Habría lágrimas. Era lo único garantizado en el All England Club a las 15:00 de la tarde del domingo, momento en el que dos hombres dispuestos a hacer historia se batirían en duelo al mejor de cinco sets. “Ha sido la mejor final de Slam en la que he jugado“, sentenció el flamante campeón cuando le preguntaron. Dicen los que saben de esto que no se recuerda otra final así, tan igualada, tan emotiva, con tanto significado. Ganara quien ganara, la felicidad del aficionado no iba a ser completa, de ahí su grandeza. Novak Djokovic luchaba por salir de un laberinto de decepciones en el que se metió hace año y medio, consumido por la oscuridad, despojado de esa brillantez que un campeón como él debe mostrar en estas circunstancias. Luego está el otro, el de los números inalcanzables. Roger Federer golpeaba como nunca en un combate desnivelado por la edad, pero empatado en entrega y corazón. Aunque si hablamos del corazón de la gente, ahí el suizo no tuvo rival, se ganó el de los 15.000 privilegiados dispuestos en la Centre Court. El último punto del encuentro, ese que nunca hay que perder, acabó en las redes del serbio y ahí terminó todo. Casi cuatro horas de drama que provocaron las lágrimas de todos los allí presentes. El mayor espectáculo vivido en la década actual no pudo evitar que el telón cayera con una sensación agridulce.
Era el escenario soñado por Djokovic desde pequeño, así lo afirmó días antes de alcanzar su tercera final en Londres. En 2011, esa misma hierba le había traído una doble recompensa hasta ese momento desconocida para él: Wimbledon y el número uno. Seguramente las cosas más bonitas que se pueden conseguir como profesional. Si además lo logras de un solo golpe, el placer se multiplica. Tres temporadas después, el mismo esquema sobre la mesa, a tan solo una victoria. Pero esta vez no era Nadal el oponente, sino Federer. No tiene muy buen dedo el serbio para elegir a sus rivales. Para acabar de componer el cuadro, Boris Becker en su equipo y una racha de finales perdidas que empezaban a poner en duda la pasta de la que estaba hecho el balcánico. Algún día tenía que tocar la de cal y, desgraciadamente para Roger, tuvo que ser ayer. Hay que reconocerlo, no fue nada fácil (6-7, 6-4, 7-6, 5-7, 6-4), pero es que luchar en casa del heptacampeón nunca puede resultar una tarea sencilla. Once años habían transcurrido desde la última vez que dos campeones de Wimbledon se enfrentaban en la final (2003 Sampras-Agassi) y eso se demostró desde el primer punto. Cada uno con su estilo, cada uno con su estrategia, pero ambos fusionados con el pasto ofreciendo un espectáculo digno de la historia de este torneo. David Beckham, Bradley Cooper o los mismos príncipes de Gales, Guillermo y Kate, no quitaban ojo a lo que estaba sucediendo. Aquello era mejor que la Champions, mejor que los Oscar. Estaba en juego un reino y una corona.
