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9 de enero de 1968. En la habitación de un hotel, un cuerpo inerte reposa sobre un charco de sangre. Aferrada a su mano, una medalla de bronce. En la mesita, una nota. “Estoy demasiado cansado para correr más”. Era Kokichi Tsuburaya, maratoniano japonés, medallista en los Juegos Olímpicos de Tokio en 1964, su país, al que tanto le costo ser sede olímpica, y que veía como uno de sus atletas más prometedores se despedía para siempre.
El 31 de julio de 1936, Tokio fue elegida para albergar los Juegos Olímpicos de Verano en 1940. La capital nipona, que llevaba desde 1931 intentando convencer al COI de su candidatura, utilizó un eslogan directo para promocionarse ante un movimiento olímpico que solo había cobrado vida en Europa y EE. UU.: “Solamente si los JJ. OO. tienen lugar en Japón, la mayor potencia no occidental del mundo, el movimiento olímpico llegará a ser internacional”. El Comité Olímpico Japonés y todo el aparato gubernamental del país del sol naciente estaba muy interesado en celebrar los Juegos ese año 1940, aniversario del establecimiento del Imperio por el Emperador Jimmu. A esa dosis de tradición y orgullo patrio se unía al afán de los japoneses por entrar de lleno en la escena deportiva internacional, tras un gran desarrollo en múltiples disciplinas que desembocó en 18 medallas conseguidas en los JJ. OO. de Los Ángeles 1932, 13 más que cuatro años antes en Ámsterdam y las mismas que posteriormente conseguirían en Berlín.
Por esa razón, la maquinaria diplomática japonesa se puso manos a la obra y convenció al Reino Unido e incluso a la Italia de Mussolini a que retiraran sus candidaturas, corriéndose el rumor de que numerosos sobornos fueron repartidos por las altas instancias del COI para facilitar la decisión final. Tokio finalmente vencería a Helsinki y sería designada como sede olímpica. La alegría inundó las calles de la ciudad, engalanada con flores y banderas, bajo un manto de eternos fuegos artificiales, mientras ya se pensaba cual sería la ruta de la antorcha olímpica, tradición que nacía ese verano en Berlín. Pero un incidente sin aparente importancia en el que los japoneses pensaron que el ejército chino había tomado prisionero a uno de sus hombres desembocó en la segunda guerra Sino-japonesa. Tras el fin de la I Guerra Mundial, el Tratado de Versalles otorgó numerosos privilegios comerciales a Japón en China, lo que aumentó el resentimiento de la república comunista, que quedó patente con el ataque chino a la marina japonesa el 14 de agosto de 1937, en su Pearl Harbor particular. Ese suceso obligó a los japoneses a centrar todas sus energías en la guerra con China y propició, medio año después, su renuncia a los JJ. OO., que pasarían entonces a manos finlandesas. El 1 de septiembre de 1939 estalló la II Guerra Mundial y se suspendieron los Juegos Olímpicos hasta Londres’48.
Tras perder su oportunidad de 1960 ante Roma, Tokio por fin albergaría unos Juegos Olímpicos en 1964. Era una oportunidad única para el pueblo japonés, aún con visibles cicatrices, de volver a mostrar su poderío y reconciliarse con el resto del mundo tras la II Guerra Mundial. Fueron los primeros Juegos retransmitidos en directo y en color, con un despliegue de medios y económico que supuso un hito en la época, con un desembolso de casi 4.000 millones de dólares. El simbolismo se mantuvo patente durante las dos semanas de competición, alcanzando su punto culminante con el encendido del pebetero, a cargo de Sakai Yoshinori, nacido el día en que la bomba atómica fue lanzada sobre Hiroshima: 6 de agosto de 1945.
En la capital japonesa, Bob Hayes igualó el récord del mundo de los 100 metros lisos; el holandés Anton Geesink rompió todos los pronósticos al conseguir el oro en judo, deporte que recibió su bautizó olímpico ese año y que parecía iba a tener dueño local; Billy Mills, el nativo americano sioux ganaba los 10.000 metros; y Lasissa Latynina se coronaba como la mejor atleta olímpica de todos los tiempos con 18 medallas en su haber.
