Mi querido Martí,
El hombre de los caramelos, según la feliz definición de Frank Rijkaard, sigue deleitándonos a base de dulzuras y regalitos. