Un ardor insoportable los saca del retiro. La droga del deporte de élite es difícil de dejar, como un vicio malsano de naipes y sudor con memoria. Los cuerpos están viejos y maltrechos, vencidos por la edad y por las hostias del camino, pero siempre parece haber posibilidad de volver a activarlos. Lo mejor es el anuncio, la noticia bomba. Volver al deporte de élite es como retornar de entre los muertos para dar esperanza a los que ya te olvidaron. El día de la rueda de prensa arden los corros y tu nombre está en todas partes. Y la nostalgia de los éxitos es insoportable. Patrocinadores y agentes pueden convertir fácilmente un nunca en un quizá, y de ahí hasta el final, llenarte la cabeza de pájaros hasta hacerte creer que volver a competir es buena idea. Y a veces lo es. Hay casos de todo tipo pero los mejores recaen sobre los grandes nombres, aquellos que no pueden olvidar quiénes fueron. El protagonismo es un chocolate social que se corta cuando se posee y se anhela con locura cuando ya no se tiene.
Cuenta la leyenda que Lance Armstrong volvió al ciclismo cuando vio a Carlos Sastre ganar el Tour de Francia. Tenía 37 años a las espaldas y un imperio francés ganado con las cartas marcadas. Al parecer, el ciclismo sin él no valía nada y era sólo una broma (sic). Fue como una apuesta de bar, “a que no hay huevos de volver al ciclismo”. Armstrong comunicó que competiría otra vez sobre la bici el 9 de septiembre de 2008, puesto bajo el palio de su mitología de vencedor de enfermedades y recordman mundial. Dijo que colgaría sus test antidopaje en la web, a la vista de todos, ejercicio de transparencia análogo al del presidente del gobierno sacudiéndose las acusaciones B publicando sus papeles A. Con todo, a Lance no le fue mal. Un podio en el Tour con más de 38 años es una gesta ciclista descomunal, propia de los tiempos de Gino Bartali o de su propia época de éxitos de hojalata. Increíble. Pero lo deportivo no era realmente lo prioritario. Nadie iba a reprocharle que no ganara el Tour otra vez, ni siquiera que quedara vigésimo tercero. El plan consistía en volver, pasear su pecho lleno de medallas y anotar cifras para la fundación. Con no hacer el ridículo en la carretera era bastante. Se vuelve a la plaza a lucir y a añorar, no a reverdecer laureles imposibles.
Michael Schumacher gozaba de siete títulos mundiales, pero eso no fue impedimento para aventurarse a volver. Solo a alguien como él le ofrecerían un contrato de tres años con más de cuarenta tacos cumplidos. Su anuncio revalorizó una Fórmula 1 algo marchita por la marcha de grandes marcas tradicionales como Honda, BWM o Toyota. El plan era brillar de la mano del equipo de Ross Brown, hacedor del exitoso Brown GP la temporada anterior, pero el nuevo Mercedes no estuvo a la altura y solo le dio para arañar un podio y algunos cuartos puestos. Fue la distancia entre la realidad y el deseo. El Kaiser no tuvo suerte, es cierto, pero ni siquiera consiguió superar casi nunca a su compañero de equipo, Nico Rosberg. Schumacher volvió con la vitola de campeón absoluto y se marchó como una leyenda latosa que quiso un epílogo innecesario. Y tampoco condujo mal, es cierto, pero ya no era el mismo, no tanto porque no ganara sino por la puesta en escena, marrullera como siempre, pero lejos de la camorra de antaño. Schumacher ya no enfadaba a sus rivales. Fue comparsa de los mejores aquellos tres años de ambiguo retorno. Volvió entre hurras y se marchó sin atenciones, en Brasil, mientras Alonso y Vettel se jugaban el mundo a volantazos. Para los mitos del deporte, acertar con el mejor momento para marcharte es un privilegio solo al alcance de unos pocos.
Michael Jordan tampoco se resistió a la tentación. Se retiró en la cumbre absoluta de cualquier deportista, Bryon Russell postrado a los pies, pero Air quiso sentir otra vez el dominio. Volvió derechito a las canchas como Odiseo embebido tras el canto de las sirenas. Que se sepa, no se ató a ningún mástil para protegerse de la tentación de jugar al baloncesto con 38 años en la mejor liga del mundo. Se sentía seguro y todopoderoso en una NBA que bien pudo cambiar el logo de Jerry West por el suyo propio, tal era la popularidad y el impacto de su icono. Y se sentía fuerte en unos Washington Wizards que tiranizó con franqueza, donde nadie salía a atender a la prensa hasta que el jefe del número 23 no se hubiera duchado y acicalado debidamente. Durante los dos años que MJ estuvo jugando con los Wizards, no solo llenaron el Verizon Center todas las noches sino también todos los pabellones que visitaron. Era como viajar con Cobain reanimado por los escenarios de Seattle. Los Wizards ni siquiera entraron en playoffs en el en 2002 y en el 2003, pero Jordan pudo sentirse otra vez el dueño del juego durante 17 meses para la historia. Se retiró con 40. Cumplirá 50 años el próximo 17 de febrero y todavía hay quien dice que aparcará los palos de golf para pedir una última ronda en el bar donde él mismo inventó los mejores combinados que se han visto jamás.
* Carlos Zumer es periodista.
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