"La clave del éxito no es jugar como un gran equipo, sino jugar como si el equipo fuera una familia". Stephen Curry
Un olor acompaña de por vida a aquellos que echaron sus mejores años viendo a la Real Sociedad en Atocha: “Se mezclaba el tufo fermentado del mercado de frutas con el aroma fresco de la hierba recién regada y el humo de los puros. Ese sahumerio tropical aún nos inquieta a muchos, como a Perros de Pavlov”, escribe el periodista donostiarra Ander Izagirre en su fantástico libro Mi abuela y diez más. El párrafo, que aparece en la contraportada del libro, termina así: “Un día abrieron una verja, salté al césped ondeando el trapo de cuadros blancos y azules que mi abuela Pepi me había atado a un palo, corrí al punto de penalti y disparé un trallazo imaginario a la escuadra. Acabábamos de ganar la Liga”. Son unas líneas tremendas que te saltan a la cara como el bicho de Alien. El libro avanza todo el rato en medio de ese jaleo fresco de recuerdos futboleros. Un relato tierno y divertido, atravesado de punta a punta por la naturaleza hermosa y salvaje de los balones a la olla y que se lee con la intriga propia de los descuentos.
Mi abuela y diez más comienza en La Playa de La Concha con el niño Ander, que entonces tiene 12 años y se ha quedado como último hombre en el centro del campo para frenar un hipotético contragolpe, atacando un balón que viene rodando raso y ligero, escupido por el barullo de un córner. “Corrí hacía él levantando arena, mi silueta contra la bahía de La Concha, el vértigo rugiendo en las sienes…”, evoca el periodista, que sin embargo acabó pateando al aire. Detrás de ese chut frustrado entra en tromba la historia de la Real Sociedad. Una historia que avanza y retrocede en el tiempo para picotear de vez en cuando del gol de Zamora que el 26 de abril de 1981 le dio el Campeonato de Liga a la Real. El primer recuerdo sólido en la vida del escritor. “Antes de eso no hay nada”, zanja.
Un año antes, en la temporada 79/80, a la Real Sociedad se le había escapado el campeonato en Sevilla la penúltima jornada, donde cayó por 2-1 después de 32 partidos seguidos sin perder (récord de imbatibilidad que todavía ostenta).
Al año siguiente el conjunto txuri-urdin llegó líder al último partido, en Gijón, y solo necesitaba un empate para salir campeón. “Cuando el partido consumía sus últimos minutos, Josean Alcorta, el locutor de Radio Popular anunció que el Real Madrid había ganado ya 1-3 en Valladolid”. La Real seguía perdiendo y el madridista Juanito cumplía su promesa de salir de rodillas del campo del Valladolid para celebrar el título. “Juanito fue la primera persona a la que odié en mi vida”, explica Izagirre, “a partir de ese día, en el autobús del colegio cantábamos una enigmática versión de La vaca lechera que decía: ‘Tengo una vaca lechera, no es una vaca cualquiera, la torea Naranjito con los huevos de Juanito, tolón, tolón”.
El partido entra en los segundos finales, a la Real se le vuelve a escapar el título en el último suspiro, Ander tiene cinco años y se ve rodeado por “aquella angustia radiada, aquella tristeza negra” que devoraba el salón de sus abuelos. Juanito, chuleta, camina de rodillas. El padre de Ander no aguanta y se va a la habitación más alejada a jugar al ping-pong. El locutor Josean Alcorta, “con una bola de hierro en la garganta”, tira de oficio y sigue narrando: “Entramos en el último minuto, creemos que ya está todo perdido…”. Pero Perico Alonso (el padre de Xabi) cuelga un centro al área que Castro despeja de puños. El cuero le cae a Górriz, que tira a puerta con toda su alma pero el barro frena el balón y lo deja franco a los pies de Zamora (“el peor tiro de mi vida fue el mejor pase de la historia”, reconocería el propio Górriz tiempo después). El delantero acomoda el cuerpo, se perfila y suelta un latigazo que va a dentro. Entonces El Molinón, que es un cenagal, se llena de fotógrafos mientras los jugadores de la Real se cuelgan de las vallas del fondo llenos de barro.
