"El modelo de juego es tan fuerte como el más débil de sus eslabones". Fran Cervera
Desde 1994, año en el que Vélez Sarsfield sorprendió al temible Milan de Fabio Capello, ningún equipo sudamericano había conseguido superar en la Copa Intercontinental al representante europeo. El 28 de noviembre de 2000, martes, no parecía el mejor día para quebrar la mala racha. El Real Madrid de Casillas, Hierro, Roberto Carlos, Figo o Raúl comparecía en Tokio como brillante campeón de la Champions League. Los hombres entrenados por Vicente del Bosque, conscientes de su favoritismo, acudieron al Estadio Nacional Olímpico de la capital japonesa para enfrentarse a Boca Juniors, ganador de la Copa Libertadores. El bloque argentino, con Carlos Bianchi al mando, aspiraba al trono mundial de la mano de Riquelme y Palermo, sus dos grandes referencias. El primero gobernaba los ataques con una diestra de seda; el segundo era un martillo pilón ante la portería rival.
A sus 22 años, Juan Román Riquelme poseía una clase con el balón en los pies al alcance de unos pocos elegidos. Había debutado con Boca a los 18 y su estreno con la selección absoluta de Argentina se produjo poco después. Casi nadie dudaba de que aquel joven de tez morena, gesto apagado y prodigiosa técnica iba a ser uno de los mayores talentos del fútbol mundial. Boca Juniors sabía que no podría retener a Román mucho tiempo más. Bajo el radar de importantes clubes europeos, Riquelme se resistía a cruzar el charco, quizás empeñado en rendir un último acto de servicio al club de su vida. Para él, el duelo contra el Real Madrid adquiría un significado muy especial.
El inicio del encuentro, en horario matinal para los aficionados españoles, pilló a muchos con el café entre las manos. Al otro lado del mundo estaba bien entrada la tarde, pero los jugadores del Madrid continuaban con la siesta. Boca salió a morder y se encontró con un rival anestesiado. A los tres minutos, el Chelo Delgado ganó la espalda a la adormecida zaga merengue y asistió a Palermo, que marcó a placer el 1-0. El afamado y peculiar delantero xeneize, un seguro de gol, no tardó en hacer el segundo. Esta vez aprovechó un maravilloso pase en largo de Riquelme para batir a Casillas con un disparo cruzado. El Madrid había despertado con el primer tanto, pero todavía estaba estirando las piernas cuando llegó el 2-0. Sólo habían transcurrido seis minutos. El sesteo blanco iba camino de convertirse en pesadilla.
Por fortuna para sus intereses, el plantel español presumía de una colección de figuras tan amplia que era de esperar que alguna de ellas levantase la voz ante el desastre inicial. Las primeras muestras de rebeldía corrieron a cargo de Roberto Carlos. Un minuto después del 2-0, un duro disparo del explosivo lateral se topó con el larguero de la portería de Óscar Córdoba. La retaguardia de Boca –en especial Ibarra, el lateral derecho– pasó unos instantes de dudas. Roberto Carlos olió la sangre y volvió a sacar a pasear el cañón. Su zurdazo encontró la red. Corría el minuto 12 y el Madrid estaba dentro del partido.
El 2-1 cambió el decorado. El conjunto blanco pasó a dominar la situación, aunque sin agobiar demasiado a los de Bianchi. La movilidad de McManaman y Figo se unió a las cabalgadas de Roberto Carlos como factor desestabilizador. Por el contrario, apenas hubo noticias de Raúl y Guti durante el primer tiempo. Tan sólo un par de chispazos que inquietaron lo justo a Córdoba. En el bando argentino, el escurridizo Delgado no se cansaba de incordiar por izquierda y derecha apoyado en su velocidad y habilidad para aprovechar los espacios. En una acción eléctrica, el Chelo atravesó la defensa del Madrid en un suspiro antes de plantarse ante Casillas. Iker aguantó y rechazó el disparo.
