"El éxito se mide por el número de ojos que brillan a tu alrededor". Benjamin Zander
Fútbol / Chelsea / Inglaterra
Roman Abramovich, poderoso oligarca recién llegado al negocio del fútbol, había confiado en él para dirigir un proyecto ganador en el Chelsea. El ambicioso José Mourinho, campeón de la Champions con el sorprendente Porto, desembarcaba en Londres en el verano de 2004 con la misión de conseguir títulos que rentabilizasen la brutal inversión deportiva del magnate ruso. El objetivo más anhelado era la Champions League, aunque primero aspiraba a dominar el fútbol inglés, coto privado de Manchester United y Arsenal. El reto no estaba al alcance de cualquiera. El Arsenal había conquistado la última Premier sin perder ningún partido, una gesta histórica que les valió el apelativo de The Invincibles a los Vieira, Pires, Bergkamp, Henry y compañía. El autodenominado The Special One tenía mucho trabajo por delante.
Mourinho, eso sí, contaba con un apoyo clave: las ansias de grandeza de Abramovich, traducidas en un torrente de millones invertidos en los fichajes de Drogba, Carvalho, Robben, Paulo Ferreira o Cech. Mientras tanto, Lampard, Terry, Duff, Joe Cole y Makelele ya andaban por Stamford Bridge, así que el producto resultante presentaba plenas garantías competitivas. Del resto se ocupó el metódico técnico de Setúbal, empeñado en construir un bloque impenetrable en defensa y mortífero en las transiciones ofensivas.
En los meses iniciales de competición, el Chelsea se confirmó como el principal favorito al título de liga mientras infundía un respeto cada vez mayor por los estadios europeos. El primer trofeo que se puso a tiro fue la Carling Cup (ahora llamada Capital One Cup). El equipo londinense accedió a la final tras deshacerse del Manchester United en semifinales, y el siempre incómodo Liverpool de Rafa Benítez comparecía como el último obstáculo. El imponente Millennium Stadium de Cardiff acogió el partido decisivo el 27 de febrero de 2005.
La máquina de Mourinho chirrió dos veces en los días previos a la final. El 20 de febrero, el Newcastle había eliminado a los blues de la FA Cup. El 23, el Barcelona de Rijkaard, Ronaldinho, Deco y Eto’o les derrotó en la ida de octavos de la Champions (2-1). Estas derrotas generaron algunas dudas en prensa y afición antes del choque con los reds. De los veintidós jugadores que salieron al césped del Millennium, sólo cinco eran ingleses. Nacionales y foráneos se alinearon para escuchar el God Save the Queen en los minutos anteriores al inicio del duelo.
Otro cántico legendario, el You’ll never walk alone, resonaba en el estadio por encima de los ánimos de los seguidores del Chelsea. El Liverpool goleaba en las gradas y dio la primera estocada en el campo. A los 45 segundos, Morientes centró tras una buena maniobra en el sector derecho del ataque y Riise entró por la izquierda para conectar una volea imparable. Cech presenció impotente el gol más rápido en la historia de las finales de esta competición. Igual que Paulo Ferreira, incapaz de detectar los movimientos del noruego a su espalda. El 1-0 era un escenario inesperado para el Chelsea, obligado a estirarse ante un conjunto especialista en manejar ventajas.
En los banquillos, junto a un Mourinho casi sin canas, destacaba la presencia de los imberbes André Villas-Boas y Rui Faria. Benítez tampoco tenía entonces perilla. Eran otros tiempos. Tiempos en los que Cech no llevaba casco y Dudek protegía el arco del histórico equipo del noroeste de Inglaterra. Años en los que Chelsea y Liverpool libraban batallas brillantes en lo táctico y dotadas de una tremenda intensidad, aunque algunos puristas echasen de menos más pausa y toque en el centro del campo.
El Chelsea formó en el Millennium Stadium con un 4-3-3. El Liverpool, en 4-4-1-1, con Morientes en punta y Kewell revoloteando por detrás del delantero español. Luis García también aportaba movilidad en un bloque de gladiadores. Hamann, Riise y Gerrard peleaban cualquier balón como si fuese el último mientras Hyypia, ayudado por Carragher, se encargaba de controlar a Drogba.
A sus 26 años, el poderosísimo atacante marfileño estaba en plenitud física. Visto en perspectiva, es fácil imaginar lo que suponía la presencia de Didier. Las ofensivas del Chelsea solían estar focalizados en él, y una final con 1-0 en contra no podía ser una excepción. En este marco, Hyypia mostró una solvencia notable en la vigilancia a Drogba. El Chelsea, atrapado por la maraña defensiva diseñada por Benítez, sólo gozó de una opción clara de gol en el primer tiempo. La acción se produjo instantes después de un posible penalti de Makelele a Gerrard. Jarosik, Cole y Drogba trenzaron una rápida combinación que acabó con la parada de Dudek. En el saque de esquina posterior, Lampard remató muy forzado y Luis García rechazó sin problemas bajo palos.
