"El modelo de juego es tan fuerte como el más débil de sus eslabones". Fran Cervera
El Madrid de baloncesto no pudo completar el pleno. El domingo prometía tres homenajes posibles, los de Alonso, Nadal y los chicos de Pablo Laso, pero sólo pudieron cumplirse los dos primeros. Lástima para las portadas. Pese a ello, a la euforia natural de la prensa deportiva (diario Marca del lunes 13 de mayo) se sumó sin pudor cierta prensa conservadora (ABC del mismo día) que no suele faltar al champán de las buenas ocasiones. Al margen del inquietante parecido entre ambas primeras planas, llama la atención el estrecho matrimonio del deporte con las instituciones, engrasado por los medios y con gran penetración en la sociedad. Nadie concibe un lunes sin la resaca de los goles y del safety car como nadie tampoco entiende ya un palco bonito sin su preboste de turno ni su portada crujiente. Al respecto, la última gran imagen la ha dado Artur Mas, cuadrándose ante el himno español por culpa de la victoria de Alonso en Montmeló, como una prueba macabra de realpolitik al final de una mañana de carreras.
Las industrias culturales tienen desde hace décadas un cómplice de excepción: el evento deportivo. Los pasados Juegos Olímpicos de Londres, con su ceremonia ecléctica global, son la última prueba de ello, pues además comparten de pleno aquella máxima del cine de ser “la fábrica de los sueños”. Pues bien, para quien guste, la oferta está bien servida. Hay espectáculo deportivo prácticamente todos los días del año. Si antaño se suponía posible que la ardilla cruzara el país de parte a parte sin tocar el suelo, ahora es posible para el aficionado pasar el fin de semana entero enchufado al sillón ball sin despegarse de la pantalla ni un segundo. El menú toca todas las disciplinas de seguimiento y trata de no solapar grandes eventos. Se intenta construir un continuum de más de 48 horas. Para el espectador afín es una sensación agradable y extraña, como la de un horario encabalgado y servil, un supermercado sin horarios al lado de casa. Para la persona ajena, probablemente, sea algo más parecido a un zumbido cansino que no para nunca.
Al punto, surge el concepto del pan y circo, que siempre parece de moda. Útil para delatar el adocenamiento de masas y el cambalache del deporte, el matrimonio exagerado y hueco entre éste, la prensa y las instituciones, volcadas al calor de unos ídolos capaces de ofrecer mucho más brillo que votos o encuestas favorables pueden soñar para sí estos últimos. Sólo una complicidad tan profunda explica episodios como la Operación Puerto o los empecinados Juegos Olímpicos de Madrid, tan dudosos y desgraciados. Por otro lado, el popular panem et circenses también ha generado estereotipos parciales, como el del hincha estúpido, mononeuronal, que no sabe nada de la prima de riesgo ni de los reyes godos. Es un cliché alimentado a conciencia por cierto periodismo de taberna, que a su vez encuentra su réplica en cierta intelectualización del deporte más o menos reciente, que empezó en Camus y continúa hoy fuerte en boca de sofisticados narradores y revistas culturales varias.
Al fin, sea como sea, es probable que lo mejor del deporte siga siendo el deportista, bastante por encima de todo el ruido que genera a su alrededor. La suciedad en sus márgenes no parece invalidar que el campeón siga siendo en general un referente deseable. Y la fórmula óptima del seguidor pasa por ellos, por supuesto, por disfrutar, asombrarse pero no dejar de ajustar cuentas con la portada del día siguiente, que al fin y al cabo es nuestra obligación.
* Carlos Zumer es periodista.
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