"Volved a emprender veinte veces vuestra obra, pulidla sin cesar y volvedla a pulir". Nicolás Boileau
Cuando hace treinta años la FIBA aprobó el tiro de tres, nadie imaginaba las consecuencias profundas que tendría sobre todos los conceptos del baloncesto. Una evolución estadística insospechada, próxima a la paridad con los lanzamientos de dos puntos. Quizás sea un buen momento para evocar aquel viaje pionero de jugadores, entrenadores, periodistas y espectadores a la nueva frontera del 6,25. La génesis del triple coincidió además con el apogeo de este deporte en España. Y este país tuvo el privilegio de organizar el campeonato que certificó su magnetismo: el Mundobasket’86. Perarnau Magazine ha preguntado a Margall, Solozábal, Cvjeticanin, Marcel, Triano, Gaze y Valters sobre su primera experiencia con un tiro que acabaría siendo revolucionario. Javier Imbroda y Alfred Julbe, dos técnicos de gran proyección en aquel tránsito, ayudan a comprender aquellos años de júbilo para el baloncesto, cuando hasta un simple clínic ocupaba páginas enteras de la prensa deportiva. Primera escala, Madrid.
El electrónico consumía el último minuto del partido en el pabellón de la Ciudad Deportiva del Real Madrid. El balón llegó a Villacampa, que miró hacia abajo, vio que sus pies estaban detrás de la línea de 6,25 y decidió lanzar a canasta. Enceste limpio que valía tres puntos decisivos. Dos tiros libres de Jiménez apuntalaron el resultado. Sin Brian Jackson, eliminado por faltas, Corbalán, López Iturriaga y Rullán intentaron tres triples a la desesperada. La victoria del Joventut (82-87) causó sensación –Los adolescentes del Joventut impresionaron al Real Madrid, tituló el diario El País–. Y además, era histórica porque fue la segunda en la pista del Madrid. Para encontrar la primera había que retroceder hasta los albores de la liga, en la temporada 1958-59.
Aquella canasta de Villacampa fue el aldabonazo simbólico en la ACB de un cambio reglamentario que transformaría el baloncesto FIBA: el tiro de tres puntos. El 29 de septiembre de 1984, en Madrid, segunda jornada del Grupo Impar, los dos equipos solo intentaron catorce triples y convirtieron tres. Pero el impacto del nuevo tiro comenzó a atisbarse. Por una parte, como alternativa postrera para remontar o sentenciar un marcador, y por otra, como vector anímico que excita al ejecutor y lastra al rival.
En junio de 1984, el Congreso de la FIBA aprobó –entre otras normas, como el uno más uno– la línea a 6,25 metros de la canasta. El objetivo, además de favorecer la espectacularidad del juego, era compensar la desproporción antropométrica de los equipos y brindar más opciones estratégicas a los quintetos de menor estatura. Pero, sobre todo, la posibilidad de anotar un punto extra desde el perímetro podía descongestionar la zona. “Las defensas flotaban demasiado, dificultando e imposibilitando el juego en el poste bajo. La aparición de esta distancia se convirtió automáticamente en una amenaza constante para la defensa. Los espacios ofensivos se ampliaron y generaron un nuevo estilo de juego”, recuerda el exseleccionador español Javier Imbroda (1961), que en aquel trance debutaba como entrenador del Maristas de Málaga en Primera B.
El triple revalorizaba al tirador de raza, cuya influencia potencial en el juego ganó muchos enteros, como explica Jay Triano (1958), capitán de la selección de Canadá en los años ochenta y su actual seleccionador, además de entrenador asistente de Portland Trail Blazers: “El hecho de que los jugadores gravitáramos alrededor de la línea de 6,25 abrió más la pista y generó mejores oportunidades de juego para los pívots. Si los defensores iban a ayudar dentro, era importante estar detrás del semicírculo para castigarles”. Danko Cvjeticanin (1963), coordinador del scouting internacional de Brooklyn Nets y jugador del Partizán de Belgrado en la temporada 1984-85, añade que “los jugadores exteriores también tenían más espacio para penetrar. Los entrenadores pensaron nuevas tácticas e inculcaron a los jugadores que el movimiento del balón era –también hoy– clave para ganar un partido”.
La distancia de 6,25 fue interpretada, principalmente desde el baloncesto italiano, como una decisión política de la FIBA y de su secretario general, Boris Stankovic, para favorecer a los equipos de Europa oriental, que disponían de más jugadores con un rango de tiro lejano. Italia veía peligrar su dominio en las competiciones de clubes, donde los últimos tres años había ganado todas las copas de Europa y una Recopa. Además, la Nazionale era la vigente campeona continental. Estos altavoces alertaban de que, si la línea no se alejaba y era más selectiva –en la NBA estaba a 7,25 frontal y 6,72 en los laterales– se cernía una tendencia hacia el mero intercambio de tiros. La búsqueda impulsiva del acierto en detrimento de otros fundamentos técnicos y tácticos que nutrían la construcción del juego y no solo su ejecución final. En síntesis, una confrontación “más balística” y “menos racional”.
Más radical fue el debate en la NCAA, que no incorporaría la línea de tres (a 6,02 metros) hasta la temporada 1986-87, aunque algunas divisiones ya la habían ensayado antes. Encabezados por Bobby Knight, algunos tótems del basket universitario fueron detractores del triple aunque, como el entrenador de Indiana, le sacaron un provecho inminente. El técnico de Duke y actual seleccionador de Estados Unidos, Mike Krzyzewski, opinaba que “se debería trabajar más duro para conseguir una canasta”. John Wooden, el legendario coach de UCLA, declaraba: “Si premias a alguien con tres puntos por colocarse en el perímetro y tirar, ¿cómo vas a recompensar a los jugadores que hacen un perfecto ‘Give-and-go’ (Pase y va)? Meter el balón dentro exige tenacidad y fundamentos. Ésta es la clase de juego en equipo que se debería recompensar”. Hasta Lou Carnesecca, de Saint John’s, denominaba sarcásticamente al triple como “el tiro de Mickey Mouse”.
El periodista Antonio Rodríguez, colaborador de Espacio Liga Endesa y Cuadernos de Basket, describe así la estampa de aquellos días: “Los partidos de la NCAA previos a 1986 eran una constante circulación de balón exterior. Una y otra y otra vez, con defensas cerradísimas, todos alrededor de la zona hasta buscar al hombre alto para que, en óptimas condiciones de tiro, pudiese recibir y tirar”. Imperaba la ley de los gigantes como Hakeem Olajuwon y Pat Ewing, un eslabón sublimado de Joe Barry Carroll, pívot dominante en la NCAA de finales de los setenta y que interrumpió su carrera NBA para jugar en el Simac Milán durante la campaña 1984-85. “Eran super-pívots muy fuertes y habilidosos que sabían decidir en un espacio muy pequeño y muy corto de tiempo. Empleaban ganchos en suspensión, tiros cortos donde tenías que dominar la tabla o una finta, pivote apoyado en un bote y para dentro”, relata este periodista, provisto de una memoria erudita sobre la historia del baloncesto.
Sin embargo, otros entrenadores como Rick Pitino (Providence) acogieron el triple con entusiasmo. Su principal tirador, el ahora técnico Billy Donovan, recordaba en un reportaje de ESPN que Pitino siempre le decía: “El peor tiro que puedes hacer es con los talones sobre la línea de tres puntos”. “Es una cuestión de lógica matemática. Podemos reducir nuestro porcentaje de acierto y, aún así, sumar más puntos. Es un regalo del cielo para nuestro equipo”, argumentaba Pitino, que había estudiado los efectos del triple en la NBA como técnico asistente de los New York Knicks. Donovan se granjeó el apodo de Billy el Niño, y en la primera temporada del triple en la NCAA, los Friars de Pitino se clasificaron para la Final Four aunque, como apunta el especialista Gonzalo Vázquez, “el primer equipo que puso en práctica el triple como arma táctica recurrente fueron los Pittsburgh Pipers”, campeones de la ABA en 1968.
En España, la novedad suscitó valoraciones encontradas en el gremio de entrenadores. “Había puntos de vista extremos sobre cuál era la importancia del triple. Unos opinaban que era un tiro demasiado lejano y tenía que utilizarse poco. Otros, que debía incorporarse al día a día del equipo y convertirse en una opción más de ataque”, rememora Alfred Julbe (1960), recién aterrizado de Argentina, donde impartió sus conocimientos en el clínic internacional Esco-Coditep. Los técnicos reacios consideraban el tiro de tres una frivolidad que no merecía una vigilancia defensiva específica porque no ponía en riesgo el resultado. Incluso algunos triples se ejecutaban con simples tiros en extensión. Rodríguez explica que “los entrenadores seguían una especie de norma NBA: la línea de tres era un recurso, nunca una jugada. No se contemplaba como sistema –era catalogado de locura– y sí como recurso para intentar remontar partidos cuyas desventajas eran grandes”. Julbe apostilla: “Con los años, uno aprecia que el 36 % de acierto en tiros de tres equivale a un 54 % en tiros de dos. Pero, en aquel momento, el criterio era solo el de acertar o fallar”. Tampoco se ponderaba que un triple, si no era replicado con otro o forzando un 2+1, obligaba al rival a disponer de una posesión extra, esto es, a capturar un rebote o a lograr una recuperación adicionales.
Aíto García Reneses fue de los primeros en ampliar su libreto con el lanzamiento triple. En su segundo año al frente del Joventut incorporó a su equipo a Julbe, procedente del filial, Sant Josep. “Desde el comienzo, Aíto valoró muy positivamente el tiro de tres como estrategia para abrir las defensas”, señala. Por su parte, Imbroda subraya que el técnico madrileño “fue un referente, un adelantado a su tiempo y quien creyó más en esta alternativa de juego”. En la temporada 1984-85, el equipo de Badalona, con una de las plantillas más jóvenes de la ACB, inquietó la hegemonía de Real Madrid y F. C. Barcelona. Eliminó a los blaugrana en las semifinales de la liga y la Copa del Rey, pero cayó derrotado por el equipo de Lolo Sáinz en ambas finales. Para el recuerdo queda un soberbio play-off final. Los verdinegros dieron una exhibición en el primer partido en Madrid (86-111), pero desaprovecharon el match-ball en el pabellón de la calle Ausiàs March, donde los blancos se impusieron con autoridad (76-97). En la cita definitiva, el Real Madrid saldó el título (91-83).