“Tengo ya siete títulos aquí, no necesito un octavo“, declaraciones de Federer nada más acabar el combate. Esto fue lo que dijo Djokovic: “En el quinto set pude dejarme ir. No lo hice. No solo batí a Roger sino también a mí mismo. Siento orgullo por ello“. Es sin duda el único momento en el que ambos contendientes se desmarcaron el uno del otro. Fue la garra y el coraje, y no el talento y la clase como viene acostumbrando, lo que hizo que el ganador de 17 grandes remontase una situación casi de muerte en la cuarta manga para forzar el quinto y definitivo set. Ahí Nole estaba muerto, descosido, superado. Los fantasmas de una nueva final malograda se lo engulleron a la misma velocidad que el helvético rejuvenecía sobre la pista. A lo Benjamin Button. Pero llegar solamente era la pauta, el objetivo era mantenerse. Y allí Federer se derrumbó, justo en el momento crítico (5-4), a favor del de Belgrado. En ese momento el chacal despierta, muerde, gana y lo más importante, lo comparte con alguien a quien perdió hace tiempo: “Quiero dedicar este título a mi primera entrenadora Jelena Gencic. Ella falleció el año pasado y este título es para ella“. Humanidad y sentimiento en la garganta de Novak, a punto de romper a llorar. Lo necesitaba quizás más que ningún otro. Oportunidades desperdiciadas, el enigma del doble entrenador, un cuadro lleno de baches (Stepanek, Cilic, Dimitrov), incluso dos caídas en la final que a punto estuvieron de darle un susto. Era necesario pasar por esto para que luego el éxito supiera mejor, para que la esencia del jugador serbio renaciera como en sus mejores tiempos: “Tras entregar tantas finales grandes uno comienza a plantearse dudas. Necesitaba muchísimo este triunfo. Voy a tratar de usarlo para generar confianza de cara a la segunda mitad del año y para el resto de mi carrera” Sobrevivir ante la adversidad, la especialidad del serbio.
Y al otro lado del cuadrilátero, tumbado sobre la lona, estaba él, el más grande de la historia, con las fuerzas agotadas después de morir en la orilla, conmoviendo al mundo del tenis con una lágrima que por un momento nos quitó el aliento y unas palabras hacia su familia que nos cubrió de ternura. El hombre-récord perdió el que ha podido ser el último tren para engrosar su leyenda, ése que le hubiera hecho cumplir la mayoría de edad en Grand Slams (18). “Volveré el próximo año“, susurró ante el micrófono, calmando el alma de millones de personas fieles a la teología federista. Ha sido como esa sorpresa que no te esperas pero que todavía sueñas con que algún día suceda. Verle pasar rondas, superar grandes rivales, desplegar un tenis emulando los mejores años de su eterna obra. ¿Por qué no iba a a ganar? No pudo ser, ni el mejor jugador de la historia en hierba (marca de 9-1 este curso) logró rematar dos semanas de auténtica locura. Los 32 años (33 en un mes) en ningún momento fueron un lastre, ni la ambición por vencer,ni la ausencia de ritmo. Nada. Roger demostró que tiene cuerda para rato, por eso es el segundo jugador con más victorias en el año (40), solo superado por Nadal (44). El tiempo dirá si vuelve o no a presentarse una ocasión como ésta, de momento, lo único que pedimos es eso, tiempo. Mucho tiempo para seguir disfrutando de una leyenda enamorada perdidamente de lo que hace, jugar al tenis.
Y del amor de Federer al compromiso de Djokovic. Primero con el número 1, lugar al que vuelve después de tanto tiempo como dura un embarazo, ese del que su futura mujer, Jelena Ristic (se casan esta semana), saldrá de cuentas a mediados de octubre, fecha en el que el serbio se convertirá en padre por primera vez. El séptimo Grand Slam, la cima de la ATP, boda y descendencia. De la noche a la mañana todo parece sonreírle a Novak, que entre anillos y pañales tendrá que prestar atención a la clasificación, ya que el trono mundial estará más reñido que nunca a final de año. Rafa defiende 4000 puntos en la gira americana, mientras que el de Belgrado defiende otros 4000 en la gira indoor. Ahora mismo apenas 460 unidades los separan, con lo que acabar primero a final de curso se decidirá en pequeños detalles. Lo importante era dar el primer paso, ganando en el All England Club, y ese ya está dado. La copa dorada descansa en casa, junto a los otros seis cetros. En el camino de Federer, nuevo número 3 del mundo, aguarda un final de temporada con pocos puntos que defender y la posibilidad de meter la cabeza entre los dos principales miuras. Wimbledon ya pertenece al pasado: la gloria se fue con Djokovic; la pena, con Federer; y la satisfacción, con todos nosotros, agradecidos de haber visto una de las mejores finales de la historia. Capítulo cerrado. Próxima parada, Nueva York.
* Fernando Murciego es periodista.
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