Pero uno de los hechos más notables de los Juegos tendría lugar el 21 de octubre en el Estadio Olímpico de Tokio. La delegación anfitriona fue tercera en el medallero con 29 preseas, pero hasta ese día, llevaba 28 años sin conseguir una medalla en atletismo. Las últimas fueron obtenidas por los koreanos Kitei Son y Shoriu Nan, que compitieron bajo bandera japonesa en Berlín’36 y lograron el oro y el bronce en la prueba de maratón. En esa misma especialidad fue donde destacó Kokichi Tsuburaya. Nacido en Sukagawa en 1940, en pleno auge de la Segunda Guerra Mundial, Tsuburaya pronto comenzó a correr, incrementando su rendimiento con el paso de los años, cuando ya pertenecía a las Fuerzas de Autodefensa de Japón, de las que llegaría a ser teniente en 1959. Ese mismo año Tokio fue designada sede de los Juegos, lo que aumentó la disciplina y exigencia a todos los deportistas locales que participaran. Tras la humillación de la guerra, Japón necesitaba dar al mundo una imagen de fortaleza, recuperación, honor y dignidad. Tsuburaya, un atleta que a pesar de su juventud ya despuntaba, era una de las bazas de los anfitriones en la conquista de las medallas. Cuatro días después de la inauguración, el atleta nipón participó en los 10.000 metros, prueba en la que finalizaría sexto y que ganaría contra todo pronóstico Billy Mills, en uno de los momentos más impactantes de los Juegos.
Con 24 años, Tsuburaya se encontraba en el punto álgido de su carrera y la maratón era su objetivo principal. Aunque Toru Terasawa, plusmarquista mundial un año atrás, era el favorito local, Tsuburaya llegaba en un gran momento de forma a una de las pruebas reinas de la competición. Japón llevaba conquistadas 28 medallas en diferentes disciplinas como gimnasia, voleibol, natación o judo, pero seguía huérfana en atletismo. Ese 21 de octubre se citaban en la pista 68 atletas de 35 países, entre los que se encontraban Abebe Bikila, actual campeón olímpico, Basil Heatley, plusmarquista mundial, y el estadounidense Buddy Edelen, primer hombre en bajar de las 2 horas y 15 minutos, como principales favoritos. Bikila, esta vez con zapatillas, dominó la prueba de principio a fin a pesar de haber sido operado de apendicitis un mes antes de la prueba. Pulverizó el récord del mundo en más de un minuto (2:12:12) y se encontraba haciendo estiramientos en el césped cuando el público rugió ante la entrada en el estadio del segundo clasificado. Era Tsuburaya, que con un esfuerzo brutal enfilaba los últimos metros hacia la meta, arropado por 75.000 almas que empujaban a su atleta hacia la medalla de plata. Por detrás, Heatley, en un arreón final sobrehumano fue recortando la distancia del nipón, que con el dorsal 77 en el pecho asistía impotente al despliegue físico de su adversario, que le superó en la última curva y le arrebató el segundo lugar. Tsuburaya, con la mirada perdida y una especie de mueca en su rostro, se tapó la cara con una toalla y se arrodilló en el césped, golpeándose la cabeza con el piso y tumbándose finalmente sobre él, exhausto, humillado. Parecía ser el único japonés insatisfecho en el estadio. Todos sus compatriotas estaban extasiados ante la gran gesta del joven atleta, que en el podio permanecía ausente, impertérrito. Acababa de conseguir la primera medalla del atletismo japonés tras 28 años pero la decepción invadía su ser hasta el punto de afirmar lo siguiente “He avergonzado a mi país públicamente y sólo obtendré su perdón si gano el maratón de México’68”.
Desde ese día, la vida de Kokichi Tsuburaya transitó en un único sentido a la caza de su principal objetivo: los Juegos Olímpicos de México. Se aisló del mundo, centrándose solamente en entrenar, bajo una rígida disciplina, con un plan de trabajo con plena dedicación al atletismo durante 4 años. Todo lo demás pasó a un segundo plano, pero la maldición volvió a cernirse sobre él en forma de lesiones. Una lumbalgia crónica cercenaría su sueño un año antes de la gran cita y la presión de los medios, la afición, y la exigencia que él mismo se había impuesto constituyeron un cóctel explosivo que llevó a Tsuburaya a elegir el camino más corto. Ese martes de enero, el corredor japonés de 27 años se cortaba las venas en su hotel de concentración, poniendo punto y final a un calvario que paradójicamente se inició con un resultado que hacía casi tres décadas que no tenía lugar en el atletismo olímpico japonés.
En una cultura en la que el sentido del honor es uno de los rasgos distintivos, Tsuburaya, cual noble guerrero samurái, prefirió morir que vivir avergonzando a su nación. El honor y la muerte muchas veces convergen en un mismo punto: la leyenda. Kokichi Tsuburaya forma parte de ella, aferrado para siempre a una medalla ensangrentada que mutiló su vida el 21 de octubre de 1964.
* Sergio Pinto es periodista.
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