Este fin de semana fue la segunda vez en mi vida que pisaba Roma. Dudo que haya alguna otra gran capital mundial que me genere tanta emoción con sólo pisarla, incluso ni siquiera hace falta poner un pie en la Ciudad Eterna para que se me acelere el corazón. En el autobús desde Fiumicino hasta Termini, voy observando en el asiento cómo van desfilando ante mí el Coliseo, el Arco de Constantino, los Foros imperiales, la Plaza Venecia y por último, la Basílica de San Pedro del Vaticano. Por fortuna, mi hotel se encuentra a pocos metros de la Santa Sede católica, abarrotada de feligreses que están deseosos de presenciar el primer Ángelus del nuevo Papa Francisco, que será al día siguiente. Entre la multitud de cámaras, compactas o réflex, aparece el color verde como la hierba, el toque irlandés al turismo cosmopolita.
Los hombres y mujeres de la otra isla británica se visten con sus zamarras de la Unión Irlandesa de Rugby y Fútbol, se atan al cuello la bandera de su país y algunos más preparados se calan el clásico sombrero de Guinness que los convierte en gnomos muy altos. Unas horas más tarde animarán a su equipo del alma en el estadio de la Via dei Gladiatori, el Olímpico de Roma, en el último partido del Seis Naciones del 2013 contra Italia. Pocos son los irlandeses que veo sin una cerveza en la mano, disfrutando de la buena temperatura en la capital de Italia y el sol que caldea el ambiente de los últimos días de invierno.
En los alrededores del Foro Itálico había incontables puestos de publicidad interactiva, llamémosla así. Las diferentes casetas de varias marcas permitían que el común aficionado participara en diferentes concursos para hacer más amena la espera hasta las 14:30, hora en la que la organización aconsejaba entrar al estadio. Ciertamente, a mí no me afectaron demasiado: sé que uno regalaba camisetas de Italia con un rasca y gana, pero ni siquiera recuerdo el nombre de la compañía promotora. En el centro, el local más concurrido era el Bar Peroni, la cerveza más famosa de Roma. Tanto allí en el bar, como en el resto del Foro, como en toda Roma, la mezcla entre irlandeses e italianos era normal. Muchos se deseaban buena suerte para el partido, aunque el otro no entendiera mucho lo que estaban diciendo, se hacían fotos, se daban abrazos… Emocionaba sólo verlo.
Por suerte, pude asistir al encuentro. Lo hice acompañado de mi novia, que también se estrenaba viendo en directo un partido de rugby. Los dos, de vez en cuando, solemos ver por la televisión el Seis Naciones cada año. Sin ser entendidos en la materia e ignorando las razones de algunas interrupciones del juego marcadas por el árbitro, encontramos el rugby uno de los deportes más bonitos de ver. Eso sí, en la tele tenemos los comentarios del narrador, que nos despeja algunas dudas, en el campo carecemos claramente de ellos, pero el marcador del estadio nos salva de varios malentendidos del juego.
Lo primero que me llama la atención al entrar al campo es, aparte de la grandeza del mismo (no me esperaba que fuera tan enorme y estuviera tan bien), que no había una grada destinada a la afición visitante. Mirase a donde mirase podía ver una camisa verde, un sombrero Guinness o una bandera tricolor irlandesa (la bandera de las Irlandas unificadas no parece haber triunfado en el merchandising). No existía la típica esquina, la peor del estadio, reservada a los rivales que tanto se ve en el fútbol. Todos mezclados, todos hermanados. Al poco rato llegó el momento de la ceremonia de los himnos y ni una mosca se oía mientras tocaba la orquesta sobre el césped. No se oía ni una mosca, ni a la banda, la verdad. Nos enteramos que comenzó el himno irlandés cuando los seguidores, en sus butacas, comenzaron a cantarlo casi a capela. El respeto a los himnos de ambas aficiones fue conmovedor.
Como cuenta Andrés Marchante, Italia fue muy superior a Irlanda durante los ochenta minutos de partido. El jolgorio en las abarrotadas gradas del Olímpico culminó con el 22-15 con el que acabó el Seis Naciones de este curso para los dos países. Eso me hace pensar: ¿habría algún deporte que no fuera el fútbol que pudiera llenar un estadio de casi 73.000 espectadores aquí en España? Me parece que la respuesta está clara. Puede que sólo lo hagan los deportes de motor. Ni siquiera la gran generación de campeones que hemos tenido en el baloncesto podría llenar La Condomina, probablemente, por no hablar ya del balonmano o el atletismo. Cierto es que ninguno de los deportes mayoritarios en nuestro país, aparte del fútbol, se disputa en un estadio al aire libre de tal capacidad, pero me cuesta mucho creer que un España-EE. UU. de baloncesto llenase un estadio si se viera de maravilla desde cualquier ángulo.
* Jesús Garrido es periodista.
– Foto: Federico Scoppa
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