"Hay que recordar que quienes escriben para los imbéciles siempre tienen un numeroso público de lectores". Arthur Schopenhauer
“Ho sentito un rombo, paurosamente vicino. Poi un colpo, un terremoto. Poi il silenzio”.
Así explicaba don Tancredi Ricca, párroco de la basílica de Superga, la catástrofe que acababa de presenciar. La iglesia, un edificio neoclásico ubicado en lo alto de un monte que domina la ciudad italiana de Turín, había sido escenario de un trágico accidente aéreo. Un trimotor Fiat G212 que se dirigía al aeropuerto de la capital piamontesa se había perdido debido a la niebla y había terminado estrellándose contra la montaña. No había supervivientes.
Cuando los habitantes de Turín supieron la noticia, se les heló la sangre: en ese avión volaba la totalidad de la plantilla del Grande Torino, la escuadra que había dominado el fútbol italiano en las temporadas anteriores y que parecía destinada a regir el balompié europeo. Ese fatídico 4 de mayo, el glorioso equipo que lideraba Valentino Mazzola volvía a Italia tras disputar un amistoso contra el Benfica en el Estadio Nacional de Lisboa.
¡Alto! ¿Qué tiene que ver este terrible suceso con el Camp Nou?, se preguntará el lector. Pues bien, en el avión siniestrado en el que viajaba el Grande Torino faltaban dos personajes que por distintas razones no habían viajado a Lisboa. Uno era su legendario presidente, Ferruccio Novo, que había tenido que quedarse en tierra debido a la gripe; otro era un joven futbolista húngaro que estaba a punto de fichar por el Torino tras pasar un tiempo a prueba con el equipo piamontés. El jugador, nacido el 10 de junio de 1927 en Budapest, había decidido no acudir al amistoso en tierras portuguesas a fin de volver a ver a su familia, de quien se había tenido que separar para escapar del servicio militar en una rocambolesca historia. La casualidad le había salvado de la muerte.
El afortunado futbolista respondía al nombre de Ladislao Kubala.
Tras el desastre de Superga, el Torino pasó por años muy duros. El presidente Novo se vio obligado a ceder el estadio (al que los aficionados llamaban Filadelfia por estar ubicado en la calle del mismo nombre) en garantía a la Federcalcio para intentar reconstruir el equipo, pero nada volvería a ser igual. Después de la tragedia, el club se sumió en una espiral de decadencia: en 1959, justo una década después del accidente, el otrora invencible Toro descendió a la Serie B, y solo cuatro años después, en 1963, abandonó definitivamente su tradicional feudo para trasladarse al estadio Comunale de Turín.
Kubala, mientras tanto, había seguido su camino, tan peculiar como fascinante era su juego. Sancionado durante un año por la federación húngara tras su negativa a realizar el servicio militar, el talentoso futbolista terminó uniéndose al Hungaria FC, un equipo formado por compatriotas suyos y dirigido por Ferdinand Daucik que jugó varios partidos en la Europa occidental, tres de ellos en España. Josep Samitier, que entonces trabajaba para el F. C. Barcelona, se dio cuenta de su potencial y le convenció para que se uniese a la disciplina azulgrana.
El resto de la historia es conocida: Kubala se convertiría en un personaje decisivo para la historia del Barça, tanto, que el club catalán se vería obligado a construir un estadio nuevo para dar cabida a todos los espectadores que el mago húngaro atraía con su fútbol. El crack de Budapest, el hombre al que la fortuna salvó de fallecer con el Grande Torino, había trasladado el polo del fútbol europeo de Turín a Barcelona y había ayudado a construir uno de los mayores estadios del panorama mundial.
El Camp Nou había destronado al Fila.
* Jordi Mestre es periodista.
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