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“El carácter de cada hombre es su destino”. Heráclito


Historias

Branko Kubala, el niño que no pudo luchar contra el mito

por el 22 marzo, 2012 • 15:48

Su vida ha sido una comparación continua. Siempre a la sombra de su padre, de él se esperaban las mismas tardes de gloria que ofreció el gran Ladislao. Pero Branko era distinto. Desde muy pequeño se le marcaron unas expectativas muy altas, difíciles de cumplir. Equipararle con su progenitor añadió una presión extra a la que no pudo hacer frente, lo que acabó marchitando precipitadamente su carrera.

La trayectoria como futbolista de Branko Kubala es muy parecida a la de Jordi Cruyff. Hijos de dos de los mejores jugadores de la historia, crecieron con la idea de probar por sí mismos el sabor del éxito. Ni uno ni otro, sin embargo, llegaron a la altura de sus padres. Fueron actores de clase media, nada más. Para muchos otros habría sido todo un triunfo. Para ellos, la peor de las torturas.

 

HUÍDA DRAMÁTICA

El primogénito de László Kubala y Violeta Daucikova nació en Sahi (Checoslovaquia) el 10 de enero de 1949 mientras su padre se encontraba en Budapest enrolado en las filas del Vasas. Había aceptado abandonar el Slovan de Bratislava y regresar a su país con la condición de que, si ganaba la Liga, podría marcharse al extranjero. Pero las promesas de libertad se quedaron en papel mojado (no pudo ni regresar a la capital checoslovaca para conocer al recién nacido) y escapó de las garras del comunismo vestido de soldado ruso, refugiándose en Italia.

Violeta decidió entonces abandonar Checoslovaquia para poder reunirse con su marido, que le envió dinero para que contratara a un contrabandista. Para huir aprovecharon un día de tiempo horrible, con temperaturas bajo cero. “Mi madre estaba embarazada de mí -explica Ladislao, el segundo hijo de Kubala- y cruzó el Danubio un poco más arriba de Bratislava, a nado. Puesto encima de una rueda de camión iba mi hermano Branko, que tenía solo unos meses”.

Fueron años de penurias, de pobreza para la familia Kubala. El atacante, suspendido por la FIFA a petición de las autoridades húngaras, tuvo que ganarse la vida jugando partidos de exhibición con el Hungaria, dirigido por su cuñado Fernando Daucick y formado íntegramente por exiliados. Hasta que le descubrió Samitier, le fichó el Barça y empezaron los años de alegría y fama.

Mientras la familia aumentaba con la llegada de Carlos, que nació en 1958, Branko y su hermano Ladislao pasaban horas y horas sentados sobre el césped de Les Corts viendo entrenar a los jugadores azulgrana. El olor a hierba recién cortada y a cuero marcaron sus infancias. Dieron las primeras patadas a un balón jugando con los tiets (tios), que era como llamaban los dos niños a mitos azulgrana de la talla de César, Ramallets, Biosca, Manchón o el recientemente fallecido Basora.

 

BÉTICO POR UN PENALTY

En marzo de 1961, el nombre de Branko empezó a sonar en los medios de comunicación con solo 13 años. Sorprendió que el chico jugara un partido con los juveniles del Betis, conjunto del que era aficionado confeso. Fernando Daucick era el técnico del primer equipo verdiblanco y quiso darle una alegría al muchacho. Esa fugaz aparición tuvo una gran repercusión y demostró que Branko despertaba un gran interés solo por el hecho de apellidarse Kubala.

“Con papá no suelo hablar de fútbol. Cambio impresiones sobre determinados puntos de vista técnicos, pero generalmente en plan de consejo”, explicaba entonces el chico, que actuaba de delantero centro y se había convertido en el máximo goleador del equipo de su colegio. Su futuro como profesional sonaba aun muy lejano: “Primero terminaré los estudios. Después, decidirá papá. Pero la verdad, me gustaría venir al Betis. Como soy bético…”.

