"El modelo de juego es tan fuerte como el más débil de sus eslabones". Fran Cervera
Frederic Porta / Firmas / Miradas
Tan extinto como los dinosaurios, el boxeo ya ni espera redención en tiempos de lo políticamente correcto. Pese a ello, y sin resultar apologistas del sopapo, vale la pena desempolvar la mística de sus legendarios campeones por instruir cuanto instruyeron a contemporáneos y futuras generaciones a base de poner la jeta para que se la rompieran, literalmente. Una tremenda pedagógica echada a perder. Al promocionar uno de sus últimos films, Martin Scorsese, el cineasta que mejor ha reflejado esa galaxia hoy lejana y extraña, mostró su estupefacción a propósito de tamaña decadencia. El creador de maravillas como Toro Salvaje, Taxi Driver o Uno de los nuestros, aseguró que no existía deporte mejor que el box para explicar las analogías con el mundo que vivimos, en el que todo parece reducirse a buscar el knock-out del prójimo, entendido como adversario, aunque los puños hayan dejado paso a la supuesta sofisticación de los mercados y centros financieros. Será que ya no place vernos reflejados en esa metáfora de supervivencia.
Dos muestras, por ejemplo. Nadie recordará pronto cuanto significaron para la minoría negra estadounidense, en autoestima, rebelión y soterrada venganza, aquellos sonados triunfos de Joe Louis. Cada combate que ganaba, desde Harlem a Alabama o Missouri, la inyección de adrenalina proporcionada por los puños de El Bombardero de Detroit en plena alma de su raza resultaba gigantesca e inalcazable mediante otras proezas. Quienes décadas antes acuñaron el término la gran esperanza blanca, hoy desconocida su génesis, poco reparo mostraron ante su color de piel cuando le vieron humillar a Max Schmeling, aspirante nazi al cetro mundial de los pesados, en otra lección histórica de equivalencia deportiva camino del olvido. O lo que significó Cassius Marcellus Clay, alias Muhammad Alí, en su rebeldía muy de los 60, al negarse a combatir en el Vietnam y exigió igualdad de trato con menor sutileza que Martin Luther King y mayor beligerancia que Rosa Parks desde su asiento en el autobús segregado. Con Clay acaba el box, eso seguro, carcomido por los intereses de los diversos Don King de ese pestilente submundo, capaces de devorar la suculenta bicoca hasta dejar sus amaños a la vista. Tongos mil veces popularizados en clásicos del séptimo arte como Más dura será la caída, con protagonismo de Humprey Bogart, o La ley del silencio, con el joven Marlon Brando soltando aquello de hubiera podido ser un aspirante, que en la jerga popular de su país aún representa el peso de las circunstancias cuando se marran los sueños de aquellos que desean ir mucho más lejos con sus vidas y se quedan con las malditas ganas y una amarga queja crónica.
Filmografía de raíz boxística, a kilos, casi siempre en blanco y negro, acorde a los años de movilización masiva por un combate de, supongamos, Jess Willard, Jack Dempsey, Gene Tunney, Rocky Marciano o estrellas de similar luminosidad. Ninguna, pero, tan ajustada, brillante y conmovedora como Raging Bull, ese Toro Salvaje tejido por Scorsese y que ha pasado a los anales, con todo merecimiento, como la mejor película rodada en la década de los 80. Conviene revisar el ascenso y caída del púgil Jake LaMotta, encarnado por el entonces pletórico Robert de Niro, porque en esas dos horas de metraje se aprende más sobre la condición humana, sus pliegues y fallos congénitos, que en el más prestigioso de los MBA. Es un drama shakesperiano en su mayor esplendor Y encima, enormemente más económico que un master, sin duda. Los combates, de base real, entre LaMotta y Marcel Cerdan o la serie con Sugar Ray Robinson ponen la piel de gallina en la científica recreación, también filosófica, lograda por Scorsese.
Hoy parece mentira que estadios con capacidad para más de cien mil personas quedaran abarrotados por fanáticos dispuestos a comprobar cómo un púgil se imponía a otro mediante la fuerza de la propia fuerza, pero conviene significar la trastienda de cualquier combate histórico, lo que representaba en la sociedad de la época, qué valores transmitía para solaz de nuestros ancestros. Hagamos hoy los ascos que queramos, pero eso es pasado común, deporte con profunda carga simbólica y didáctica que no debería desaparecer, no sea que los ciclos pendulares vuelvan a convertirlo en moda imperante dentro de nada. Como tampoco convendría que se disiparan los cercanos ídolos del ring y su incidencia en la sociedad de su época, porque habría tela que cortar y contar sobre Paulino Uzcudun, Josep Genovés, Pedro Carrasco, José Legrá, Mimoun Ben Alí, Miguel Velázquez o José Manuel Ibar Urtain, juguetes más o menos rotos cuyas biografías personales sueltan cataratas de información sobre las características de los contemporáneos que les convirtieron en ídolos de masas. De masas, aunque hoy suene a falsedad exagerada.
Europa, no sólo España, carece de sportswritters con vocación de servicio público para acercarnos el trasfondo en el que pegaron tales púgiles, auténticos símbolos cuya épica no merece el castigo de la más radical desaparición. Una cosa es el boxeo y otra, bien distinta, lo que simbolizaron y encarnaron tantos y tantos boxeadores. Sin ir más lejos, los Estados Unidos del siglo XXI serían incomprensibles de no mediar un tal Muhammad Alí, el que flotaba como mariposa y picaba cual avispa. Lástima, nos quedamos sin biblioteca de consulta sobre lecciones universales aportadas desde el pugilato.
* Frederic Porta es periodista. En Twitter: @fredericporta
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