"El éxito se mide por el número de ojos que brillan a tu alrededor". Benjamin Zander
Los hechos se repiten semana a semana en alguna categoría del fútbol argentino. En las últimas dos semanas dos personas murieron en balaceras antes de dos partidos diferentes. A su vez, hubo por lo menos otros cinco episodios violentos en el lapso de estos quince días.
Las noticias hablaron de las muertes de Adrián Velázquez, barrabrava de Tigre, y de Julio Biscay, barra de Gimnasia. En el segundo hecho también resultó herido de un balazo un chico de apenas 11 años. Fue antes del encuentro entre el Lobo platense y Nueva Chicago, por la Primera B Nacional (segunda división). El partido no pudo concluir porque minutos antes del final la parcialidad visitante se trenzó en una disputa con la policía bonaerense.
Fueron estos hechos, pero podríamos relatar otros. El pasado miércoles barras de Huracán y Deportivo Morón (segunda y tercera división) se cruzaron en una ruta a tiros antes de sus juegos por Copa Argentina en la provincia de San Juan. A su vez, en un juego de la Primera D (quinta división, amateur) terminó con el arquero suplente de Muñiz apuñalado por violentos de Leandro N. Alem, el club local.
Sería más agradable tener que hablar de Lanús, del mal momento de Boca, del Vélez de Gareca. En otras palabras, de fútbol. Sin embargo, las crónicas policiales parecen ser cada vez más preponderantes y hacia allá vamos. A intentar explicar o trazar algunas líneas que ayuden a entender el fenómeno de la violencia en el fútbol argentino.
Visto desde la distancia, quizás puedan llamar la atención la concatenación de episodios y la cercanía entre uno y otro. Desde Argentina, no tanto. La violencia en el fútbol está naturalizada e institucionalizada. Naturalizada porque ya no conmueve, no llama la atención, el medio se acostumbró a esto. Nos acostumbramos. Institucionalizada porque forma parte del sistema. En sus propias estructuras el fútbol argentino tiene el germen de la violencia. Incluso, ya salió del medio y se extendió a otros sectores de la sociedad.
Empecemos por la barrabrava. No hay club en el fútbol argentino que no tenga una barra. Es así, en cualquier categoría, desde la Primera A hasta la D, la más baja. Si bien muertes en torno al fútbol se registran desde la década del 20, las barrasbravas como tales aparecen a comienzos de los 70 y se instituyen de manera decidida durante la etapa de la dictadura militar. En un comienzo apañadas o incluso potenciadas desde los propios clubes, aparecieron con la idea de darle mayor presencia a los conjuntos cuando viajaran a jugar de visitante a los juegos lejos de la capital.
La violencia tardó muy poco en aparecer aunque en un comienzo se limitara a disputas con golpes de puño por los trapos, las banderas de las hinchadas, que en la mitología de la popular quedaron como botines de guerra. Esa fue la génesis; hoy, 30 años después, la situación poco tiene que ver con esa vieja barra.
Montados sobre una liturgia de amor a los colores, de aguantar estoicamente en todos lados (muchas veces poniendo literalmente el cuerpo), de sentir más los colores que jugadores que cambian de camiseta como de automóvil, las barras (que se autodenominan La hinchada) han montado espectaculares aparatos. Aparatos de poder, que recaudan grandes sumas económicas, figuras centrales del fútbol argentino. A punto tal que a más de uno se le han pedido autógrafos.
Ahora bien, si bien la sucesión puertas adentro de una barra siempre fue complicada, en la última década estas disputas comenzaron a reiterarse cada vez más. Boca, River, San Lorenzo, Racing, Estudiantes, Newell’s, Chacarita, Gimnasia y Tigre, por citar solo algunos casos, han tenido fuertes choques por el control del centro de la tribuna y los beneficios que esto reditúa.
¿Qué se disputan? El manejo de una barra puede implicar muchas cosas, dependiendo qué barra sea. La que cuenta con más integrantes es la de Boca, que entre sus diversas líneas y facciones puede superar las mil personas. Rafael Di Zeo, ex líder de La 12, le comentó al periodista Gustavo Grabia que él no tenía poder, sino que “tenía los teléfonos del poder”. Literalmente. Además de entradas gratis, el coste de los micros o pasajes aéreos, existen otros negocios alternativos.