La Penya fue el segundo equipo de la competición que más triples intentó (7,2 por partido, con una efectividad del 42,7 %). El más prolífico en esta faceta fue el Licor 43 –antiguo Cotonificio–, dirigido por Manel Comas, que contaba en sus filas con el cañonero Craig Dykema. Este rubio alero californiano de 2,04 y 25 años fue quien encestó más triples aquel curso (un total de 65, con un 48 % de acierto). Por su parte, el Barcelona, en un ejercicio convulso por la marcha a mitad de temporada de Antoni Serra y su relevo por Manolo Flores, lanzó un promedio de seis triples, ligeramente inferior al 40 % de eficacia. Mientras, el Real Madrid apenas llegó a los cuatro intentos por partido (25 %).
“El tiro de tres puntos era una opción importante en nuestro juego. Preferentemente, era un triple poste (Shultz, Kazanowski y Andrés Jiménez) que concentraba el juego en el interior para doblar balones al exterior”, explica Julbe. Quienes recibían el pase de vuelta para lanzar de tres eran Margall, Villacampa y Montero. “Nos costó. Estábamos acostumbrados a tirar de lejos, pero ahora había una línea y debías estar atento para no pisarla. Pero cada uno lanzaba desde donde se sentía más cómodo”, reconoce Josep Maria Margall (1955; alero de 1,98; 187 veces internacional), durante una pausa a pie de pista en su campus de perfeccionamiento del tiro. Aunque es alérgico a las estadísticas –“no tienen en cuenta factores que cambian el tiro, como la cercanía del defensor o la urgencia del tiempo y el marcador”–, Margall demostró su magisterio y fue el cuarto anotador de triples de la ACB –primer español– en aquella première (48 canastas y 46,6 %).
El gran Eduardo Kucharski fue quien le enseñó, como a tantos otros, la mecánica de tiro. Aleccionó durante sus vacaciones de verano en L’Estartit (Girona) a varios júniors recién llegados al Joventut. El primer año de Margall en Badalona, Nino Buscató alternaba como jugador del primer equipo y entrenador del júnior. Cuando Margall subió a la plantilla sénior (1972-73), lo tenía claro: “¿Quién era el mejor? Buscató. Pues, en los entrenos, yo con él. ‘Nino, tiramos tú y yo’, le decía. Muchas veces el entrenador no tiene tiempo de enseñarte, pero un compañero sí. Y yo tuve la suerte de aprender del mejor tirador”.
La nueva frontera del 6,25 supuso para el jugador un reto más de índole espacial, de orientación sobre la pista, que vinculado a las aptitudes técnicas. Un reciclaje individual que, salvo la hipotética coacción del entrenador en sus sistemas de ataque, no era complejo. “Llega un momento en que, a base de entrenamiento, las distancias se hacen familiares. Solo consiste en tirar un paso más atrás desde donde ya lo hacías y, con práctica, puedes conseguir porcentajes óptimos. Era una cuestión de buscar la línea. El tiro de 6,25 era tan cómodo como el de cinco metros. Fue un hábito que se adquirió con relativa facilidad”, explica Nacho Solozábal (1958; base de 1,85; 142 veces internacional), inmerso en el campus de verano de su escuela de baloncesto.
En su caso personal, es palpable el progreso en el lanzamiento de tres puntos. De casi no tirar en la 84-85, a promediar tres intentos la temporada siguiente en la liga, ya con Aíto en el Barça. El rasgo de sus tiros, aparte de su condición de zurdo, es que estaban muy bien seleccionados. En el play-off semifinal de la 85-86, un triple de Solozábal sobre la bocina –el cuarto de su cuenta– dio la victoria al Barça ante el Joventut en el primer partido (96-95). En la ida de la semifinal de la Recopa contra el TSKA Moscú (100-81) hizo 5/5 en tiros de tres y fue el máximo anotador del partido con 26 puntos. “No era un especialista como Epi y Sibilio, pero utilizaba bastante la línea de tres. Para mí el triple era una herramienta importante”, afirma el comentarista habitual de TV3.
Antonio Rodríguez aporta un matiz imprescindible para completar el retablo del primer escarceo con el triple: “Las estadísticas no dicen que hubo cientos y cientos de tiros en suspensión pisando la línea de tres, porque los jugadores preferían seguir jugando como siempre. Donde se encontraban cómodos para una suspensión, allí lanzaban”. Es la tesitura de tiradores excelsos como Jackson, Biriukov o el propio Epi, que en una entrevista a la mítica revista Nuevo Basket a principios de 1985 confesaba: “El triple es una buena posibilidad que aún no he asimilado bien. Todavía no hay una buena concepción de este tiro porque implica mucho riesgo”. En este sentido, Rodríguez comenta que “para un jugador era un ‘shock’ tener que mirar el parqué para lanzar una suspensión buscando antes la línea. Eso nunca había ocurrido. Era un gesto antinatural. No es como en los años posteriores, cuando los jugadores se cuadraban con las punteras justo delante del semicírculo, casi sin necesidad de mirar”.
La FIBA tuvo un test previo a la entrada en vigor de la regla después de los Juegos Olímpicos de Los Ángeles. La liga australiana (NBL) se disputaba en año natural, así que el triple emergió en Oceanía con el arranque de 1984. Un joven alero de 1,99 debutaba profesional en el Melbourne Tigers: Andrew Gaze. “Teníamos jugadores con un gran rango de tiro, pero no alteramos nuestra estrategia. Mi primera temporada en la NBL fue la de menos intentos triples de toda mi carrera (promedió 29 puntos y fue el mejor rookie). Sin embargo, pronto nos familiarizamos con los beneficios de la nueva norma. El triple impactó en los sistemas de ataque y en la captación de talento para el equipo”, declara Gaze (1965), que este verano ha hecho una gira de tres partidos por China con su combinado de promesas.
Para Jay Triano (escolta de 1,93), el verano de 1984 fue intenso. Un gran torneo olímpico de Canadá –cuarto puesto– y su participación en el campus de Utah Jazz, en el que no pudo superar el último corte. “A jugadores como yo, el triple nos dio mejores oportunidades de seguir jugando. Recuerdo haber practicado durante muchas horas el tiro desde la nueva línea, hasta el momento en que nos pareció una distancia natural”, evoca en plena gira europea con Canadá, con un balance de 5-6 y victorias contra selecciones mundialistas como Turquía y Ucrania.
El advenimiento del triple tuvo un contexto peculiar en el baloncesto sudamericano. El año 1984 coincidió con la fundación de la Liga Nacional de Argentina, mientras que la línea de 6,25 no se estrenó en las canchas de Brasil hasta la celebración del Campeonato Sudamericano de Clubes en Limeira y Jundiaí (estado de Sao Paulo), en mayo de 1985. Precisamente, en esta última ciudad reside hoy Marcel de Souza (1956), que este mes ha regresado a los banquillos para dirigir al Pinheiros, el subcampeón de la Liga de las Américas. Tras jugar junto a Óscar Schmidt en el Indesit Caserta en la temporada 1983-84 y ser cortado por una fractura por estrés en un pie, volvió a Brasil para fichar por el Monte Líbano. La decepción europea y las críticas severas por el pobre papel de la selección brasileña en Los Ángeles pusieron en entredicho el futuro de Marcel. Fue su nuevo entrenador, Edvar Simões, quien le otorgó la confianza para relanzar su carrera.
El triple se convirtió en un arma letal en poder de Marcel (alero de 1,99), quien desde niño había entrenado los fundamentos del juego –también era un pasador de gran clase– con su padre, Romão de Souza, exjugador del Sirio. “No fue difícil adaptarme. Ya entrenaba tiros de larga distancia antes de la aprobación de la línea de 6,25. Siempre lanzaba 500 tiros al día”, comenta el doctor De Souza, titulado en Medicina en 1982. El eterno dorsal 11 de Brasil –jugador que más veces ha vestido la camiseta de la Seleção (392); presente en cinco mundiales y cuatro JJ. OO.– diagnostica el idilio incipiente con el lanzamiento de tres, formando con Óscar una de los mejores dúos de aleros tiradores de la historia del basket: “Los defensores solían marcarnos sobre la línea. Entonces decidíamos retrasarnos un metro más y tirar desde allí. Los inicios fueron muy fáciles para los atacantes”.
El Monte Líbano había sumado una mayor atención defensiva al tradicional vértigo anotador de los equipos brasileños. Además de Marcel contaba con la conducción ágil de Maury –su hermano–; Cadum, un escolta de 2,00, y dos pívots físicos como Israel y Pipoca, todos ellos internacionales con Brasil. Preguntado Marcel por cómo interpretó Simões las oportunidades del triple, es lacónico: “Vimos jugar al Cibona de Petrovic y decidimos imitarles”. Tras ganar consecutivamente los títulos paulista, brasileño y sudamericano, el Monte Líbano demostró su gran competitividad al proclamarse subcampeón mundial –la extinta Copa William Jones–. Marcel fue el máximo realizador del torneo y fue galardonado con el MVP. Perdieron la final contra el anfitrión Barça (89-93; Marcel, 38 puntos y Epi, 39), y en la primera fase pusieron en aprietos a la mismísima Cibona (88-92, con diez triples de los yugoslavos por seis de los brasileños), en un mano a mano Petrovic-Marcel (41 y 34 puntos).
El rendimiento de Marcel atrajo de nuevo el interés de la Lega. El Fabriano, encuadrado en la serie A2, le incorporó a sus filas a mediados de la 85-86. Permanecería tres campañas más en el modesto club italiano, con el que ascendió a la A1 en 1988 y obtuvo una media del 42,7 % de acierto en tiros de tres. Pero antes de viajar a Europa protagonizó un partidazo (38) en el Torneo de Navidad. Tras dos prórrogas, el Monte Líbano se impuso a la selección de Yugoslavia (123-119). Esta vez el duelo fue con Cvjeticanin (37).
Después de una temporada difícil en el Partizán, un equipo sin química entre veteranos y jóvenes –el júnior Djordjevic entre ellos–, Danko Cvjeticanin (escolta de 1,98) aceptó la oferta del campeón yugoslavo y europeo, la Cibona de Zagreb –club conocido popularmente como los Lobos de Tuskanac–. Abandonaba así la entidad donde se había convertido en uno de los tiradores más prometedores del concierto europeo. “Quien más me ayudó a mejorar el tiro fue Dusko Vujosevic (su entrenador en el júnior del Partizán a finales de los 70 y actual entrenador del primer equipo). Era y es el mejor técnico para los jóvenes. Un auténtico profesor que se fija siempre en los pequeños detalles y logra mejorarte a base de trabajar duro y hacer muchas repeticiones. En muchos entrenamientos, yo llegué a hacer hasta mil tiros”, explica desde Turquía, con un ojo puesto en el Campeonato de Europa sub-18.
En el trienio 1984-1986 estuvo a las órdenes de Zoran Slavnic (Partizán), Kresimir Cosic (selección yugoslava) y Mirko Novosel (Cibona), aunque este ejercía de director técnico y solo se sentaba en el banquillo en la Copa de Europa. “Todos ellos eran entrenadores ofensivos y los sistemas de ataque se basaban en los tiradores más efectivos del equipo. Quizás Novosel era quien más admiraba a los buenos tiradores: Petrovic, Usic, Cutura, Nakic… Sacábamos mucha ventaja con los triples y, gracias a ellos, ganamos muchos partidos”, comenta quien sería jugador del Estudiantes en los años noventa. Cvjeticanin pudo desarrollar su talento y aprovechar con creces los minutos de juego que el año anterior acaparaba Alexander Petrovic, baja por el servicio militar. Encontró la complicidad de Drazen Petrovic, con quien ya había coincidido en época júnior. Ambos promediaron 27 y 25 puntos, respectivamente, en el Campeonato de Europa de 1982 de la categoría, solo por detrás de Jordi Villacampa (28,6).
En un juego monopolizado por la genialidad de Petrovic, Cvjeticanin asumió un rol complementario, pero enormemente productivo en partidos grandes. Por ejemplo, fue el máximo anotador (24 puntos y 62,5 % en tiros de campo) de la Cibona en la final de la Copa de Europa contra el Zalgiris (94-82). Y fue quien sostuvo a su equipo en el último partido del play-off final de Liga contra el Zadar (37 puntos, 70,6 % TC, cinco triples y 8/8 en tiros libres). Un encuentro que está en los anales del basket continental, en el que el Zadar dio la campanada tras dos prórrogas dramáticas (110-111), la segunda sin Petrovic, eliminado por personales. “Fui siempre un jugador peligroso desde el perímetro, aunque también tenía un buen juego de dribbling”, se autodefine Cvjeticanin, quien utilizaba con habilidad el látigo, una variante de crossover que aprendió de Dragan Kicanovic.
Tal como retrata Juanan Hinojo en su biblia del baloncesto yugoslavo (Sueños robados, Ediciones JC), el juego de aquella Cibona era muy sencillo gracias a la calidad técnica y el talento de los jugadores. En el uno contra uno, Petrovic conquistaba la zona con fintas y dribblings indescifrables, rubricados con la celeridad de su tiro. Se alternaban los bloqueos directos para penetrar, dividir y doblar la pelota en busca de la eficacia quirúrgica de los tiradores. Y también estaba la visión y timing de pase de Petrovic para encontrar al compañero libre cuando atraía a un segundo defensor. La sagacidad para variar la dinámica de los partidos del catedrático Novosel hacía el resto, como la zona 1-2-2 a media cancha que decantó en la segunda parte la final de la Copa de Europa de 1985 ante el Real Madrid (87-78). Era una apuesta convencida por los marcadores altos, aunque la frecuente laxitud defensiva ponía en riesgo el desenlace de los partidos, como la derrota mencionada ante el Zadar.
En su libro, Hinojo hace hincapié en el concepto de táctica individual, que impregnaba el baloncesto yugoslavo en aquella década prodigiosa. Los entrenadores educaban escrupulosamente al jugador en unas pautas tácticas que, sumadas a la técnica individual, servían para decodificar las defensas rivales. El jugador yugoslavo tomaba casi siempre la decisión correcta. El resultado era un juego de ataque armónico, falsamente espontáneo, donde la creatividad personal fluía dentro de una sinfonía colectiva. La Cibona no alcanzó las cotas de excelencia suprema de la Jugoplastika de Split o de la Selección plavi de finales de los ochenta y principios de los noventa. El equipo de Novosel caía en episodios anárquicos, arrastrado por el instinto voraz de Petrovic. Pero ya se adivinaban las virtudes que una sesuda estructura deportiva venía forjando desde la base. La Cibona representó un vendaval de rebeldía que agitó con insolencia la aristocracia del baloncesto europeo.
A diferencia de la ACB, la Lega italiana abrazó con más convicción el tiro de tres puntos en su primera temporada (ver siguiente tabla). El vigoroso músculo financiero de los clubes permitía contar en las plantillas con jugadores de mayor rango de tiro. Además, el triple se utilizó como herramienta para lubricar los mecanismos del juego, anclados en una pugna virulenta dentro de la pintura, cada vez más una zona de guerra. Tres figuras encarnaron el fenómeno de la bomba, como de inmediato bautizó la prensa al lanzamiento triple: Mike D’Antoni (Olimpia Milán), Óscar Schmidt (Juvecaserta) y Antonello Riva (Pallacanestro Cantú).
El Simac Milán ostentó la supremacía del baloncesto italiano los dos primeros cursos con la línea de 6,25. Agregó a su lustroso palmarés dos scudetto, una copa nacional y una Copa Korac. El técnico estadounidense Dan Peterson llevaba en el club biancorosso desde 1978. Había construido un equipo tremendamente fiable merced al oficio y el carisma de los veteranos Meneghin (1950) y D’Antoni (1951). El jugador italoamericano fue uno de los mejores directores de juego del universo FIBA, capaz también de asumir los tiros en los momentos críticos y especialmente astuto en el robo de balón. Moderaba el ritmo del partido a su antojo. Preferentemente, un baloncesto de acciones controladas que tenía como divisa una defensa pétrea. La zona 1-3-1 de Peterson creó escuela.
En la temporada 84-85, el equipo lombardo jugó con un potentísimo front court: Meneghin, el referido Joe Barry Carroll, que causaba estragos en la botella, y Russ Schoene. Esta capacidad de intimidación también operó como anzuelo para habilitar los tiros exteriores de D’Antoni, Premier y Boselli, quien, entrando desde el banco, desatascó más de un partido. El Simac fue el equipo de la serie A1 que más triples probó (12,7 por partido y 44,5 %; D’Antoni: 7 y 47 %). En la campaña siguiente se mantuvo arriba en este apartado (15 6 y 41 %), aunque ligeramente por detrás del Mobilgirgi Caserta. En la 85-86, D’Antoni bajó sus porcentajes de acierto, aunque deparó un recital de juego total en la liguilla de la Copa de Europa contra el campeón Cibona (90-66). Anotó 22 puntos (6/8 T3) y secó a Petrovic (16) con su marcaje.
El entrenador yugoslavo Bogdan Tanjevic seguía un modelo opuesto al del rival opulento del norte. La Juvecaserta –primero con Indesit de sponsor y luego con Mobilgirgi– era una escuadra ligera y versátil, confiada a la fertilidad anotadora del brasileño Schmidt y con jugadores jóvenes como Gentile (base) y Dell’Agnello (ala-pívot) que disfrutaban de roles destacados y muchos minutos en pista. También debutó Esposito, de tan solo 16 años. Era uno de los equipos que más faltas cometía, ya que practicaba una defensa agresiva de ayudas para mitigar la carestía de centímetros.
La Juvecaserta escaló hasta la élite del pallacanestro y en la 85-86 fue finalista de la Lega y de la Copa Korac, derrotada por otro club italiano, el Bancoroma. Se había reforzado con el uruguayo Horacio Tato López, líder encestador del torneo olímpico de Los Ángeles. Su influencia en el equipo y la mayor aportación de Gentile hicieron que la Juvecaserta pasara de 9 a casi 17 intentos de tres por partido. Schmidt absorbió más de la mitad de los tiros en ambas temporadas (5 por jornada y 50,3 % de efectividad; 8,7 y 46,8 %, el año posterior). En el play-off final de la 85-86, Simac y Mobilgirgi aumentaron su media de triples lanzados por partido. Entre los dos ejecutaron 38 tiros, aunque con escasa puntería (33,3 %).
Antonello Riva era la gran estrella de Italia después de ser uno de los bastiones en el oro del EuroBasket’83 y de su despliegue sensacional en Los Ángeles’84. Fue cuarto por promedio de puntos (23,4 y 57 % TC) y seleccionado en el quinteto ideal, completando un back court de ensueño con Michael Jordan y Drazen Petrovic. Hasta Pat Riley preguntó quién era ese italiano, según relatan los cronistas.
Riva se ganó el apelativo de Nembo Kid –el chico de las nubes, traducción al italiano del personaje de Superman– por su complexión recia y su potencia de salto. En el clima fraternal del Cantú corría con fiereza los contraataques diseñados por el ingeniero Pierluigi Marzorati, quien con 32 años seguía repartiendo certeras asistencias. Riva tenía además un impetuoso uno contra uno para percutir la zona y sus grandes manos agarraban el balón para armar un tiro demoledor. En aquellas dos campañas promedió casi 7 intentos de tres puntos, con porcentajes del 44 % y 41 %. Riva y Schmidt protagonizaron muchos recitales con el triple como instrumento en aquellas pistas de ambiente incendiario. A continuación, se citan algunos hitos, recordados con fruición por los tifosi:
Para rematar el impacto del triple en la Lega A1 hay que aludir a un elenco de jugadores que también se prodigaron con esmero. El caso más encomiable es Dragan Dalipagic (1951), uno de los iconos del santoral yugoslavo. Su longevidad en la alta competición fue extraordinaria, aunque la pertenencia a clubes de segunda fila como el Udine y el Reyer Venecia le desplazó del escaparate mediático en los últimos años de una carrera ejemplar. Dalipagic fue un finalizador temible por sus elevadísimas suspensiones que el defensa no lograba puntear. En su epílogo como jugador amplió su catálogo con buenas asistencias y, cómo no, con el triple, aunque de manera accesoria. Hasta su marcha de la Lega en 1989, el bosnio fue aumentando el uso de este tiro, sin bajar del 44 % y garantizando más de 30 puntos por encuentro. En la temporada 84-85 fue el primero en promedio de puntos (30,8), aunque Schmidt acumuló más tantos. En el lanzamiento de tres hizo 3,3 intentos y un 49,5 %. Sin embargo, estas prestaciones no pudieron evitar el descenso del Udine a la división A2.