El juego horizontal del Real Madrid no alteraba en exceso a Boca, bien posicionado atrás y sin necesidad de presionar en exceso. Por delante, Delgado, Riquelme y Palermo estaban preparados para desatarse a la menor concesión del Madrid. El campeón sudamericano contaba además con el aliento incansable de los miles de aficionados argentinos desplazados a Tokio, que se pasaron los 90 minutos cantando. Soñaban con la gesta y se sentían seguros en los pies de Juan Román Riquelme, el líder silencioso. Los fieles hinchas sabían a la perfección de lo que era capaz el ’10’ de Boca.
Al margen de su genial asistencia a Palermo en el 2-0, a Riquelme le había faltado algo de brillo en los 45 minutos iniciales. Guardaba lo mejor de su repertorio para la segunda parte. Primero, el prodigio de San Fernando reclamó la atención de los flashes gracias a una falta sacada con maestría que puso en apuros a Iker. Román corría lo justo, pero vigilarle era un dolor de cabeza para cualquiera. Incluso para Makélélé. El infatigable mediocentro era el principal encargado de impedir que Riquelme se sintiese cómodo. Una misión que se complicó con el paso de los minutos. Quienes debían aprovechar el trabajo del francés, como Raúl, Guti, Figo o McManaman, estaban por debajo del nivel exigible. Sólo el extremo portugués pareció rebelarse ante la posibilidad de la derrota, pero sus continuos intentos por acaparar el juego ofensivo lo llevaron a alejarse demasiado del área.
Raúl, en cambio, pasó por Tokio como un fantasma. Aun así, protagonizó los escasos sustos a Boca en el segundo tiempo. Un remate de cabeza en boca de gol que se marchó fuera y un tanto anulado por fuera de juego. Del Bosque, agobiado por el paso infructuoso de los minutos, quitó a McManaman y Makélélé para introducir a Savio y Morientes. El técnico salmantino buscaba desborde y gol, carencias inesperadas del Madrid aquel día. Su intento resultó baldío. Boca se mantuvo firme, sustentado por el central Bermúdez y el mediocentro Serna, dos futbolistas que siempre jugaban con el cuchillo entre los dientes.
En la recta final del choque, al Real le faltó empuje y acierto. La formación argentina, que tampoco hacía diabluras con el balón en los pies, se encomendó a la velocidad del Chelo Delgado (marró una buena ocasión en el minuto 80) y al virtuosismo técnico de Riquelme. Cada falta o córner a favor de los xeneizes venía con premio doble. Rompía el ritmo del Madrid y, de paso, metía el miedo en el cuerpo a Casillas gracias a la precisión en el golpeo de Román.
El encuentro agonizaba cuando Riquelme, erigido en maestro del duelo, impartió su última lección. Cerca del centro del campo, junto a la línea de banda, superó a Helguera y bailó con el esférico en la cara de Geremi. El camerunés no olió la bola. La jugada acabó en falta favorable a Boca cuando Guti y el propio Geremi habían rodeado al genio. Aquella secuencia maravillosa resultó ser la metáfora perfecta de lo ocurrido durante buena parte del partido. Un Madrid a contrapié, sometido por un joven argentino que opositaba a estrella mundial. La final se clausuró con el 2-1, resultado que otorgó a Boca Juniors su segunda Copa Intercontinental.Pese a la lección de jerarquía y clase de Riquelme, Palermo fue nombrado mejor jugador del partido gracias a sus dos goles.
El nombre de Juan Román Riquelme había irrumpido con fuerza en el escaparate mediático internacional. Todavía tendría la ocasión de guiar a Boca, al año siguiente, a un nuevo triunfo en la Copa Libertadores (esta vez, ante Cruz Azul, sí fue reconocido como el jugador más destacado de la final). Riquelme no iba a desaprovechar ni una posibilidad de añadir gloria y títulos al escudo de un club histórico, pese a que la cuenta atrás para su esperado desembarco en el fútbol europeo había comenzado hace tiempo. Al otro lado del Atlántico, el F. C. Barcelona se obsesionaba con su fichaje. Desde la final de Tokio contra el Madrid había crecido el convencimiento de que era el antídoto contra el dominio del eterno rival en España y Europa. El Barcelona necesitaba a jugadores excelsos para vencer sus complejos. Anhelaba vestir de azulgrana a Juan Román Riquelme.
* Javier Brizuela es periodista y filósofo.
– Foto: Olé
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