"La clave del éxito no es jugar como un gran equipo, sino jugar como si el equipo fuera una familia". Stephen Curry
Pepe Mel se desesperaba amargamente en la banda cuando el Sevilla pasó por encima del Betis en el derbi de la ciudad. Fue un domingo de Pasión. Se le veía el gesto de los hombres buenos, muy enfadado con su equipo por no rendir como podía, pero no iracundo sino herido, profundamente enamorado de sus jugadores. Le dolió tanto por eso. Si le gustara el fútbol supongo que Freud estaría de acuerdo en que los mejores entrenadores son el amor severo de un padre, que tutela al hijo con la bondad necesaria, con esa dedicación verdadera que sólo saben profesar los hombres de buen espíritu. Pepe Mel es ante todo exigente consigo mismo, y por eso puede permitirse su rectitud con los demás y su exquisita educación con todo el mundo. Vino al Betis en el 2010 cuando en Heliópolis sólo había una casa de locos, la resaca del Loperismo más enfermo. De esas cenizas levantó un equipo de la nada, un conjunto luchador, honesto, siempre reconocible. Hasta hace poco era imposible nombrar de corrido más de 2 ó 3 nombres reseñables y el equipo peleaba en el averno la Segunda División. Ahora sigue siendo un equipo relativamente anónimo, huérfano de nombres propios, pero pelea en Primera con todas las de la ley y se ha ganado una reputación en España que ningún otro equipo disfruta. Después del 5-1 de Nervión al Betis se le ocurrió ganar al Madrid para curarse las heridas a lametones, para luego darle al Barcelona un buen meneo, aunque sin premio. Esa noche Pepe Mel dio un titular elocuente al final del partido que resume bien la filosofía de este Betis que hasta admiran secretamente los sevillistas: “Así no me importa perder (…) Nos hemos dado el lujo de ver al Barça perder tiempo”.
Por su parte, alguien convenció a Joan Plaza de que el Club Baloncesto Sevilla era un sitio verdaderamente serio. De haber explotado antes el pufo de las cajas de ahorros a lo mejor se lo hubiera pensado mejor. En todo caso, Plaza salió rebotado del Madrid para recalar en Sevilla, y no le fue mal en absoluto. Se encontró lo esperado, una ciudad que ni siente ni padece por el baloncesto, y donde su equipo, el Caja, tampoco les da grandes motivos para ello. Catalán en Andalucía, funcionario de prisiones antes que entrenador de basket, Plaza fue prudente en su adaptación y en su encaje personal. Callaba más que hablaba y observaba cuanto podía. Daba las gracias y agradecía los chistes, sin arriesgarse él a hacer ninguno. Como Pepe Mel, Joan también tiene un libro, escritor en la intimidad, lo cual a ojos del observador local le daba ese aura sospechosa de ilustrado intruso, admirado desde lo exótico. Por otro lado, viendo ahora a Carl English meter treinta puntos con el Estudiantes se da la tentación de negar su gestión, al menos en ciertos aspectos, pero los méritos de Plaza en el Caja son contantes y sonantes: subcampeón de Eurocup, semifinalista en Copa y doble presencia en playoffs por primera vez en diez años. Con gran sentido de literato decidió no seguir en Sevilla mientras paseaba por la playa un día de verano, supuestamente arrastrado por un presentimiento imposible de ignorar. “Creo en las señales, en los gestos, y hay algo que me decía que no debía seguir”. Habían sido tres años en los que el C. B. Sevilla había sido competitivo de nuevo, como no se recordaba desde los tiempos de Javier Imbroda. Cuando Plaza se fue se le echó de menos al instante, pero poco rato seguido, al ser entrenador espléndido pero limitado en levantar suspiros, al menos en la ciudad de la guasa y los ingenios, a la que poco o nada se le ha perdido en el pabellón de San Pablo.
Pepe Mel y Joan Plaza se conocieron en Madrid, cuando uno entrenaba al Rayo Vallecano y el otro al Real Madrid. Husmeaban los entrenamientos del otro para tratar de mamar la ciencia del colega, aunque trabajasen materias distintas, superficies diferentes, tratando de trazar intersecciones de enriquecimiento y sinergia. Cuando coincidieron en Sevilla se siguieron buscando como si en efecto pertenecieran a la misma cuadrilla de hombres buenos, ese bigote de Vicente del Bosque que te reconcilia un momento con la virtud. Debieran ser la cosa más vulgar del mundo, pero Mel y Plaza parecen una raya en el agua, una anomalía dichosa en los tiempos de la confusión irremediable. Ni uno ni otro verán el día en el que todo el mundo los proclame emperadores y se los quieran llevar de tapas hasta que la mañana encuentre a la noche en un amanecer de tres soles regado en cerveza de barril.
* Carlos Zúmer es periodista.
– Foto: Paco Puentes (El País)
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