El estadounidense Bob Morse, otro veterano ilustre que había jugado en el gran Varese de los setenta, retornó a la Lega tras varias temporadas en Francia. En las filas del Reggio Emilia, alcanzó un 52,3 % en tiros de tres (5,3 intentos) y promedió 24,6 puntos en la temporada 85-86. Su compatriota Zam Fredrick fue, junto con Magnifico, uno de los puntales del Scavolini Pésaro. Hizo el mejor promedio de puntos (31,1) de la 85-86 y presentó un buen balance en triples (4,8 intentos y 44 %). Otros jugadores que destacaron en esta faceta durante la 84-85 fueron Ray Townsend (Bancoroma) y Mark Crow (Fabriano).
El tiro de tres maduraba con lentitud en la liga española. Cuando los entrenadores analizaron el poso que el triple había dejado en las dinámicas de juego y en la fría estadística, los prejuicios comenzaron a desaparecer. A su vez, el proceso de adaptación de los jugadores y la creciente confianza en el tiro, generaron un nuevo escenario. “En la segunda temporada de la línea de 6,25, ya no hay ninguna controversia. Después del Europeo de Alemania, todos ven claramente que el triple debe ser un tiro natural. Los jugadores de base ya lo desarrollan y desaparece esa especie de bloqueo mental que provocaba”, resalta Alfred Julbe.
Como se pudo comprobar en la anterior tabla comparativa, los lanzamientos de tres puntos por partido entre los dos contendientes se doblaron al término de la temporada 85-86. La evolución fue palmaria en el Barça, que pasó de 6 a 15 intentos (39 %) con la llegada de Aíto. Epi ya lanzaba cinco (40 %) y fue el cuarto que más triples convirtió de la ACB (64). Chicho Sibilio fue el primero (99), igualado con Charly López Rodríguez (Magia Huesca), aunque con mejor efectividad (43 % por 33,4 %). “También lanzábamos de tres en los contraataques en los que el defensor se quedaba hundido. En aquella época, era algo muy sorprendente”, destaca Solozábal. Aquellos tiros transgresores de equipos referenciales como el Barça, el Zalgiris o el Cibona, fueron una innovación en el juego de transición, tal y como destaca el coach Triano: “Cambió los balances defensivos, ya que no bastaba con replegarse a la zona para defender tu aro. También debías estar pendiente de la posición de los tiradores rivales”.
El acierto del Barcelona desde el 6,25 había sido decisivo en la semifinal de la Recopa ante la Armada Roja y lo volvió a ser en el play-off semifinal de la ACB. Al ya citado oportunismo de Solozábal se unió un Sibilio on fire en los dos triunfos blaugranas ante el Joventut: 5/8 y 5/9. El alero de origen dominicano rindió a un nivel altísimo aquella campaña. Aíto le obligó a ser más intenso en defensa y, como ya hiciera un año antes en la final de la Recopa contra el Zalgiris, fue otra vez el máximo realizador de su equipo en la reválida del título ante el Scavolini (25 puntos y 3/6 T3). Sin embargo, los tiradores del Barça no pudieron acreditar su tino en la final de la ACB. El pírrico 5/31 (16 %) fue uno de los factores que arruinó las aspiraciones blaugranas.
El Real Madrid rescató al triple de la marginalidad: de 4 a 9 intentos (42 %). Se dibujaron algunas jugadas para aprovechar la buena mano de Linton Townes (51 %). Lolo Sáinz tuvo que regular el solvente engranaje del equipo para dosificar a Corbalán, el único base del plantel. López Iturriaga y Biriukov fueron más exigidos. Jugaron de escoltas en los partidos de liga –el segundo no podía participar aún en Europa– y tuvieron la responsabilidad de subir la bola y ordenar el ataque. Esta alteración y algunas derrotas suscitaron críticas al principio, hasta que los jugadores y el entorno asimilaron un giro que era paradigmático en la tradición del equipo. Los blancos asentaron su juego y acabaron invictos un brillante play-off. Su mejor actuación en el tiro de tres fue en el segundo y último partido de la semifinal, en cancha del CAI Zaragoza. En la victoria por 93-105, Townes, Iturriaga y Biriukov sumaron 9/14 triples (tres cada uno). En el rush final de la temporada –con un enchufado Iturriaga y el dominio en la zona de Fernando Martín– arrebataron la liga a un Barça que partía como favorito. El Real Madrid completaba así su segundo doblete consecutivo.
El baloncesto volvió la mirada hacia Alemania en junio de 1985. El EuroBasket era el primer gran torneo de selecciones donde escrutar el triple y contrastar, en formato exprés, sus diferentes concepciones. A grandes rasgos, los tiros de 6,25 fueron relativamente escasos, pero absolutamente reveladores. En clave española, la experiencia fue cruel. La selección tuvo una trayectoria ascendente. Sendos triunfos sobre la URSS, en la primera fase, y la Alemania de Schrempf y Blab, en cuartos de final. La semifinal contra Checoslovaquia parecía asequible. La medalla se palpaba. Pero fue el apogeo de la gerontocracia. El equipo más veterano del torneo, con un quinteto casi único los 40 minutos, eliminó a España (95-98) como lo había hecho dos días antes con Yugoslavia (91-102). Peter Rajniak invirtió la tendencia ganadora de los españoles en la segunda parte con una racha de triples (5/7) que los sistemas defensivos de Antonio Díaz Miguel subestimaron. Los checoslovacos habían perdido tres partidos en el tránsito inicial –uno contra Bulgaria– y realizaban un juego arcaico. Pero le sacaron rédito a los lanzamientos de tres puntos en aquel campeonato (8,6 intentos y 43,5 %).
“El disgusto del Europeo nos vino por los triples de Rajniak. Antes no creía en esta canasta, pero ahora sí”, declaraba el seleccionador en una entrevista a Nuevo Basket un año después, en vísperas del mundial. De los conjuntos punteros, España fue uno de los que menos tiró de tres (6,4 y 31,4 %), por delante de Alemania (6 y 45,8 %) y de una Italia sin Riva (5,2 y 33,3 %), que ganó la medalla de bronce. Margall, que había asumido la capitanía tras la retirada voluntaria de Corbalán, contextualiza hoy aquella estadística: “Díaz Miguel nunca nos dijo que no tiráramos de tres. Pero cuando solo puedes trabajar un mes y medio al año y te lo juegas todo en ocho partidos, es mucho más difícil asimilar una novedad como aquella. En un club tienes mucho más recorrido a lo largo de una temporada para analizar el uso que haces del triple”.
El calendario obligó a una preparación más corta de lo habitual. Díaz Miguel trabajó sobre los ejes que habían llevado a España a cohabitar con las potencias de este deporte y subir al podio en el último campeonato de Europa y en los Juegos de Los Ángeles: defensa presionante y transiciones rápidas para compensar el déficit de estatura y kilos en la zona. Esta circunstancia perjudicaba la tarea reboteadora y, por tanto, disuadía también los tiros de 6,25 –“solo los equipos que tienen jugadores altos pueden permitirse el lujo de fallar algún tiro”, afirmaba en tono lapidario el técnico manchego en la misma entrevista–. Su escepticismo con la nueva distancia tampoco aupaba la confianza de los aleros, que entendieron el triple como una iniciativa aislada de los sistemas de ataque. Epi (promedió 15,6 puntos y un total de 2/5 T3 en 6 partidos) estuvo aquejado todo el torneo de un problema muscular en el muslo izquierdo. Pero se reivindicó dos semanas después en el mundial de clubes. En la semifinal, acabó con la Cibona (74-68) tras convertir 27 puntos, con 4/6 en triples. Y en la final contra el Monte Líbano se fue hasta los 39 (56,7 % TC).
No había que poseer el don de la precognición para saber que la URSS (14 y 41,6 %), Yugoslavia (12,5 y 37 %), Bulgaria y Polonia iban a ser las selecciones que más lanzaran de tres. Francia fue un caso extraño debido a la conducta libertina de Hervé Dubuisson (7,7 intentos y solo un 30,6 %). Relegado Alexander Gomelski por motivos políticos, los soviéticos renovaron el puente de mando con la llegada al banquillo de Vladimir Obukhov, que venía de entrenar a los júniors. Al contrario que con el coronel, los jugadores, con Arvydas Sabonis en primer plano, recelaban de un técnico atrofiado por conceptos obsoletos y carente de reflejos tácticos en el desarrollo de los partidos. La mayoría habría preferido a Sergei Belov.
El Zalgiris había terminado con la dictadura del TSKA en la liga soviética. Era un baloncesto alejado de los rígidos cánones impuestos desde Moscú. El juego académico de los rusos (ritmo monocorde, tiros sensatos, pesos pesados en la zona, jugadores de reminiscencias autómatas) contrastaba con la atractiva heterodoxia lituana (velocidad, improvisación, tiros instintivos… y Sabonis). En el equipo de Kaunas, el tiro de tres fue también un cauce de expresión de esta disidencia para los Chomicius, Jovaisa, Kurtinaitis y Sabas.
El espíritu lituano impregnó la selección soviética, en un equilibrio sostenido por la autogestión y no por el tibio arbitraje del cuerpo técnico o el inquisitivo comisariado político. En aquel EuroBasket, la URSS se paseó. La primera parte de la semifinal contra Italia fue antológica (73-40). La final ante Checoslovaquia, un trámite (120-89; Valters 5/8 y Kurtinaitis 3/4 T3). Pero era tal la convicción de superioridad que apenas se preocupaban de estudiar a los contrarios. El rigor defensivo también menguó. Cuando el ataque se encallaba, los tiros eran imprecisos o Sabonis sufría una desconexión, Obukhov desertaba. No había alternativas.