Está probado que el líder de la barra de Tigre, por citar un caso, tenía la concesión del bar del club. Muchos puestos de comida rápida cerca de los estadios son de la barra o bien deben pagar un tributo a esta. Lo mismo pasa con los estacionamientos. Incluso, muchas barras funcionan como seguridad en recitales cuando los estadios de los clubes tienen esa función. Escalofriante pero real.
Muchas veces, por desconocimiento, se ha trazado la comparación con el caso de la violencia en el fútbol inglés y como aquel medio desplazó a los hooligans. Más allá de la violencia como ritual, como modo de ser de ese grupo, hay una diferencia fundamental entre los barras y los hooligans: los segundos no tenían lazos con el poder político. No eran funcionales. No tenían los teléfonos del poder.
Si bien el problema principal, o el más visible, o el que se cobra más vidas tiene que ver con las barrabravas, creer que comienza y se acaba en ellos es erróneo. No sólo se han registrado hechos violentos de este sector; en los palcos de Boca (los más caros del fútbol local) ha habido incidentes diversos. Pero un caso más preocupante es el de aquellos hinchas que no sacan rédito económico alguno de ir a la cancha, pero que tienen cierta admiración por la barra, sus códigos y sus formas. Hasta le copian la vestimenta y el folclore.
Es el momento de hablar de la cultura del aguante, nacida en las canchas argentinas pero que se ha trasladado a otros campos. El sociólogo Pablo Alabarces señala el comienzo de la década del 80 en un incidente entre la barra de Boca y Quilmes como el puntapié inicial donde se registra el concepto de aguante.
Otro sociólogo, José Garriga Zucal, da una definición de lo que es el aguante: “Remite a una acción de lucha corporal, es un combate cuerpo a cuerpo con un igual, donde el ‘verdadero hombre’ debe poseer una postura y acción corporal que lo identifiquen como buen luchador, mientras que el perdedor corre por el campo de batalla huyendo del enfrentamiento a golpes de puño. El ‘puto’, aquel que no cumple con las condiciones sociales que permiten ser considerado un ‘verdadero hombre’ ante el ‘macho’ se ve obligado a correr”. De esto se ha hecho una cultura. De aguantar, de poner el cuerpo. Hasta hubo un programa de televisión llamado El Aguante. Incluso, existen casos de hinchas que son más hinchas de su hinchada que de su equipo de fútbol. No se vanaglorian de títulos o jugadores, sino de convocatoria y nivel de aguante.
Esa idea de aguante, que en el sentido más práctico es llevado a cabo por las barras y los hinchas militantes, se extendió a otros deportes (de a poco se metió en el básquet y ha habido choques de barras en peleas de box). Pero también se extendió a la política. Es cierto que la tradición de la cultura política popular en argentina tuvo un cierto tipo de aguante durante décadas de censuras, persecución y proscripciones. Ahora bien, en el sentido de la barra, es más propio de las últimas décadas. De ahí que los cantos en actos políticos combinen músicas y letras. También influye que muchos que se suben a un paraavalancha un fin de semana, luego son punteros políticos (de diverso tipo y color) o tienen su lugar en sindicatos.
Se han intentado tomar medidas. Maquillaje puro. Desde mediados del 2007 en el mundo del ascenso de AFA se prohibió la participación del público visitante. Siguió habiendo violencia. Interna, contra los jugadores, contra el árbitro o contras dirigentes del equipo rival. En ese tiempo (desde el 2011, por el descenso de River se permitió que vayan hinchas visitantes en la B Nacional) ninguna medida de fondo se llevó adelante para que vuelvan los visitantes ni para reducir la violencia.
Volvamos al ejemplo inglés. Más allá de la situación de los hooligans, el Informe Taylor (un mojón que marcó un antes y un después en Gran Bretaña) apuntó no solo a estos a la hora de atacar el problema. También señaló las condiciones estructurales de los estadios y del fenómeno futbolístico. A que el (buen) espectador sea tratado como tal, con condiciones de seguridad e higiene apropiadas y que al mal espectador se lo aparte y se lo castigue. Las condiciones en las canchas argentinas lejos están de eso; al contrario, son otro generador de violencia.