Desapegado del fútbol y amante del ciclismo, al escritor donostiarra solo le interesa la Real. “Pocas veces disfruto el fútbol como espectáculo, me enfurecen las simulaciones de los futbolistas y las pérdidas de tiempo, me aburre la tabarra perpetua en los medios, me dan grima muchos de sus dirigentes, me escandalizan las subvenciones a los clubes y sus privilegios. No veo por dónde agarrarlo”. De hecho, lo que a Izagirre le gustaría es aislar a la Real Sociedad de la ponzoña actual que envuelve al fútbol para que permaneciese incorrupta y bella: “En algún momento pensé que preferiría seguir con la Real en Segunda si a cambio pudiéramos existir como un club decente: es decir, sin deudas monstruosas, sin enormes ayudas públicas camufladas sin administradores judiciales, sin esperpentos de inversores chinos fantasmales, sin convertir el maldito fútbol en el centro de las preocupaciones sociales, que es precisamente lo que ocurrió en aquellos años”.
El libro está lleno de anécdotas y pasajes memorables, como la eliminatoria europea a doble partido contra el Inter de 1979. En la ida los tifosi les lanzaron a los hinchas de la Real bolsas de plásticos llenas de meado y en la vuelta los donostiarras les recibieron montando Normandía. O la historia de Alberto Górriz, que jugó 599 partidos con la Real, desde los 21 a los 35 años, ganó dos Ligas, una Copa, una Supercopa, participó en una semifinal de la Copa de Europa y marcó en un mundial y ahora guarda cola cada 15 días para entrar en Anoeta, donde ocupa una localidad bastante barata. “Los chavales no lo reconocían”, apunta Izagirre, “los adultos sí, por supuesto, pero como somos guipuzcoanos nos quedábamos serios a su lado, fingiendo normalidad, sin molestarle con nuestras emociones. Una vez vi, ya en los pasillos del estadio, la turbación de un viejillo que se cruzó con él y no pudo aguantarse, que le soltó desde el alma un discretísimo ‘aupa, Bixio!’ y que siguió caminando con una sonrisa temblorosa”.
El libro, obviamente, atraviesa por la “desolación polar” de la Segunda División, donde el escritor fue testigo de varios “partidos tóxicos”. Esta época, sin embargo, le procuró a Izagirre alegrías inauditas. Como el ascenso de la temporada 2009/10, que le sorprendió en una glaciar pakistaní, a cinco mil metros de altitud, en la cordillera del Karakórum. “Para conectarme al satélite debía caminar quince minutos glaciar abajo, montar el receptor y orientarlo exactamente hacia un collado, apenas una rendija entre crestas de siete mil metros, el único punto por el que nos llegaba la señal”.
En Mi abuela y diez más, el periodista donostiarra también hace gala de un antimadridismo hermoso y desacomplejado, sano: “Una de las primeras cosas que se me grabó a fuego en Atocha fue que no había equipo más odioso y más imponente que el Real Madrid, que eran los mejores, que eran los más chulos, que los árbitros siempre les ayudaban, y desde crio aprendí los placeres de la indignación y la furia sincera contra el enemigo total. Las injusticias eran tan terribles que desbordaban mi timidez. (…) Este hecho me daba la ventajosa actitud psicológica de los parias, con ese sentimiento dulzón de injusticia, ofensa y despecho, y su consiguiente superioridad moral”.
Izagirre cierra su historia relamiéndose de gusto con los dos partidos que la Real le ganó al Barça para impedir que los blaugranas les arrebatasen el récord de 32 partidos sin perder. Una marca que los culés acecharon en la temporada 2010/11 y 2012/13. Con el segundo partido, el 19 de enero de 2013, además del récord de imbatibilidad estaba en peligro el final del libro, que se había enviado al editor una semana antes y en el que se explicaba, precisamente, que el equipo txuri-urdin había conseguido alejar del récord a los de Guardiola, con goles de Diego Ifrán y Xabi Prieto. La Real se jugaba en este segundo encuentro tanto como Izagirre, que rompió a barruntar finales alternativos cuando en el minuto 25 de la primera parte Pedro hizo el 0-2. “En el silencio fúnebre de la grada me puse a pensar en algún añadido que salvara el libro, en un epílogo que encadenara la muerte de mi abuela con la pérdida del récord: la orfandad completa”. Empató sin embargo la Real para regocijo de todos excepto del escritor, que necesitaba a toda costa que el Barça palmase. Ocurrió en el descuento, como de costumbre, cuando Carlos Martínez centró el balón al área y “allí apareció Agirretxe volando raso entre los defensas centrales, estiró su zanca de grulla, tocó el balón con el empeine derecho y lo desvió muy suavemente al fondo de la red”. Habían salvado el libro.
* Jorge Martínez es periodista.
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