Esa deficiencia le costó el oro del Mundobasket’86 y casi la plata. En tierras alemanas, la excepción honrosa fue España, que venció a los soviéticos por 99-92. Los planteamientos de Díaz Miguel solían desconcertarles –tres semanas antes, otra victoria en un amistoso en Toledo (108-96)–. España practicaba una frenética actividad defensiva para aislar a los pívots, dificultar la selección de tiro y provocar pérdidas. En fase ofensiva, salía en constantes contraataques para anotar fácil o descolocar a la defensa y evitar el juego en estático. Si la diferencia natural de rebotes a favor de la URSS era moderada y se controlaban las faltas personales, se daban todas las condiciones para que España le pudiera sorprender.
Por otro lado, el proceso de remodelación del equipo yugoslavo sin su generación dorada tropezó inesperadamente con los checoslovacos. Drazen Petrovic fue el jugador más productivo del campeonato (201 puntos; una media de 25,1) y lanzó la mitad de los triples de los plavi, aunque no estuvo inspirado (36 %). El mejor promedio anotador fue el del israelí Doron Jamchi (25,8), que también fue el líder de aquella lista inédita de triples encestados (32, el doble que Petrovic), con una espléndida efectividad del 47,8 %.
Kurtinaitis todavía se mostraba tímido (13/33 en 8 partidos) con un tiro que sería su predilecto. “Ha sido uno de los grandes escoltas de los años ochenta noventa. Una confianza en sí mismo que delata a los grandes. Un jugador competitivo hasta la extenuación. Fue un placer entrenarle”, dice Javier Imbroda, miembro del cuerpo técnico de la selección de Lituania en Barcelona’92. Uno de los mejores perfiles de Kurtinaitis –a quien se ve en la fotografía que encabeza este reportaje en un lance con Petrovic– lo plasmó Antonio Rodríguez en una deliciosa semblanza radiofónica en el programa Tirando a Fallar. Después de escucharla, no hay que agregar nada más.
La mejor y más exitosa hornada de jugadores que había tenido el baloncesto español afrontaba el Mundobasket’86 en plena madurez. Con el bagaje del Europeo y analizada la temporada de clubes, Díaz Miguel incluyó el triple en los sistemas de la Selección. “Durante todo el año he comentado que el tiro de tres puntos va a tener mucha importancia en este Mundial”, decía en el diálogo con la revista Nuevo Basket. Aunque matizaba: “Nuestro ataque está encaminado a meter balones dentro para buscar canastas fáciles y forzar faltas personales. Tirar de afuera va a ser la alternativa. No voy a consentir que se lance de 6,25 en posiciones forzadas, sin una buena selección de tiro. Solo vamos a intentar tiros cómodos, buscando buenos porcentajes, sin obsesionarnos. Me guiaré mucho por las estadísticas. El juego no puede convertirse en una verbena”. Con este objetivo, el seleccionador planificó sesiones específicas para “reforzar la muñeca del jugador, obligándole a tirar sentado en el suelo para que se acostumbrara a las largas distancias”, tal como informaba Luis Gómez en El País.
Sobre el puesto de base seguía merodeando la ausencia de un líder como Corbalán. La cuestión ya había tomado un cariz traumático antes del Europeo de Alemania. El debate sobre quién debía recoger la batuta en la dirección del equipo era recurrente. La incertidumbre de prensa y aficionados, unida a la sorprendente baja de Solozábal, acabó pesando como una losa en el rendimiento de José Luis Llorente y Quim Costa, aunque el tercer base de la rotación, Vicente Gil, fue una de las claves para batir a la URSS. Un año después, la revista Gigantes hasta emprendió una recogida de firmas para que Corbalán diera marcha atrás en su decisión.
Díaz Miguel anunció que iba a citar a “bases y aleros capaces de defender y anotar de tres”. Para ello, recuperó a Solozábal y Joan Creus. Mantuvo a Costa, que durante el Mundial ofrecería sus mejores minutos como especialista defensivo –marcajes eficaces a Galis, Triano y Riva–. El seleccionador había excluido de la convocatoria a López Iturriaga por desavenencias personales durante el pasado Europeo. Aunque, como desvela el ex jugador del Real Madrid en su autobiografía, le dijo que el motivo era que prefería contar con Creus. El equipo perdía un elemento muy valioso en el auge de la Selección: lectura y ejecución del contraataque, muy buen pase e intensidad en defensa.
La batería de aleros era una de las mejores del torneo: Epi, Sibilio, Villacampa y Margall. El Matraco había decidido dejar la Selección una vez concluyera el campeonato, pero satisfizo el reclamo de Díaz Miguel para el EuroBasket’87 y los Juegos de Seúl. El capitán del Joventut había exhibido su capacidad resolutiva en el último tramo de la temporada. En la Recopa, hizo 36 puntos (3/5 T3 y 65 % TC) en el triunfo ante el TSKA Moscú (98-84). Y en el segundo partido del play-off semifinal de la ACB, tumbó al Barça (100-96) con un triple a ocho metros en los últimos segundos.
Díaz Miguel también advirtió que “ganarán aquellos equipos que sepan defender mejor el triple en el cinco contra cinco”. El seleccionador se había ganado el prestigio de los entrenadores europeos por la traslación al basket FIBA de los conceptos vanguardistas de las universidades de Estados Unidos. Siempre fue un testigo privilegiado de los entrenamientos de Dean Smith (North Carolina), Bobby Knight (Indiana) y Lou Carnesecca (Saint John’s). “Fue el primero en importar los conocimientos que hasta entonces eran prácticamente inaccesibles. Es difícil de entender en esta época de las nuevas tecnologías, pero en aquel tiempo la información no fluía. Díaz Miguel nos abrió esa puerta”, explica Imbroda, que el 25 de septiembre presentará su fundación y proyectos como el Medacbasket, nuevo equipo de 1ª Nacional entrenado por él mismo. “A Díaz Miguel le le asocio al verbo ‘compartir”, afirma Julbe. “A su regreso de EE. UU.”, prosigue, “hacía una especie de volcado de disco duro. Tenía siempre un talante divulgativo con las ideas del mejor baloncesto universitario, que asociamos a aspectos como el dos contra uno continuo, la zona ‘press’, la presión individual a toda pista… Cada una con sus propias reglas. En síntesis, el riesgo y la velocidad. El baloncesto que todos consideramos más atractivo, seguramente, porque fue el que retuvimos en nuestra mente cuando éramos niños”.
“Cada año traía cintas de Súper-8 que filmaba en las universidades para enseñarnos las defensas. Luego, entrenábamos como animales”, recuerda Margall. Así que no fue casual que, en las entrevistas de Perarnau Magazine con él y Solozábal, una de las cosas que primero les viniese a la memoria fuera el Saltar y cambiar –Run and jump, desarrollado por Smith–. Es una presión a toda la pista, donde el base defiende a su par en posesión del balón y el defensor del escolta rival amaga con hacer un dos contra uno (saltar). A su vez, el marcador del tres acude a defender al escolta (cambiar) y así sucesivamente con el resto de compañeros. Este sacrificio y el ritmo veloz en el despliegue ofensivo provocaban la rotación de algunos jugadores –nada que ver con la frecuencia febril del baloncesto actual–, que la costumbre periodística y popular no digería del todo. “12 titulares” era uno de los lemas de Díaz Miguel en aquel Mundobasket.
El ex capitán del Barça también señala que “en ataque, le gustaba mucho marcar sistemas y controlar las situaciones. Había muchas horas de trabajo en la pista para repasarlos”. Julbe apunta que “otro de sus rasgos era el trabajo individual, específicamente, con los pívots. Si a un hombre alto se le veían todos los defectos, él percibía todas sus virtudes. Por ejemplo, Fernando Romay mejoraba mucho en los veranos con la Selección”.
El sorteo del Mundobasket había allanado el camino de España hasta las semifinales. El sistema de competición, en el que los resultados de la primera fase de los equipos clasificados se arrastraban a la segunda, marcaba un día en rojo: 10 de julio, España-Brasil. Si había un partido en que no se podía fallar era éste. Porque en el próximo grupo esperaban los soviéticos, que simplemente competían para engrosar sus números. Eran los grandes favoritos a la medalla de oro.
La Selección española había ganado sus cuatro partidos: dos, arrollando a Corea del Sur (120-73) y Panamá (125-70), y otros tantos, de manera apurada ante Francia (84-80) y Grecia (87-86). El empeño en defensa y la templanza en los últimos minutos salvaron el resultado. Sin embargo, varios factores perturbaban el horizonte de cara al choque contra los brasileños. El más inquietante era la baja de Epi por culpa de una distensión abdominal. Preocupaba también la forma de Fernando Martín, que se había perdido bastantes entrenamientos en la preparación y no acababa de carburar. La rotación constante de los bases mellaba su confianza –el perjuicio para Solozábal fue un error clamoroso en aquel torneo–, aparte de que ignoraban el aro, favoreciendo así flotaciones que saturaban la zona. Y en el tiro de tres, los aleros no habían hecho diana: una efectividad del 28 %, cuando en sus clubes no bajaba del 40 %. En el único día de descanso de aquella primera fase en Zaragoza, Díaz Miguel declaraba, ante el corro de periodistas, que en vista de este parco porcentaje, el equipo iba a limitar los intentos de tres puntos.
No eran las perspectivas ideales, pero Brasil tampoco amedrentaba. Hasta entonces, había tenido un comportamiento bipolar. Una derrota inesperada contra Francia (85-93). Problemas para ganar a Panamá en la prórroga (88-85). Y, en cambio, una excelente actuación contra Grecia (115-95). Fue un festival de triples (Brasil, 11/16 y los helenos, 11/25), con un Óscar rutilante (40 puntos y 8/10 T3). Aquella Grecia, en su primera presencia mundialista, no fue ni siquiera un esbozo del campeón guerrillero y vibrante de un año después en el Europeo, cuando Fassoulas ya entró en el quinteto. Irregular todo el campeonato, acabó cediendo el noveno puesto a los correosos chinos. Galis fue el máximo anotador del Mundobasket (33,7 puntos y 57,6 % TC), los triples se los jugó Yannakis (8,8 intentos y 42 %) y Christodoulou apuntó buenas maneras.
