"Volved a emprender veinte veces vuestra obra, pulidla sin cesar y volvedla a pulir". Nicolás Boileau
“Arsène, who?”, se preguntaba un rotativo inglés cuando Wenger aterrizó en Londres en el verano de 1996 para hacerse cargo de los Gunners. El técnico era un absoluto desconocido para todo el mundo y su hoja de servicios, a sus 46 años, distaba mucho de ser espectacular. A saber: tres temporadas en el AS Nancy; cinco en el Mónaco, donde ganó la liga francesa en 1988 y la Copa en 1991; y 18 meses en el Nagoya Grampus japonés, donde se alzó con la Copa del Emperador.
Por su parte, la plantilla del Arsenal a mitad de los 90 era lo más parecido al cuartel de reclutas del que se hace cargo Clint Eastwood en El sargento de hierro: una panda de haraganes y maleantes, muchos de los cuales tonteaban con la cocaína y ocupaban las portadas de los diarios sensacionalistas por sus problemas con la ley. Estaban, además, comandados por un alcohólico reconocido: el central y capitán del equipo Tony Adams.
De modales exquisitos, maneras refinadas, políglota, culto y elegante, es muy probable que Arsène entrase al vestuario apartando a puntapiés latas de cerveza y tapándose la boca con un pañuelo. “Parece usted un profesor de geografía”, graznó a modo de bienvenida el defensa Lee Dixon. Fue el momento en el que dos formas antagónicas de entender el fútbol chocaron con estrépito dando lugar a una criatura prodigiosa que llegó a ganar una Premier sin perder ni un solo partido.
Los comienzos, obviamente, fueron traumáticos. El Arsenal congregaba casi todos los vicios del fútbol inglés y pocas o ninguna de las virtudes. Era un conjunto cumplidor y competitivo, eso sí, pero cicatero, rudo y apático. Y aburrido, muy aburrido. Abonado de forma miserable al 1-0 ó 0-0, los aficionados se referían al equipo como Boring-Boring Arsenal. Valga como ejemplo uno de los chistes más celebrados (para los aficionados al fútbol, al menos) de la película Full Monty, cuando el protagonista, Robert Carlyle, les dice a su chicos que antes de empezar a quitarse la ropa deben avanzar unos pasos en orden y sin gracia, “como tira el fuera de juego la defensa del Arsenal”.
Al primitivo estilo de juego había que unirle las insalubres costumbres de la plantilla. Desayunaban huevos fritos, alubias y Coca Cola y se zampaban hamburguesas y grasientos purés dos horas antes de comenzar los partidos, como si en vez de futbolistas de élite fueran operarios de la metalurgia. Y luego, claro, la veneración por la cerveza. Costumbre totémica del fútbol inglés en todos sus niveles, desde el hincha más bestia al mánager del equipo, y que en el Arsenal estaba especialmente arraigada. Se bebía en el autobús, después de cada entrenamiento y por supuesto tras los partidos, fuese cual fuese el resultado. Adams, incluso, llegó a reconocer haber saltado trompa al campo en más de una ocasión.
Por eso la sorpresa fue mayúscula cuando Wenger llegó esgrimiendo las bondades del pescado y la verdura. “Vengo de pasar dos años en Japón”, dijo con sus pintas de catedrático de la Sorbona, “y allí no hay gordos”. El delantero Ian Wright palideció cuando le explicaron lo que era el brócoli y que debía comerlo varias veces por semana.
Contra todo pronóstico, Arsène fue desterrando en mucho menos tiempo de lo previsto los hábitos nocivos que se enseñoreaban del club. El francés entró hasta la cocina para inocular desde allí a toda la institución con su cepa milagrosa. Parecía imposible que un ecosistema tan cerrado y opaco como la Premier de entonces reaccionase a ninguna influencia del exterior, mucho menos si venía de un francés relamido, pero Wenger se abrió paso entre esa plantilla malencarada y gris, que chapoteaba en la más absoluta mediocridad, y logró airearla para siempre. Fue una reconversión digna de Eliza Doolittle. Después vino todo rodado. Ese mismo año acabaron terceros jugando un fútbol eléctrico y divertido, en las antípodas del que se habría practicado hasta entonces, un adelanto de lo que vendría en poco tiempo.
