Getafe. 3 de abril de 2008. Pronto, más pronto que cualquier otro día laborable, despiertan cientos de personas en esta ciudad del sur de Madrid. Con ilusión, que mueve el mundo, la noche anterior habían programado sus despertadores a una hora diferente a la habitual. No acudirían a centros de trabajo o colegios, no. Si acaso pudieron pegar ojo en la noche, que desde ya lo pongo en duda, el amanecer les llevaría al aeropuerto de Barajas, porque allí su billete les uniría con un vuelo destino Múnich.
El Getafe Club de Fútbol había eliminado al Twente en la fase previa de la Copa de la UEFA, a la que había accedido tras caer en la final de la Copa del Rey, ya que su rival y a la postre verdugo y campeón, el Sevilla, estaba clasificado para la Champions. La hazaña de endosar un 4-0 al Barcelona de Puyol, Xavi, Iniesta, Ronaldinho y Eto’o iba a ir mucho más allá.
Tras ganar al Tottenham en White Hart Lane con un gol que aquella temporada se repetiría –saque de falta con rosca de Granero y llegada de De la Red, que no tocaba el balón pero sí despistaba al portero, y un taconazo de Braulio–, doblegado al Aalborg en Dinamarca y al Anderlecht en casa, los dieciseisavos se completaron con una particular ascensión a los cielos. El AEK de Atenas cayó tras empatar in extremis el tanto logrado poco antes por el mismo De la Red, que daba a los azulones una pequeña ventaja en el partido y mayor en la eliminatoria. El 3-0 en Getafe hacía pisar octavos a los de Michael Laudrup. Un magnífico partido en Lisboa y una vuelta seria en Madrid dejó en el camino al Benfica, rebotado en la competición desde la Champions. Los cuartos de final eran el presente.
Un viernes al mediodía deparó, tras el sorteo de los cruces de Champions, que los aficionados azulones viajarían a Baviera. El equipo con mayor historia y nombre de los ocho que proseguían en la UEFA había quedado emparejado con el español, debutante en Europa. Algo así como un párvulo frente a un Scout Águila. Pero, ¿a quién no le ha sacado de quicio un niño alguna vez, por experto que se sea? Y, a la vez, ¿no os lo habríais querido comer?
Cuestiones de márketing, el Bayern Múnich vistió de negro en aquella cita y dejó su imponente rojo. El Getafe, que hasta entonces había lucido y paseado por el continente su indumentaria especial, azul más claro, debió cambiarla para tamaña cita. El amarillo, el tercer uniforme, sería el de gala para el Allianz Arena. La impresionante cubierta del globo muniqués iluminado de rojo irradiaba el tono a los aledaños e infundía el respeto que las vitrinas y los puestos de honor en las páginas de oro del fútbol otorgan al club alemán. Su nombre está escrito donde se decide todo.
Ustari, Cortés, Mario, Tena, Signorino, De la Red, Casquero, Pablo Hernández, Granero, Albín y Uche son los once elegidos por el entrenador danés, Michael Laudrup. El Bayern se adelanta pronto. Luca Toni envía un cabezazo a la red y el acoso del gran conjunto alemán está pudiendo fácilmente con el pequeño club del sur madrileño. El Getafe no puede. No se encuentra. No está cómodo. Pero sí es capaz.
Michael Laudrup da entrada a Del Moral por Uche y a Celestini por Casquero. Busca espacios con Manu y control en la media con el suizo. Faltando diez minutos, Esteban Granero corre hacia la banda, da la mano a Cosmin Contra y el rumano ingresa en el terreno de juego. Se sitúa como extremo derecho, pese a ser lateral.
La jugada transcurre por el centro del campo en el minuto 90. Albín está a punto de llegar con tiempo ante Kahn, pero la salida del furioso portero alemán le impide jugar con normalidad. Aun así, el uruguayo consigue servir a Manu del Moral, que aparece a su lado tendiéndole la mano, apretando las de los cientos de azulones en la grada tras esa portería. Manu no acierta a marcar porque se lo impide la zaga local, interponiéndose en el momento exacto. El balón rebotado va a perderse por la línea de fondo y será córner, pero el uruguayo Albín decide que no, que córner no será, y se propone montar una fiesta en el desarbolado aspecto de la defensa bávara. Centra con su zurda, De la Red, que a la desesperada trataba de aumentar las posibilidades de éxito llegando al área (como en esas faltas), no consigue alcanzar la pelota con su cabeza y el despeje alemán acaba en la esquina del área grande.
Allí surge. El cerebro de Cosmin Contra desciende hasta su pecho, donde se encuentra con su corazón. Contra le había dedicado el 3-0 al AEK de Atenas, transformando un penalti, a su padre, fallecido hacía pocas fechas, y pese a ello decidió tomar partido en dicho encuentro. Allí, en el minuto 90 del Allianz Arena, en aquel Bayern uno, Getafe cero, Contra hizo descender su cerebro hasta fundirlo con el corazón, tomando una decisión propia del entrenador que sería en el futuro, y salvó con ese toque de balón con el escudo del Getafe a un rival, picó la pelota sobre Kahn y los espigados defensores del Bayern y sonrieron miles de azulones, estuvieran en los graderíos de Múnich, en España o en el cielo de Rumanía. Contra lo volvió a dedicar al cielo. El Getafe empató a uno.
Una semana después, la vuelta. Recordar la vuelta me hace llorar. Seguramente a muchos de los que fueron testigos de ello, sean azulones o no, también. Jamás he conseguido volver aquellos fatídicos ciento veinte minutos. Aunque lo más fatídico fueran los cinco últimos de la prórroga. En esa vuelta marcó Contra el 1-0 zafándose entre dos jugadores del Bayern, al borde del descanso.
Seis años después, Cosmin Contra trata de conseguir la salvación del Getafe ocupando el banquillo, como entrenador. Lleva en el cargo veinticuatro días. Pocos días antes de esta efeméride, y ya con dos derrotas y un empate en sus tres primeros encuentros como técnico del Getafe, Contra logró su primera victoria, que acababa con la racha de quince jornadas sin ganar de los azulones. La ascensión a los cielos que comenzó hace seis años puede estar continuando. Porque no importa cuán alto sea tu objetivo: lo importante es alcanzarlo.
* Fran Iborra.
– Foto: Reuters
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