Marcel de Souza se perdió los dos primeros partidos. “Sufría una entesitis entre la tibia y el peroné de la pierna izquierda, pero temía que fuera una lesión en el tendón de Aquiles. Acertamos con el diagnóstico y, desde entonces, pude jugar con dolor pero sin miedo a romperme”, detalla. A la hora de la verdad, aquel alero desgarbado disparó, junto con Óscar, una ráfaga de triples (8/15) que España no pudo contrarrestar (72-86). Respaldados por la distribución clarividente de Maury y Guerrinha, encestaron cuatro cada uno. “En el Sudamericano de 1985, a Ary Ventura Vidal [el seleccionador] no le gustaba en exceso la novedad del tiro de tres. Pero en el Mundobasket’86, nos liberó para lanzar a nuestra voluntad”, dice Marcel, que está compitiendo estas semanas con el Pinheiros en el Campeonato Paulista.
La médula del partido estuvo a 7:30 del final (62-66). En los siguientes cuatro minutos, tres triples de Óscar, otro de Marcel y un mate del atlético Gerson Victalino a asistencia suya, fueron mortales (66-80). “Aquel día nos destrozaron”, recuerda Margall. Marcel anotó 18 puntos y Óscar, 30. “Era muy difícil defender a Óscar [aquel partido les tocó a Sibilio y Villacampa] porque, además de medir 2,04, siempre armaba el tiro muy arriba, sin bajar la pelota, con una mecánica sencilla, nada forzada. Le hacían muchos bloqueos y nosotros teníamos peor físico”, describe el capitán.
La segunda clave estuvo en la fortaleza bajo el tablero de Gerson e Israel, respaldados por Óscar (19 capturas en ataque por solo 7 de España). Su ferocidad para cargar el rebote ofensivo entorpeció la salida al contraataque. Al contrario que en otras ocasiones, la característica transición rápida de los españoles tampoco estuvo acompasada, ni existió el primer pase para poner en ventaja al receptor.
Este lastre obligó a España a jugar todo el partido en estático. Ary Ventura Vidal ordenó desde el comienzo una zona 1-2-2 que fue laberíntica. Los brasileños invitaban a lanzar desde el 6,25. Fueron tiros liberados que, en un día normal, hubiesen cambiado el marchamo del partido. Pero entre Margall, Sibilio y Villacampa hicieron un 7/28 (25 %). Los bases solo aportaron una canasta de dos puntos. Perdida la batalla por el rebote –Díaz Miguel nunca utilizaba a Jiménez en el puesto de tres para reforzar esta faceta, en contraste con el Joventut–, sin trazar movimientos ni acometer penetraciones para intentar poner en ventaja a los pívots, la suerte de España estaba echada. Y con ella, su futuro en el Mundobasket.
En la segunda fase de Barcelona, España tenía que vencer a la URSS y esperar que, en un triple empate, el basket average fuera suficiente. Un triunfo cómodo ante una Israel crepuscular (94-65) apaciguó los ánimos. Martín ya había alcanzado su escala de anotación (28 puntos en 37 minutos). Solozábal, que soló había estado ocho minutos en pista el día de Brasil, jugó 20, convirtió 10 puntos (2/2 T3) y repartió 5 asistencias.
Ante los soviéticos, España fue el equipo reconocible en las virtudes que le habían llevado al club selecto del baloncesto mundial. Como había hecho otras veces, empujó a la URSS –que había ganado sus seis partidos por una diferencia media de 37 puntos– al límite (83-88). Epi volvió a asumir la responsabilidad en ataque (27 puntos y 3/7 T3 en 40 minutos). Martín se fajó ante las torres soviéticas en ambas zonas (17 puntos y 5 recuperaciones). Y Solozábal convirtió dos triples en momentos delicados de la segunda parte, cuando la URSS amagaba con escaparse en el marcador. La tenacidad en defensa frenó la producción de Sabonis (14) y del perímetro (4/15 T3). La gesta era posible pero, en los dos últimos minutos, un par de tiros precipitados, una pérdida de Sibilio y dos rebotes del lituano dejaron a España fuera de las semifinales. Las polémicas decisiones del árbitro francés Mainini también minaron la progresión hispana. Martín, Jiménez y Solozábal fueron eliminados con muchos minutos de juego por delante. Mainini, bajo sospecha desde que la FEB le vetara en la final olímpica, entró definitivamente en la galería de horrores del basket español.
La resaca casi le cuesta un disgusto ante Cuba (78-77; Costa 4/5 T3), pero España recuperó su mejor versión en la fase final de Madrid. En la disputa por el quinto puesto, se deshizo de Canadá (100-80; Epi 4/6 T3) y, por fin, del coco italiano (87-69). Villacampa despachó un partidazo en ataque (23 puntos y 56,2 % TC en 25 minutos) y en defensa (5 robos) para paliar un rendimiento inferior a las expectativas. La Selección española cerraba con orgullo el Mundobasket’86.
La ampliación del Campeonato del Mundo a 24 equipos abrió la competición a más países asiáticos y africanos, así como a Nueva Zelanda, invitada por la FIBA por primera vez –en la zona de Oceanía, quedó por detrás de Australia, Samoa Americana y Fidji–. La escasa talla competitiva (y corporal) de algunos equipos desvirtuó las estadísticas de la primera fase, con resultados escandalosos. Pero, a su vez, provocó un nuevo fenómeno con el triple como leitmotiv. Varios jugadores de aquellas selecciones modestas se colaron en el ránking de tiros de 6,25. Fueron simpáticos polizones que subieron al camarote de primera clase de Óscar, Petrovic, Kurtinaitis o Triano, en aquella primera expedición rumbo a las coordenadas del triple. Los espectadores del Mundobasket les abrazaron con afecto en cada partido y hasta los periodistas les dedicaron más de un artículo. Uno de ellos fue el surcoreano Lee Chung-Hee, que llegó a recibir ofertas de dos universidades norteamericanas. Luego sería el tercer mejor anotador de los Juegos de Seúl’88. Manuel Sousa, de Angola, y el marfileño Clement Djadji también se prodigaron desde el semicírculo. El as en la manga de China fue Zhang Yongyun.
Pero el caso más representativo fue el malayo Tan Kim Chin, que pasó a la posteridad por clavarle un 8/8 en triples a Argentina y un 6/12 a Yugoslavia. El resultado de este partido fue secundario (131-61). Quedó eclipsado por un enceste desde cancha propia de Cvjeticanin, el primero del torneo. Este canastón le valió un automóvil Alfa Romeo, el premio del concurso patrocinado por la marca de cigarrillos Winston. “Fue un gran momento de mi carrera [ríe]. Quizás fue importante por la popularidad que tuve… Aunque no pude conducir el coche porque la ley yugoslava prohibía la importación de esa clase de vehículos. Lo curioso es que, antes del Mundobasket, había practicado mucho el tiro desde medio campo, solo por diversión”, rememora el protagonista. El guiño teatral corrió a cargo del seleccionador de Malasia, el norteamericano Tom Wisman, quien reconoció que, si hubiese sabido del concurso, habría animado a sus jugadores a tirar. En las siguientes fases, hubo en juego otro coche. Petrovic anunció antes de la lucha por el bronce que iba a intentarlo. Sin embargo, con el partido resuelto, fue sustituido. Villacampa también lo probó en la última acción contra Italia, pero sin fortuna. El automóvil volvió al concesionario.
Australia no pasó de la primera ronda. Su balance fue desconcertante: victorias contra equipos que se clasificaron (Cuba e Israel) y derrotas ante Uruguay y Angola, que lograba así el segundo triunfo de una selección del África negra en la historia de los mundiales –el primero fue de Senegal sobre China en 1978–. “Fue un torneo decepcionante. Desencadenó bastantes cambios para renovar el equipo. La convocatoria para los Juegos Olímpicos de Seúl’88 supuso el debut de jugadores como Longley, Bradtke y Vlahov. Si nos hubiéramos clasificado para la segunda fase, quizás los técnicos no hubieran hecho esa apuesta. Fue una experiencia desagradable, pero el fracaso de 1986 fue el catalizador de la mejor actuación histórica de una Selección australiana”, expone Gaze, campeón de la NBA con San Antonio Spurs (1999) y el único jugador, con Óscar y el portorriqueño Cruz, presente en cinco Juegos Olímpicos.
Los aussies echaron de menos la ayuda de su mejor jugador, Ian Davies –segundo máximo anotador del Mundial’82–, renqueante todo el torneo por una lesión. Por su parte, Gaze, de 19 años, ya había llamado la atención de los especialistas en Los Ángeles por su gran tiro. En el Mundobasket, impresionaron sus prestaciones en el partido contra Israel (98-91; 37 puntos, 5/9 T3 y 65 % TC), con dos triples concluyentes en el último minuto. En la NBL de 1988, encabezó la estadística de triples (9,5 intentos y 43,2 %) y de promedio de puntos (37). Fue el preludio de su explosión en Seúl’88, donde fue el segundo máximo encestador (23,9 puntos y 48,3 % T3). Lideró a Australia hasta las semifinales después de eliminar a España. “Durante el año 1987 y los meses previos a los JJ. OO., la URSS hizo una gira por nuestro país. Tuvimos la ocasión de jugar una decena de partidos contra una de las mejores selecciones del mundo. Aunque nunca conseguimos vencerles, estos encuentros nos proporcionaron un mejor conocimiento sobre qué era necesario para ser competitivos a nivel internacional. Sin esta experiencia, dudo mucho de que hubiéramos sido capaces de alcanzar el cuarto puesto de Seúl”, subraya Gaze, que actualmente copresenta en Melbourne el programa radiofónico deportivo Morning Glory.
Canadá venía al Mundobasket con buenas credenciales. Había sido oro y bronce en las universiadas de Edmonton’83 y Kobe’85. Pero, sobre todo, los canadienses destacaron por su cuarto lugar en Los Ángeles, contra todo pronóstico, tras dejar en la cuneta a Italia, la campeona de Europa. Hacía tiempo que Jay Triano se había ganado el respeto general. Solo asomaba en los torneos de selecciones nacionales, pero ¡de qué manera! Drafteado por los Lakers en 1981, su experiencia en clubes se limitaba a la liga de México y a un año en el Fenerbahçe turco. Educado en una familia de deportistas, jugó para la Universidad de Simon Fraser (Vancouver), donde también ejercía labores dentro del staff técnico. El seleccionador de Canadá era el viejo Jack Donohue, mentor de Kareem Abdul-Jabbar en su etapa universitaria. “Es la roca sobre la que estamos construidos”, decía al referirse a Triano.