Con vistas a la segunda parte, Mourinho sustituyó a Jarosik por Gudjohnsen. El Chelsea necesitaba más dinamismo y llegada en sus centrocampistas. El islandés respondió a esa urgencia muy pronto. En el minuto 54, probó a Dudek con un cabezazo cargado de veneno que el meta polaco interceptó con una tremenda estirada. Gallas fue el más rápido a la caza del rechazo, pero Jerzy volvió a salvar el empate. El susto no encogió al Liverpool. Un contragolpe fulgurante finalizó con el balón en los pies de Hamann. El alemán, en carrera, recurrió a un disparo con el exterior. Petr Cech, instalado en un nivel estelar con sólo 22 años, evitó el tanto gracias a una mano providencial.
Según se acercaba el final, Mourinho tuvo que asumir riesgos. Retiró a Gallas y confió en Kezman, otro delantero. Más dinamita arriba y más espacios abajo. Sólo un minuto después de la sustitución, Paulo Ferreira desbarató otra jugada vertiginosa del Liverpool. El lateral derecho portugués interceptó, en boca de gol, un balón destinado a Gerrard.
El Chelsea, angustiado, no hallaba vías claras hacia la meta de Dudek. Cole y Duff apenas tenían espacios para desbordar y Drogba se fajaba rodeado de defensas. El Liverpool, un bloque sin fisuras, empezaba a acariciar la copa cuando la fortuna le dio la espalda de una manera cruel. Ferreira colgó un balón al área en el minuto 79 y Gerrard, el alma de los reds, despejó de cabeza hacia atrás. La pelota se alojó en la red tras golpear al poste izquierdo de la portería de un atónito Dudek. Mourinho, aliviado, celebró el empate a su manera. Recorrió unos metros con el dedo índice en los labios, reclamando silencio a la ruidosa hinchada del Liverpool. Este gesto desafiante le costó la expulsión al polémico técnico portugués. Abandonó el banquillo cuando la sombra de la prórroga se desplegaba sobre el coliseo galés.
Sin la presencia activa de Mou, el Chelsea estuvo a punto de finiquitar la final con una doble oportunidad del eléctrico Duff. Dudek, otra vez, surgió como el salvador de su equipo. Instantes después, el silbato de Steve Bennett detuvo el juego. El tiempo extra decidiría el vencedor de la Carling Cup.
El Chelsea afrontó la media hora suplementaria con mucho más nervio que un Liverpool preso de la conmoción originada por el autogol de su capitán. Drogba, incansable, apareció para rematar al poste en una acción anulada por fuera de juego. El equipo londinense había revertido la tendencia del encuentro. Los aplicados pupilos de Benítez, eso sí, estaban lejos de firmar la rendición. En el minuto 104, el croata Igor Biscan, sustituto de Traoré, rozó el gol tras una perfecta jugada de estrategia. Su remate de cabeza se marchó alto. El Liverpool tendría tiempo para lamentarse de la oportunidad perdida. En el 107, Drogba domó en el primer palo un saque de banda de Glen Johnson y logró el 1-2. El punta africano, capaz de crear peligro de la nada, quiso hacer más sangre. En una falta forzada por Didier y sacada por Lampard, Kezman puso el 1-3 con la ayuda de Dudek, desacertado en esta ocasión. La Carling Cup ponía rumbo a Stamford Bridge.
Con pocos minutos de prórroga por delante, nadie daba una libra por el Liverpool. Necesitaba dos goles frente a un equipo que no encajaba tres tantos desde las semifinales de la Champions anterior. Las apuestas tampoco contaban con que fuese Antonio Núñez, canterano madridista, el encargado de apretar el marcador. Su gol de cabeza tras un salto en el que superó a Cech encendió las ilusiones de remontada. Luces de esperanza que pronto se apagaron. El Chelsea supo conservar la ventaja con susto final incluido (Cech detuvo un testarazo del activo Biscan en el último minuto) y confirmó la conquista del primer título a las órdenes de Mourinho. El preparador portugués, jaleado y adorado por la afición blue, regresó de su castigo para celebrar el título. En compañía de Rui Faria, Mou pisó la hierba del estadio galés dispuesto a abrazarse con todos los artífices de la victoria. Una vez acabado el ritual, saludó, también uno por uno, a los atribulados futbolistas del Liverpool. Entre ellos figuraba un abatido Gerrard. El gran capitán no encontraba consuelo, ni siquiera con el You’ll never walk alone, que volvía a retumbar en las gradas del Millennium con una fuerza conmovedora.
John Terry, espectacular a dúo con Ricardo Carvalho, fue elegido Man of the match. Un reconocimiento añadido al privilegio de levantar la copa de campeón como capitán del Chelsea en medio de un llamativo espectáculo de luces y sonido. No sería el último trofeo que el central inglés alzaría al cielo británico aquella temporada. Los hombres de Mourinho conquistaron la Premier League con suficiencia y unos registros históricos. Sumaron 95 puntos con sólo 15 goles en contra y únicamente perdieron un partido. Aventajaron en 12 puntos al Arsenal, en 18 al Manchester United y en 37 al Liverpool. Una barbaridad. El curso podría haber sido de ensueño si no se hubiese cruzado Rafa Benítez de nuevo. Esta vez, en las semifinales de la Champions. Allí, las lágrimas cambiarían de barrio.
* Javier Brizuela es periodista y filósofo.
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