La afición por los sevillanos la provocó, casualmente, su propio padre. Resulta que en un partido de Liga entre el Barça y el Betis, a los andaluces -que estaban cuajando un gran partido en Les Corts- se les señaló un injusto penalti en contra. Kubala, lanzador habitual de las penas máximas, situó el balón en los 11 metros, se concentró y marcó. Esta diana frenó el ímpetu verdiblanco y dio alas al equipo azulgrana, que acabó venciendo por 4-1.

Por la noche, sentado en el comedor junto a su progenitor, Branko mostró su disgusto por la forma como el Barça había derrotado a su rival. “No era penalti, deberías haber tirado a fallar”, dijo el pequeño. Y László se encogió de hombros y le explicó a su retoño que era un profesional y que tenía que cumplir con su deber. “Desde aquel día tengo gran aprecio al Betis”, aclaró el muchacho.

 

A LA ACADEMIA DEL MILAN

 

Año y medio después, el joven estaba enrolado en la escuela del Barça que se creó, según crónicas de la época, a petición de Lázló Kubala, convencido de la importancia de contar con una cantera de jugadores. El Milan le descubrió y se hizo con sus servicios, convirtiéndole en uno de los 52 alumnos de su centro de formación, que dirigía el ex internacional sueco Nils Liedholm, uno de los miembros de la mítica delantera GreNoLi.

No solo existía el fútbol en Milanello, también se daba mucha importancia a los estudios. Era una academia muy parecida a la actual Masia del Barça. Giuseppe Viani, director técnico del Milan, consideraba que Branko -al que caracterizaba un mechón blanco en la frente- era uno de los cinco o seis chicos de su academia que llegarían a ser figuras de primer orden.

Branko era muy disciplinado, nunca se quejaba y su humildad era extrema, quizás demasiado para enfrentarse al competitivo mundo del fútbol. “Yo quisiera no defraudarles (a los responsables del Milan). Pero esto del deporte no es fácil”, reconocía el muchacho. Tras dos campañas en Italia, donde llegó a tener algunos minutos en el primer equipo rossonero, regresó a Barcelona con 16 años. Él aun no lo sabía, pero estaba a punto de hacer historia de la Liga española.

Fue fichado por el Espanyol en una época en la que estaba muy viva la rivalidad entre pericos y azulgranas. Pero Branko no tuvo dudas. Simplemente seguía de nuevo los pasos marcados por su padre, que se había convertido en técnico blanquiazul despechado por su mala salida del Barça.

 

EL DEBUTANTE MÁS PRECOZ DEL ESPANYOL

El sábado 3 de abril de 1965, el Athletic Club recibía al Espanyol en el estadio de San Mamés. Faltaban dos jornadas para acabar la Liga y pocos sospechaban que este iba a ser un momento muy importante para el conjunto catalán. Branko Kubala, más conocido como Kubala II, se convirtió en el jugador blanquiazul más joven en debutar en Primera División con 16 años y 83 días, un récord que aún ostenta y que va a ser muy difícil de superar.

Estaba quemando etapas demasiado rápido, sin tiempo para asimilar lo que le estaba ocurriendo. No tenía el espacio suficiente para crear su propio camino y la excelente carrera de su padre -que se estrenó como profesional con 15 años en el Ferencvaros húngaro y que con 17 era ya internacional- suponía una presión extra para Branko. Y lo que es peor, le marcaba plazos fijos sin tener en cuenta si el joven estaba preparado para asumirlos.

Su experiencia con el Espanyol fue efímera. Participó solo en dos partidos oficiales. Ante el Athletic (2-1), el corresponsal de ABC le vio “encogido, tímido o asustado”. En el primer encuentro en su estadio, contra el Sevilla (0-2), salió como titular, ejerció como centrocampista y extremo y, según La Vanguardia, su “indudable buena técnica” no compensaba “su falta de madurez”.

Pese a este decepcionante inicio, Branko vivió un momento inolvidable como perico cuando formó línea de ataque junto a su progenitor y a Alfredo Di Stéfano en un amistoso entre el Figueres y el Espanyol. Pero el muchacho, pese a su juventud, tenía los días contados en el club blanquiazul.