A pesar de las bajas de tres jugadores con experiencia NBA como Wennington, Rautins y Smrek, Canadá mantenía un bloque compacto y experimentado. Donohue manejaba una rotación de apenas siete miembros. Además de Triano, el cinco titular lo formaban Pasquale, un base diligente, y tres jugadores que habían participado en la ACB: el alero afroamericano Simms, que aportaba 1×1 y desgaste en defensa, y Kazanowski y Wiltjer, dos pívots rudos para bregar en la pintura y de gran poder reboteador. El ala-pívot Meagher y el alero Hatch entraban desde el banquillo. En la primera fase en Tenerife, solo cedieron ante Yugoslavia en la última jornada, en uno de los mejores choques del Mundobasket (80-83). Previamente, Triano había encadenado una racha de cuatro triples que sometieron a Argentina (29 puntos y 5/5 T3) y, contra la endeble Nueva Zelanda, le valió medio tiempo para anotar 27 tantos (5/7 T3).
El paso del Rubicón para Canadá volvía a ser el enfrentamiento con Italia, una revancha de los cuartos de final de Los Ángeles. Aquel día en el Fórum de Inglewood, Triano fue el mejor anotador con 25 puntos (72,7 % TC). El canadiense salió vencedor del duelo con Antonello Riva (8). En el Mundobasket se repitió la historia (32 por 31), pero Italia acabó con las opciones de Canadá de meterse en semifinales (86-89). A falta de 3:40, los norteamericanos perdían de 14. Triano estuvo a punto de enjugar la desventaja con tres triples consecutivos (5/10 T3). “Cuando era necesario anotar algunos triples en los últimos minutos para remontar un marcador adverso, siempre estaba preparado”, presume con razón. Desde entonces, el rendimiento de Canadá y de su capitán cayó en picado, para concluir el campeonato en una insulsa octava posición. A título anecdótico, la estancia de Triano en Oviedo para disputar la segunda fase desencadenó rumores de que el conjunto local –el Tradehi, recién ascendido a Primera B– le había hecho una oferta, que no cristalizó.
El bronce del EuroBasket’85 había disimulado la decadencia de la Selección italiana. Su tradicional vigor competitivo languidecía. La señas de identidad de la azzurra –una defensa disciplinada al borde del reglamento, el gobierno de Marzorati en las transiciones y un carácter enconado dentro de la zona– desaparecieron en los partidos-frontera de aquel Mundobasket. “¿Queréis que alguien como Magnifico y Binelli metan miedo debajo de la canasta? Venga, seamos serios. Meneghin [retirado después de Los Ángeles] infundía terror nada más verle. Derrochaba carácter. Pero estos pívots despiertan ternura. Hasta parece que pidan protección”, comentaba con elocuencia Dalipagic al enviado especial del diario italiano La Repubblica. Yugoslavia acababa de ridiculizar a Italia (102-76, con un 65,6 % TC de los balcánicos), cerrando así su acceso a las semifinales.
La prensa observaba con preocupación la política de cantera de los clubes, más orientada a invertir en los mejores extranjeros allende la NBA que a formar jóvenes valores. Además, el trabajo de base se dedicaba a esculpir atletas en vez de a enseñar pacientemente los fundamentos del juego. La inmediatez cercenaba la planificación. La consecuencia fue que Italia no volvió a pisar un podio hasta que organizó el EuroBasket’91. Mientras tanto, los equipos de la Lega seguían sumando títulos europeos a su palmarés.
Valerio Bianchini, el relevo en el banquillo del maestro Sandro Gamba, tampoco supo amalgamar los roles que algunos jugadores cumplían eficazmente en sus clubes. Por ejemplo, en la primera fase, sorprendió que Riva fuese el sexto hombre. O que Premier, el único jugador del Simac en la convocatoria, acabara el torneo con menos minutos que el veterano Gilardi. Tampoco dio oportunidades a Dell’Agnello, que había completado una temporada notable con el Mobilgirgi.
El uso del triple fue otro síntoma de esta disfunción. Riva promediaba casi siete intentos por partido en la Lega y en aquel Mundobasket lanzó cuatro (38,5 % de acierto). Con el sobrenombre de L’Ariete, Premier es recordado por su musculatura neumática (1,96 y casi 100 kg) y el coraje sobre la pista, pero también era un buen tirador (5 intentos y 42 % T3 con el Simac). Aquella temporada, llegó a anotar 46 puntos (6/7 T3) en un partido contra el Bancoroma. Sin embargo, en la Selección, solo probó 13 triples (30,8 %) en todo el torneo. “Italia hacía su juego de siempre”, señala Antonio Rodríguez. “Basaba en el interior gran parte de su poderío, sin pensar en los triples. A su pareja de pívots –ya fuesen Magnifico, Polesello, Costa o Binelli en el Mundobasket’86; Meneghin y Vecchiato antes– unían a su cinco inicial un ‘tres’ muy fuerte, lo que sería el ‘tres’ moderno –Villalta, Sacchetti o, con posterioridad, Dell’Agnello y Morandotti–. Estos jugadores eran tanques que apenas lanzaban de tres puntos. Tiraban a 4 ó 5 metros del aro, pues tenían más cuerpo de ala-pívot que otra cosa”, retrata este arqueólogo del baloncesto.
El público canario aguardaba con deleite a que terminaran los entrenamientos de la selección yugoslava. Drazen Petrovic se quedaba solo en el parqué y empezaba a lanzar desde la línea de 6,25. Nunca abandonaba la pista antes de convertir una serie de diez triples consecutivos. El genio de Sibenik provocaba en el espectador una permanente dicotomía entre la admiración y el odio.
Petrovic lideraba una Yugoslavia que vivía un ínterin. Regresaban los veteranos Dalipagic y Radovanovic. Alexander Petrovic volvía de la mili. Cvjeticanin debutaba en un gran evento internacional. Y un Divac bisoño se anticipaba a la irrupción fulgurante de los júniors de Bormio. El seleccionador, Kresimir Cosic, supo lidiar con el talante autocrático de Petrovic y sacarle provecho a esta mezcla intergeneracional de jugadores para alcanzar una meritoria medalla de bronce.
Elegido MVP del Mundobasket’86, Petrovic fue una máquina de hacer baloncesto. Motivado como nunca por los marcajes férreos y la animadversión de la grada, exhibió todo su virtuosismo. La víspera del partido de la primera fase contra Argentina, sufrió un esguince de tobillo. Los plavi atravesaban por dificultades ante la albiceleste y Cosic tuvo que echar mano de él. A base de tiros libres y con un par de canastas, Petrovic inició el despegue de su equipo en el marcador. Aquel fue el mejor partido de su compañero Cvjeticanin (16 puntos, 60 % TC, 6 rebotes y 3 recuperaciones). El alto minutaje de Alexander Petrovic y Radovic restó participación al escolta del Cibona en su primer Mundial.
Al día siguiente de jugar con el tobillo inflamado, Petrovic tampoco tuvo piedad de Canadá (36 puntos y 8/15 T3 en 40 minutos). Ya en el turno de Oviedo, como es sabido, Yugoslavia aplastó a los italianos. Petrovic, en versión solidaria (17), repartió juego para su hermano Aza (24 y 6/7 T3) y Dalipagic (30 y 3/8 T3). Solo el diminuto Muggsy Bogues fue capaz de desquiciarle en la derrota contra Estados Unidos (60-69). En un ejercicio defensivo impecable, el croata se quedó en 12 puntos (23,5 % TC).
En la semifinal contra la URSS, de recuerdo funesto para los yugoslavos, Petrovic iba camino de ser el héroe del partido (27, 50 % TC y 6 robos), pero sus fallos en el 1+1 lastraron a su equipo. Finalmente, en el choque por el bronce, el desafío con Óscar fue de guante blanco (Petrovic, 23 y 4/7 T3; Óscar, 27 y 5/12 T3). La primera parte fue un toma y daca, transiciones eléctricas, llegar y tirar. Entre lo mejor del Mundobasket. Cuando Brasil bajó el ritmo y tuvo que atacar en estático redujo sus porcentajes. Y ahí Yugoslavia trabajó una ventaja de doce puntos al descanso que sacó a los brasileños del partido (117-91). Un soberbio Dalipagic (30 y 62 % TC) se despidió de la Selección como primer anotador de la historia de los plavi.
Los brasileños llegaron a Madrid con el depósito agotado y desnudaron sus carencias defensivas. Óscar (43 y 5/10 T3) había sido el único que le plantó cara a la avalancha de EE. UU. en la otra semifinal (80-96). Mão Santa fue el jugador más completo del Mundobasket’86. Anotó más puntos que Petrovic y hasta capturó más rebotes que Sabonis. Demostró que el universo FIBA le quedaba pequeño (para más información sobre la historia del baloncesto brasileño y la huella de Óscar y Marcel, leer El pesado testigo de Óscar Schmidt).
A diferencia de otros mundiales, la preparación de Estados Unidos fue más concienzuda. En mayo, arrancó en Colorado Springs un campamento donde participaron 48 jugadores. La ABAUSA había desestimado la convocatoria de universitarios incluidos en el draft de la NBA. Esta concesión arrojó incertidumbre sobre el potencial de un equipo con una media de edad de 20 años. El gran público apenas tenía algunas referencias del pívot David Robinson (Academia Naval). Las dudas aumentaron tras una derrota contra Francia (83-98) en un amistoso en París a cinco días del debut en el Mundobasket. La obsesión del seleccionador, Lute Olson (Arizona), era “controlar a los grandes tiradores europeos”.
Sobre una defensa hiperactiva –inigualable en el baloncesto FIBA– cimentó Estados Unidos su escalada de juego en el campeonato. “Ellos ganaban de dos maneras: defensa y contragolpes. O, en estático, constantes balones interiores a los pívots (Robinson y Charles Smith). Los bases y escoltas tiraban muy poco”, afirma Antonio Rodríguez, que añade que “eran balones permanentemente a los pívots porque sabían que siempre tenían el rebote más poderoso. Y a tiros cortos, más facilidad para capturar”. Olson cumplió el objetivo. Su equipo fue el que menos puntos encajó (71,2) y, en los partidos clave, paró la producción de sus rivales desde la línea de 6,25. Yugoslavia, Brasil y la URSS hicieron un promedio de 23 intentos y solo un 30 % de efectividad. El acoso permanente sobre los jugadores exteriores y la denegación de las líneas de pase impedían una correcta selección de tiro.
