, el resbalón sigue siendo doloroso. Sus tres últimas derrotas ensalzan a Dustin Brown (85º), Nick Kyrgios (144º) y Martin Klizan (56º). Impropio para alguien de su talla. Además, los tres se han unido al saco de jugadores que han logrado batirle por primera vez este curso junto a Wawrinka, Dolgopolov o Almagro. ¿Hay que preocuparse?
Echando un vistazo a los meses previos a la lesión, la temporada de Nadal ha estado llena de muchos claros, pero también de algunos oscuros. Empezó mordiendo en Doha el primer cetro del curso, a lo grande, como lo hacen los campeones. De la felicidad se pasó a la decepción. Concretamente en Melbourne, donde su espalda le impidió alcanzar a Wawrinka en la carrera por el primer Grand Slam del año. Un mes después, las sonrisas volvieron en Río de Janeiro, donde cayó el segundo título del calendario. La temporada de tierra ya estaba bajo sus pies, aunque esa arcilla que tanto le ha dado a punto estuvo de convertirse en arenas movedizas. La lesión de Nishikori en Madrid le devolvió la mala suerte sufrida en Australia y el único Masters 1000, hasta ahora, de 2014. El resto, todo malos tragos. Llegó a Francia un peldaño por debajo de Djokovic, a quien todos apuntaban como favorito. Mientras uno se hacía fuerte en las quinielas, el otro trabajaba a la sombra para acallar, una año más, los voceríos que anunciaban el fin de la dictadura parisina. Dos semanas después, el noveno Roland Garros lucía en el cielo, aupado por del guardián de la Philippe Chatrier. Con cuatro títulos y liderando la clasificación ATP, el polvo de ladrillo se despidió para dar la bienvenida a la hierba y sus respectivas sorpresas, algo que se tomó al pie de la letra un australiano de 19 años. Nick Kyrgios apeó al de Manacor del cuadro de Wimbledon sin saber que aquel iba a ser el último partido de Nadal hasta finales de septiembre. Luego todos sabéis lo que ha ocurrido.
Algunas de cal y otras de arena. Con más o menos éxito, y visto el reparto de los Grand Slams durante este curso (cuatro campeones diferentes), ese Roland Garros es muestra suficiente para dar por aprobada la temporada. Pero todos conocemos a Nadal, siempre quiere más. Ahora tiene por delante un doble reto entre sus manos. El primero será subirse al carro de los mejores en este último tramo del maratón, donde los jugadores más en forma viajan con un cuchillo entre los dientes con la vista puesta en las ocho plazas del Masters. La segunda, adaptarse a unas condiciones que nunca le fueron favorables: mirar abajo y ver cemento, mirar arriba y ver el techo. La pista dura indoor nunca fue el paisaje favorito para Nadal, de ahí que sus finales de temporada hayan estado siempre lejanos a su brillantez habitual, como él mismo afirma. En esta ocasión lo será aún más, ya que, partiendo de cero, tendrá que competir ante rivales que llegan más rodados. Entonces, ¿para qué este artículo? ¿Si además de haber perdido, lo tiene en chino hasta finales de año?
El mensaje de esta pieza va mucho más allá de una simple victoria o de un resultado positivo. Pese a que nos tiene acostumbrados a grandes proezas y a superar siempre el mayor de los obstáculos, todos sabíamos que Nadal no saldría de Pekín por la puerta grande. No lo haría porque si después de estar tieso durante doce semanas, llega y fulmina a Berdych, Djokovic y compañía, hay que enviarlo urgentemente a Urano, con los demás extraterrestres. Debemos analizar por encima de este partido, del anterior o del torneo en general. NAdal ya está aquí, la bestia, el deportista que más le ha dado a este país en cuanto a gloria, honor o nombre. Para los que le han echado de menos, el circuito cambia por completo. No importa que haya perdido, no es algo que suela ser habitual. Lo importante es que ha vuelto. Y con él, sus carreras, sus manías, sus gritos, su puño al aire, su derecha, su revés, su cruzado, su profesionalidad, su amor por el tenis… La derrota ha tardado tres partidos en llegar; su regreso, casi tres meses. Es momento de hacer balance, ante el cual yo no tengo dudas. Bienvenido de nuevo, Rafa, el ingrediente que faltaba para que todo fuera perfecto.
* Fernando Murciego es periodista.
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