 

DE SABADELL A ESTADOS UNIDOS

Por eso con 18 años aceptó el contrato amateur que le ofreció el Sabadell, recién ascendido a Primera y candidato a luchar hasta el final por no descender (consiguió la permanencia en la promoción de ascenso). Aunque el conjunto vallesano no firmó una gran campaña, Branko dejó muestras de su talento como los dos goles que marcó en el inesperado triunfo ante el Barça (4-3).

Parecía tener hueco en la máxima división del fútbol español gracias a su clase, fuerza y precisión en el tiro. Solo le faltaba confiar en sí mismo y coger experiencia suficiente. Pero, una vez finalizado su contrato de un año con el Sabadell, tomó una decisión que marcó su carrera. Se marchó con su padre y su hermano Ladislao a Canadá en 1967 para participar en la recién creada liga estadounidense.

Les había reclamado Fernando Daucik, técnico de los Falcons de Toronto, para que se unieran a él y a su hijo Yanko en esta familiar aventura americana. “Kubala: único futbolista del mundo en jugar con sus dos hijos”, publicó rápidamente la prensa de EEUU falseando ligeramente la realidad. Lo cierto es que Ladislao Jr., demasiado verde, solo jugó con el Hungaria, el conjunto filial.

Branko sí fue pieza capital de los Falcons al lado de su padre, que seguía en forma a los 40 años. Cuando el antiguo crack azulgrana y su primogénito marcaron en el mismo encuentro, el titular fue fácil: “La familia Kubala derrota al Sant Louis”.

El nuevo campeonato, sin embargo, languideció rápidamente por la falta de público. Intentando aprovechar la experiencia al máximo, el hijo mayor de Kubala pasó por los Dallas Tornado y, justo cuando acababa de fichar por los St. Louis Star, fue requerido desde España para realizar el servicio militar. Regresó a la península en 1968 y el conjunto estadounidense le denunció por incumplimiento de contrato.

 

CARTAGENA, SANT ANDREU, ATLÉTICO MALAGUEÑO…

Finalizado su periplo en el ejército, Branko aún se veía con fuerzas para seguir con su carrera como futbolista. Tenía solo 22 años pero le costó encontrar un destino. Anecdóticamente, participó en un partido de entrenamiento con el Real Madrid ante la selección española que dirigía su padre. Luego, se marchó al Cartagena, de Tercera División, para participar en el tramo final de la temporada 1970/71.

El equipo albinegro estaba luchando con el Xerez y el Recreativo de Huelva por el liderato y Kubala II tenía que ser el plus que permitiera lograr el ansiado ascenso. “Donde más puedo rendir es en un equipo de Tercera con aspiraciones“, explicaba el atacante. Y añadía: “Según mi padre, a mi edad él era inferior en juego a mí“. Espectativas demasiado altas para un chico que llevaba demasiado tiempo apartado de los terrenos de juego y que prácticamente no aportó nada.

La siguiente campaña encontró acomodo en Segunda en las filas del Sant Andreu. Pero su experiencia en el equipo cuatribarrado tampoco fue muy positiva. Una lesión (se clavó un taco en el pie) le mantuvo de baja varias semanas. Ya recuperado, no gozó de la confianza del entrenador.

No fue hasta febrero de 1972 cuando Branko Kubala se desplazó por primera vez con el equipo. “He tenido una enorme alegría al saber que me convocaban porque, la verdad, estaba un poco desesperado”, afirmaba. Su alegría resultó fugaz y, en verano, se encontró en paro. El Atlético Malagueño, filial del Málaga, apostó por él. Era su última oportunidad, pero tampoco le salió bien. Cansado, acabó colgando las botas en 1973 con 24 años.

Su carrera como futbolista acababa de forma precipitada por falta de oportunidades. En su trayectoria, Branko dejó la sensación de ser más un producto de marketing que un futbolista real. El peso de su apellido le persiguió constantemente y solo encontró cierta tranquilidad cuando estuvo rodeado por la familia, que trató de protegerle. Cuando tuvo que volar solo fue incapaz de luchar contra la incesante comparación con su padre, de quien había heredado “la pasión por el deporte y, sobre todo, por el fútbol”.

 

* David Ruiz Marull es periodista. En Twitter: @DavidRuizM




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