Kenny Smith (North Carolina) y Steve Kerr (Arizona) eran los únicos jugadores con licencia para tirar desde 6,25. A pesar de ser inexpertos, lograron un buen balance conjunto (8 intentos por partido y 45 %). “Había más lanzamientos exteriores que los que reflejan los triples. Por ejemplo, de Amaker, el base titular –Bogues lo fue solamente en los tres últimos partidos–, aunque siempre eran suspensiones de 5 ó 6 metros”, especifica Rodríguez. En la final de Madrid, Amaker (Duke) encestó tres de estos tiros afilados en la segunda parte para castigar la zona 2-3 de la URSS y disparar la ventaja de su equipo en el tanteador.
Kerr, que jugó más de base en el grupo de Málaga, sobresalió en el partido de la segunda fase ante Canadá (15 puntos y 4/7 T3), como recuerda Triano: “Conocíamos su condición de gran tirador por su buen rendimiento en la universidad. Anotaba sin esfuerzo desde aquella distancia y estiraba la cancha para el juego de sus compañeros, más rápidos y atléticos. En aquel partido, su producción ayudó a su equipo no solo por los triples, sino también por la amenaza constante que representaba para nuestra defensa”. El futuro pentacampeón de la NBA estaba haciendo otro buen papel en la semifinal contra Brasil (14 y 3/6 T3), cuando se rompió los ligamentos de la rodilla derecha. Esta lesión perjudicó sus facultades naturales de playmaker y, en su etapa profesional, desempeñó el rol de especialista en el tiro de tres.
Por su parte, el escolta Kenny Smith fue el clutch player de la final contra la URSS (máximo anotador del partido con 23 puntos y 66,7 % TC). Convirtió la última canasta de su equipo tras superar en un uno contra uno a Valters, atacar el aro y arquear una bandeja para evitar el tapón de Sabonis. Smith, que en los años 90 sería campeón de la NBA con Houston Rockets, fue el segundo realizador de EE. UU. en el Mundobasket, amparado por su explosividad en los contraataques. “Robo, carrera y bandeja. Era muy habitual”, destaca Rodríguez.
En la ronda de Barcelona, tanto España como Brasil habían descubierto grietas en la apisonadora soviética. La canarinha, a remolque todo el partido, estuvo cerca del sorpasso (110-101; Marcel, máximo anotador con 32 puntos). No obstante, la URSS llegaba a Madrid con paso firme y blandiendo la etiqueta de favorita. La consolidación en el quinteto de Valeri Tikhonenko y Alexander Volkov –21 y 22 años, respectivamente– había conferido al equipo una versatilidad diferencial respecto a las demás selecciones, a excepción de los universitarios de EE. UU. El uzbeko Tikhonenko, que había sido reclutado por el TSKA aquella temporada, fue con Sabonis, el mejor jugador de la URSS en el Mundobasket’86. Con 2,06 en el puesto de tres, provocaba constantes desequilibrios con su par y exhibía una efectividad insólita en el tiro de tres para un jugador de su estatura. Por ejemplo, en el partido contra Brasil, además de defender bien a Óscar, anotó 22 puntos y 5/6 en triples. Incluido ese año en el draft de la NBA por Atlanta Hawks, tuvo que permanecer en el TSKA después del servicio militar, un freno a una progresión que se intuía meteórica.
La movilidad constante de Tikhonenko y Volkov, combinada con la jovial influencia lituana, cambió el porte soviético convencional. Se corría el contragolpe, los ataques cinco contra cinco eran más cortos, el juego por parejas dentro-fuera era asiduo y abundaban las iniciativas individuales de los tiradores, avalados por el dominio del rebote ofensivo. Sabonis ganaba la posición en la zona y resolvía con su 1×1 devastador o se dedicaba a distribuir el balón desde el poste alto (sexto en asistencias del Mundobasket –14–). Aunque la mayoría de veces, el lituano solo tenía que perfilarse, armar el brazo y hacer una suspensión. Alma de tirador. Un alero de 2,20. Cuando la pelota perforaba el aro y acariciaba la red, era la última pincelada de un lienzo único en la historia del baloncesto.
Un sello de la URSS en la mayoría de los partidos era un intento de tres en la primera acción de cada parcial, a modo de tarjeta de presentación. Kurtinaitis y Valters eran los portadores. El letón era el capitán del equipo. Tras el fracaso en los Juegos de Moscú’80 y el lento declive de Eremin, Gomelski le colgó los galones en la dirección del juego. Incluido en el quinteto ideal del Europeo’85, Valters (1,95) encarnaba un nuevo paradigma en la morfología del base continental. Los hermanos Petrovic, Montero o Gentile también formaban parte de esta categoría. Solozábal tuvo que bailar con Valters aquellos años. “Era un escolta reconvertido en base. Muy bueno en el 1×1 y de excelente tiro. Tenía una gran capacidad de anotación y de fabricarse la jugada personal, driblar, pararse y tirar de media y larga distancia”, recrea el base de la Selección española.
Valters era un tirador impulsivo, que alternaba rachas deslumbrantes con otras contumaces. En muchas jugadas no necesitaba cuadrar el cuerpo para preparar el tiro, que ejecutaba eficazmente a pesar de estar desequilibrado y dar un ligero salto. Con esta habilidad, unida a su altura, podía sortear la oposición del defensor. Una mecánica heterodoxa. “En mi juventud no tuve a nadie que me ayudara especialmente a mejorar el tiro. Conseguí progresar por mí mismo”, declara Valters (1957), que jugó toda su carrera en el VEF Riga. Con su club, anotó 69 puntos en un partido que no es leyenda urbana: VEF-Dinamo Moscú (153-151). Pero el hito más importante fue el triunfo, en 1985, de los letones sobre el TSKA (111-85; Valters, 33 puntos), en medio de una exaltación nacional. El base soviético era también un asistente formidable, el segundo que más pases de canasta dio en el Mundobasket’86 después del argentino Miguel Cortijo.
Mucho menos cerebral que Eremin, la impronta de Valters es la de un base que jugaba a hacer jugadas, más que a aplicar una visión panorámica sobre el partido. Un carácter relacionado mejor con la inspiración que con la estrategia, que casaba bien en aquel equipo. Sin embargo, este encaje, combinado con la inhibición táctica del taciturno Obukhov, fue pernicioso en los desafíos mayúsculos que plantearon Yugoslavia y Estados Unidos en aquel Mundobasket’86.
El último minuto de la semifinal contra Yugoslavia es uno de los fragmentos más y mejor relatados de la historia del basket. Los plavi regalaron un partido que merecieron ganar. Una canasta de Cutura situaba en el electrónico un 76-85 a falta de 58 segundos. Sabonis anotó a tabla el cuarto triple de su cuenta (100 % de acierto en contraste con un 1/9 T2). Tras el saque de fondo, Radovic perdió el balón y Tikhonenko (20 puntos y 4/5 T3 aquella noche) enchufó otra canasta de tres (82-85, a 41’’). La célebre violación de Divac sucedió a falta de 12 segundos. Valters, que hasta ese momento había hecho un 1/6 desde el 6,25, no dudó en jugársela para forzar la prórroga: “En aquel equipo teníamos mucha libertad para lanzar a canasta. Habitualmente, el último tiro era mío. En situaciones límite como aquélla, con escaso tiempo de margen, tenía la capacidad de reaccionar rápido para armar el tiro”. Ésta es una breve secuencia fotográfica de aquel triple:
En la prórroga, Sabonis fue determinante a ambos lados de la pista para que la URSS se impusiera por 91-90. “Aquel partido era más fácil ganarlo que perderlo. Pero lo perdimos. Fue la derrota más dura que tuvimos en mucho tiempo. Tras los dobles de Divac, perdimos el control y la concentración”, confiesa Cvjeticanin.
El resultado de la final (87-85) no hace honor a la superioridad de Estados Unidos. Los chicos de Lute Olson asfixiaron el ataque de la URSS, desprovisto de sistemas que intentaran burlar una defensa metódica e impermeable, sostenida por la rotación frecuente de los jugadores. Esa décima de ventaja para lanzar un tiro o filtrar un pase que los soviéticos habían disfrutado con el resto de rivales, fue devorada por la garra atlética de los norteamericanos. “Carecimos de una buena dirección desde el banquillo. No desplegamos en la pista nuestras mejores habilidades, las virtudes que nos hacían más fuertes”, admite Valters, que el año pasado publicó su autobiografía, Dumpinieks ar ideāliem (Un rebelde con ideales).
En uno de sus típicos arrebatos, Chomicius, con dos triples a falta de 1:20, casi invierte el signo de la final. El escolta lituano ya había noqueado a EE. UU. en la última Universiada (99-96) con un robo seguido de una canasta de tres, para firmar una enorme actuación (30 puntos y 7 triples). En un déjà vu, a cuatro segundos de la conclusión, Chomicius recuperó la bola en la línea de fondo de la URSS y, como un quarterback, se la pasó a Valters. Situado en la raya del tiro libre y con Bogues delante, tiró a la media vuelta. El balón solo pudo rebotar en el tablero. EE. UU. volvía a ser campeón del mundo 32 años después de su primer título.
Desde la perspectiva del tiro de tres puntos, las selecciones punteras en el escalafón mundial, excepto EE. UU. e Italia, fluctuaron en un segmento entre 15 y 20 intentos por partido. El desenlace del URSS-Yugoslavia fue la apoteosis de un torneo que certificó el triple como uno de los instrumentos vertebrales del juego de ahí en adelante. Los entrenadores tuvieron que reajustar las defensas zonales e incluyeron en sus pizarras nuevos sistemas de ataque. Algunos jugadores dieron sus primeros pasos por la senda de la especialización. Los periodistas y los aficionados dejaron de asociar la palabra triplista exclusivamente a un saltador de atletismo. El baloncesto entraba en la órbita 6,25.
* Gustavo da Silva es periodista.
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