Por si fuera poco, el francés demostró desde el primer día una intuición sobrenatural para descubrir nuevos talentos. Su afiliada nariz se agitaba inquieta cada vez que una joven promesa brotaba en algún campo de fútbol. Cuando eso ocurría, echaba la llave a su despacho, tomaba un avión al rincón del mundo que tocase y adquiría al jugador por cuatro perras. En el 2006, cuando se cumplían 10 años de su fichaje, el club presentaba una gestión impecable y saneada, impropia de cualquier equipo puntero, donde todo es derrochar.
“Arsène Wenger se ha hecho cargo personalmente de todos los detalles en cada fichaje. Ha gastado 186 millones de euros en 37 jugadores y ha traspasado 23 en las mejores condiciones para el club, logrando 148 millones. El balance: un gasto de 38 millones de euros en diez años, tres Ligas inglesas, cuatro Copas, cuatro Charity Shields, un estadio nuevo y el fútbol más exquisito de Gran Bretaña”, escribía en El País el periodista Luis Miguel Hinojal durante la víspera de la final de Champions de aquel año.
Fue justo tras ese partido, después de perder contra el Barça, cuando el Arsenal comenzó un lento y casi imperceptible declive del que nos hemos venido a dar cuenta hace solo un par de temporadas, tal era la inercia rutilante de los Gunners. Ha sido gradual, cada año un poco peor y con un punto menos de malicia, pero inexorable.
El primer síntoma fue que caían con demasiada facilidad ante equipos de enjundia. A pesar de que jugaban mejor que ellos la mayoría de veces, cualquier grandullón venía y les metía mano sin muchos problemas. El segundo, que cada año se descolgaban antes de la lucha por el título de liga. Y es que el equipo se ha ido enredando en su propia filosofía (fútbol de toque y jugadores jóvenes) hasta verse disminuido por ella. “Dadles tiempo, tienen que madurar. Y cuando eso ocurra, veremos”, es la frase con la que Wenger se despide cada año de las distintas competiciones. Pero a la que sus jugadores crecen hacen las maletas y se van, después de inundar de millones el club, eso sí. Dinero que, sin embargo, se destina a adquirir nuevas hornadas de futbolistas, los cuales se vuelven a ir cuando ya están al dente, en un bucle un poco absurdo.
El tercer síntoma, quizá el más doloroso, es que ya no se les tiene en cuenta. No figuran en las quinielas de nadie para hacerse con algún título importante. Se les atiende pero sin prestar mucha atención, como a los abuelos.
En total son siete años sin laureles. Tiempo en el que al míster, además, se le ha ido avinagrando el carácter flemático y conciliador del que hizo gala durante las primeras temporadas, al punto de que le contemplan varias sanciones de la UEFA.
Infatigable, Wenger se parapeta tras la decisión de no renunciar jamás al estilo que con tanto trabajo impuso, dándose la razón a sí mismo cada vez que echa la vista atrás. Pero el equipo, además de no negociar un concepto tan básico como su filosofía, necesita un golpe de pimienta; que el míster recupere la vitalidad y tacto con la que reveló a aquella plantilla elemental sus técnicas contraculturales. Algo que acabe con la frivolidad que mantiene al Arsenal atrapado en una belleza inofensiva, de eunuco, y que cada año se traduce en una versión menor del equipo.
La realidad, de momento, es esta: Wenger se ha ido enrocando en su libreto hasta sacar al campo una tropa de jugadores bisoños y aseados que se achantan en la grandes citas, cuando llegan. No hay más.
Si nada cambia llegará junio y el técnico francés, como el que aprieta un puñado de arena, empezará a dedicar la habitual cantinela a sus jugadores más talentosos para impedir que marchen. En su discurso alocado, de Alonso Quijano, les dirá que el equipo ya está maduro y que si se quedan podrán hacer algo la próxima temporada. Les intentará convencer a ellos (los futbolistas), a nosotros (los aficionados), y a sí mismo de que todavía es capaz de extraer oro de su marmita de alquimista trasnochado, incapaz de ver que ahí solo hay una pasta carbonizada.
* Jorge Martínez es periodista.
– Foto: EFE
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