El 1 de septiembre de 1859 murió Allen Robertson, también conocido como The King of Clubs, el mejor jugador del momento. Eran tiempos lejanos en los que el golf se expandía en treinta campos a través del Reino Unido, la mayoría en Escocia, donde unos pocos caballeros de clase alta se jugaban el honor en sus partidas y donde los caddies eran iletrados que buscaban un trabajo para subsistir o ajustar sus cuentas en las tabernas. El rey había caído y era necesario encontrar un sucesor, por lo que se convocó un torneo en el Prestwick Golf Club al año siguiente, en el que participarían ocho jugadores.
Willie Park, hijo de un agricultor que trabajaba empujando el arado para un terrateniente, se proclamó vencedor del primer Open Championship de la historia y recibió un cinturón de tafilete rojo adornado con placas de plata de manos del conde de Eglinton. Se había disputado en tan solo cinco horas. Poco se sabía por aquel de entonces de los principios fundamentales que rigen en la actualidad el swing de golf, por lo que sus secretos se trasladaron de padres a hijos y provocaron que en sus quince primeras ediciones el ganador perteneciera normalmente a dos familias: los Park o los Morris. Es difícil imaginarlo ahora, pero uno de los torneos más imprevisibles que hay en el golf comenzó prácticamente como si de un duelo al sol se tratara.
Escocia dominó el palmarés hasta casi entrado el siglo XX y la competición evolucionó hasta parecerse más al actual formato. Después de cuatro ediciones, el viejo Tom Morris se llevó el primer premio en metálico para el ganador (seis libras), en 1872 se cambió el cinturón por la conocida Jarra de Clarete que perdura en la actualidad y un año más tarde se celebró por primera vez fuera de Prestwick, en Saint Andrews. La apertura de miras de sus organizadores hizo que el torneo adquiriera aún más relevancia y en 1894 se trasladó por primera vez a Inglaterra, hasta el Royal St. George’s Golf Club. Los contendientes ya no eran solo caddies persiguiendo una halo de gloria o una salida a sus rutinarias vidas, sino también profesionales, greenkeepers o fabricantes de palos y bolas que buscaban un suplemento a sus modestas ganancias. El Open estaba creciendo a la misma velocidad que se expandía el golf al otro lado del Atlántico y un hombre sería capaz de hacerlo brillar con luz propia.
Bobby Jones era un aficionado estadounidense que se había proclamado campeón del US Open en 1923. Un swing muy similar a los que podemos ver hoy día y un ritmo elegante y pausado lo habían convertido en el mejor jugador del momento con tan solo 21 años. Su proyección era enorme. Tras un leve contacto con los links en 1921, donde se retiró frustrado de las onduladas calles y los profundos bunkers de Saint Andrews, Jones aterrizó en Royal Lytham & St. Annes en 1924 dispuesto a hacer valer su golf en cualquier escenario imaginable. Su leyenda comenzó allí. No solo ganó su primer Open, sino que también se llevó dos de las cuatro siguientes ediciones, consiguiendo además el Grand Slam en 1930.
Su hazaña situó al Open en una visita imprescindible para cualquier golfista que quisiera considerarse un campeón, ya fuera europeo o americano. El torneo que disputaron ocho hombres en su primera edición se había transformado en la prueba definitiva para entrar en la historia de este deporte, y eran legión los profesionales que entrenaban durante todo el año para poder conseguir una plaza.
La llegada de la II Guerra Mundial obligó a suspender el torneo durante seis años, entre 1940 y 1945. Poco después, una brillante generación de golfistas comenzó a otorgar a los aficionados británicos los duelos más vibrantes que hubieran contemplado nunca. Gary Player lo ganó por primera vez en 1959 y los otros dos componentes de The Big Three no tardaron en seguir sus pasos. Arnold Palmer ganó dos ediciones consecutivas, en 1960 y 1961, mientras que Jack Nicklaus lo hizo en 1966 en Muirfield.
Estos tres hombres habían escuchado hablar del dominio que impuso Bobby Jones unas décadas antes y habían convertido el golf en un deporte extremadamente competitivo, con muchos más candidatos a la victoria que a comienzos del siglo. Lee Trevino, Tony Jacklin o Johnny Miller fueron algunos de los hombres que consiguieron arrebatarles el triunfo, sobre todo a Jack Nicklaus. El Oso Dorado, a pesar de ganar tres ediciones, ostenta el récord de mayor número de segundos puestos en el Open: siete. Es el grande que menos veces ganó a lo largo de su carrera, pero, paradójicamente, es en el que más destacó durante los sesenta y setenta.
Pero si hay un hombre que fue capaz de hacer de esta competición su particular territorio de caza, ese fue Tom Watson. Harry Vardon había ganado seis ediciones, Peter Thompson y John Henry Taylor cinco, Bobby Locke cuatro… Pero ni el golf era tan competitivo ni tan global como al que tuvo que enfrentarse este jugador nacido en Kansas (Estados Unidos). Entre 1975 y 1983, Watson se llevó la Jarra de Clarete en cinco ocasiones. Su última victoria dio por finalizado un largo período de dominio norteamericano y varios hombres como Severiano Ballesteros, Nick Faldo, Greg Norman, Ian Baker-Finch, Sandy Lyle o Nick Price comenzaron a destacar cuando el golf se trasladaba a los links. Fue un período abierto y generoso con la competición, en el que los nombres variaban con tanta facilidad en la tabla como las bolas ruedan en ocasiones hacia uno u otro lado en las calles de Carnoustie, Royal Birkdale o Royal Liverpool. Solo Tiger Woods, ganando tres ediciones (2000, 2005 y 2006), volvió a dar una mínima sensación de dominio en este torneo.
El tiempo, sin embargo, no parece haber pasado demasiado rápido por estos lares. Los links se construyeron de la forma más natural posible, a través de dunas cercanas al mar y dejados a merced de los vientos que con tanta costumbre azotan las islas. Sí, ahora en el Open hay carpas, gradas, tiendas y miles de coches, pero cada vez que un jugador pega el primer golpe del torneo se vuelven a escuchar ecos del pasado, como si el viejo Tom Morris mirara detrás de una esquina de la casa club. Al igual que idealizados, estos escenarios también tienen cierto sabor hogareño. Los habitantes de los pueblos cercanos al campo siguen las mismas costumbres que sus antepasados, cuando la familia Park se enfrentaba a la Morris ataviada con trajes incómodos. Para ellos y, por extensión, para el resto del mundo, cada semana que se celebra el Abierto Británico el hoy se funde durante cuatro días con el ayer. Es solo golf, pero también una suerte de bisagra en la historia.
* Enrique Soto.
– Fotos: Turnberry – The Open Championship
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