Tendrá su hueco en el Olimpo gunner junto a otras leyendas como Tony Adams, Herbert Chapman y Thierry Henry. Su figura de neerlandés volador, canonizada por la hinchada, reposará eterna en los aledaños del Emirates Stadium, hogar desconocido para él, quien otrora fuera rey en aquel Highbury indómito y febril. Dennis Bergkamp será inmortal, esculpido en su característica elegancia, suspendido en el aire, reloj en mano, calculando las décimas de segundo necesarias para que su mirada de hielo se deslice suavemente por el tapete verde y maltrate al rival con delicada filigrana, sonrisa de fino estilista y voracidad camuflada de frac.
Inteligente, elegante, único. Cualquier aficionado que piense en Dennis Bergkamp recordará a un futbolista imaginativo, estético, artístico. El neerlandés no necesitaba de muchos artificios para derrochar talento a raudales. No hacían falta bicicletas, rabonas u ornamentación barata pues Bergkamp manejaba como nadie el arte corporal, como un bailarín del Bolsoi o un trapecista circense, siempre dispuesto a afrontar el más difícil todavía y convertirlo en un juego de niños. Pausaba el juego como nadie, avistaba el hueco más nimio en la defensa rival y daba vida a aquello que todo futbolista una vez imaginó, convirtiéndolo en fútbol de carne y hueso. No fue el jugador más rápido, ni el más demoledor, pero la ausencia de esos atributos potenciaron aún más su talento natural, dispensado a cámara lenta, gota a gota, fotograma a fotograma, sin pixelación que valga, que suavemente te mata.
Debutó con Cruyff en el Ajax, donde sería máximo goleador y uno de los exponentes de la gran generación neerlandesa de principios de los 90. Desoyó a Johann, que le quería para su Dream Team y se fue al Inter, donde pasó sin pena ni gloria en dos años para olvidar. Bruce Rioch lo llevó a Londres y un año después aterrizaba en la capital inglesa Arsène Wenger. El resto es historia. La explosión del holandés fue total y absoluta. Jugando por detrás del punta, ya fuera Ian Wright, Nicolás Anelka o Thierry Henry, Bergkamp embelesó al vetusto Highbury con su fútbol de salón, asaltando la incredulidad de una afición históricamente sufridora, que presenció el cénit de un equipo que ganaría todos los trofeos imaginables y al que le faltó un gran título europeo. La ausencia de un gran trofeo internacional, tanto a nivel de clubes como de selecciones, es el gran lunar en la trayectoria de este neerlandés volador, que paradójicamente tenía miedo a los aviones y condicionaba sus contratos a desplazamientos interminables en coche con tal de evitar surcar los cielos.
Ataviado con su capa y chistera, Bergkamp paralizó nuestras retinas y estimuló nuestro hipocampo con goles inolvidables. Entre los más recordados, aquel ante el Newcastle en Saint James’ Park y el anotado a Argentina en los cuartos de final del Mundial de Francia’98. Esos dos chispazos de genialidad ilustran la magnificencia del futbolista: control orientado, regate imprevisible y azote de gol, ejecutado con la naturalidad de lo cotidiano. Bergkamp ilustró el fútbol inglés con su técnica, su olfato y su concepción del juego, haciendo de lo imposible una rutina diaria, proyectando su sombra sobre los escombros del viejo Highbury, que aún recuerda la época dorada de aquellos gunners inigualables. Eran tiempos mejores. Años de tulipanes y goles, de poesía en movimiento, de filigranas vertiginosas pausadas en el tiempo. Al mando de las operaciones, un neerlandés frío por fuera pero volcánico por dentro. Una bala de cañón. Un gunner auténtico.
* Sergio Pinto es periodista.
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