"Cada acto de aprendizaje consciente requiere la voluntad de sufrir una lesión en la propia autoestima". Thomas Szasz
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“… Pero a partir de ese momento solo anotó Diego y la magia de un Mundial diseñado, concebido y preparado por y para Italia saltó por los aires”. Así termina la crónica de Tomàs Guasch para Mundo Deportivo después de que Italia quedara eliminada a manos de Argentina en su Mundial de 1990. La albiceleste estaba comandada por Maradona, ya sin su pelusa mítica. El Diez había culminado en el Napoli su última gran temporada y estaba a punto de empezar a descender la cuesta tan alta que había subido. Aquella semifinal ahogó los sueños de miles de italianos, que querían ver a Giuseppe Bergomi levantando la dorada copa en el palco del Olímpico de Roma. Pero aquel día, un vasco llamado Sergio Goycochea, que había llegado a al Mundial como segundo portero, atajó dos penaltis y clasificó a su selección a la segunda final de Mundial consecutiva; de nuevo contra Alemania.
La selección argentina había ganado el Mundial de 1986 de México, pero cuatro años más tarde la magia ya no era la misma. El combinado de Bilardo realizó un campeonato gris y muy discreto ya que pasó la fase de grupos como tercero por detrás de Camerún y Rumanía (pasaban los cuatro mejores terceros de los seis grupos que había). En los momentos importantes no falló: ganó a Brasil en octavos con el más que conocido gol de Caniggia, y en cuartos una tanda de penaltis le permitió apartar a Yugoslavia. La suerte estaba de su lado, no había duda. El camino de Italia, la anfitriona, era el opuesto. Primera de grupo y victorias frente a Uruguay e Irlanda; siete goles en cinco partidos y cero en contra, la viva imagen de la eficiencia.
San Paolo, el estadio que tanta veces había enloquecido con los goles de Maradona, acogió aquel duelo entre países hermanados por un pasado común. Contrariamente a lo que habían demostrado ambas selecciones en los anteriores partidos, Argentina lo dominó desde el minuto uno; aún así Italia se adelantó con una magnífica combinación que culminó un Schillaci que durante aquellos días veía la portería cómo si de una piscina olímpica se tratara. Pero el fútbol fue justo con los argentinos, que consiguieron empatar en el minuto 67 con un cabezazo de la melena rubia de Caniggia, el mejor albiceleste. Llegó la prórroga, pero ni Maradona pudo romper la igualdad. Los penaltis decidirían quién seria el primer finalista de aquel mundial.
El héroe de aquella tanda fue un arquero de nombre vasco, Goycochea. El destino y la lesión de Nery Pumpido en el segundo partido de la fase de grupos le dieron una titularidad inesperada que a la postre sería determinante. El Vasco, tal y como se le conocía en el país de Menem, respondió a las mil maravillas. En cuartos de final, los de Bilardo llegaron a los penaltis contra Yugoslavia, pero ahí estaba Goycochea para parar dos lanzamientos a Brnovic y Savicevic que dieron el pase a semis a los sudamericanos. Transcurridos los 120 minutos, toda Argentina se volvió a encomendar a Goycochea, apodado ya el parapenaltis. Baresi, Baggio y De Agostini no fallaron, igual que Serrizuela, Gurruchaga y Maradona. Dicen que en el cuarto lanzamiento, cuando Goycochea se dirigía a la portería, se cruzó con el Pelusa y le dijo que estuviera calmado: “Tranquilo, monstruo, que atajo los dos“. Dicho y hecho. Donadoni y Serena se toparon con las manos de aquel portero que llegó a Italia para ser suplente y que acabó clasificando a su selección para otra final. De San Paolo salió en hombros un argentino, pero no era Maradona.
* Josep Rexach.
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