Otro punto del informe hablaba de capacitar fuerzas especiales de seguridad (los Steward) con mecanismos e instrucciones apropiadas para espectáculos deportivos. Este punto es muy sensible. Es que el rol de la policía en este esquema argentino es más que cuestionable. Muchas veces actúa con los mismos códigos de la barra y se trenza en una disputa similar. El historial de las fuerzas de seguridad es deplorable y el papel que ocupara durante el terrorismo de estado aún pervive en la memoria colectiva. No se identifica al uniformado necesariamente, más bien todo lo contrario, como un agente positivo.
El caso santafesino es el caso testigo. La policía provincial tiene antecedentes nefastos y prácticas represivas reiteradas tanto a nivel social como en espectáculos deportivos. El fin de semana anterior, el encuentro entre Newell’s y Belgrano jugado en Rosario mostró la brutalidad de los uniformados, pegando a diestra y siniestra, sin distinguir, incluso a los futbolistas cordobeses. No es la primera vez y dudo que sea la última.
Por si fuera poco, al componente de la policía incapaz hay que sumarle otro factor más: el del narcotráfico. Las relaciones entre el ex jefe de la policía de la provincia de Santa Fe y el narcotráfico están probadas, como así también el rol que cumplen los jefes de las barras de Newell’s y de Central en el control territorial sobre el reparto de la droga en Rosario. Era esta figura la encargada de poner coto a los barras. Rosario es la ciudad con la tasa de homicidios más alta del país. Las emboscadas a los visitantes en esa provincia son moneda corriente.
Por supuesto, los líderes políticos de Santa Fe no son los únicos a los que les caben responsabilidades. Fue desde el gobierno nacional que se impulsó la agrupación Hinchadas Unidas Argentinas, un sindicato de barras que les posibilitó ir al Mundial de Sudáfrica (donde saldaron cuentas internas con una muerte, incluso). La propia presidenta Cristina Fernández de Kirchner, en uno de sus discursos menos felices, saludó a aquellos que están en los paraavalanchas y cantan todo el partido.
Hinchadas Unidas Argentinas luego tuvo el auspicio en el 2011 de Francisco de Narváez –opositor– durante la Copa América. Mauricio Macri –otro líder de la oposición y ex presidente de Boca– no hizo nada por terminar con la barra. Por el contrario, durante su mandato fue creciendo la figura de Rafael Di Zeo. Más allá de HUA, las barras argentinas van a los Mundiales. En el 82 lo hicieron bajo el régimen militar y en el 86 lo hicieron con un gobierno radical. Es mitológico el cruce con los hooligans y cómo las barras de Boca y Chacarita les dieron una paliza a sus inexpertos colegas ingleses cuatro años después de la Guerra de Malvinas. Diferentes décadas, diferentes actores políticos. Ningún partido masivo puede jactarse de no tenerse o haber tenido en sus filas relación con barras.
Hablamos de las internas, hablamos del caso rosarino y el narcotráfico. Hoy por hoy, la causa principal de la disputa de la barra de Chacarita es saber quién controla el negocio de la droga en el partido de San Martín en la provincia de Buenos Aires. Esta arista crece y parece la más peligrosa. Al combo de marginalidad, violencia y droga (que no es explicativa per se del fenómeno de la violencia) hay que sumarle el control del narcotráfico local.
El fútbol argentino parece estar esperando su desastre de Hillsborough. Más que preguntarnos por qué existe violencia, como dice Alabarces, deberíamos preguntarnos por qué no hay más, si todo está dado para eso. La escalada de violencia parece prenunciar la muerte de un futbolista en cualquier momento. Ya que la de hinchas o barras no llama la atención, sólo un hecho así parece ser el límite. En el 2005, un futbolista de San Martín de Mendoza fue baleado por un policía en el campo. No pudo volver a jugar. No murió de milagro.
El primer paso debe ser el político, una decisión en serio, acompañada por el mundo del fútbol, ese que suele mirar para el costado, con la excepción de Cantero que contamos la semana pasada (aunque haya puesto un freno a sus ínfulas iniciales). Pero esta necesidad de violencia, esta cultura del aguante que se reproduce en tantos niveles, genera que en el mundo del todo pasa de Julio Grondona, la lucha de un Cantero sea similar a pelear contra molinos de viento.
* Diego Huerta es periodista y editor del sitio web Cultura Redonda.
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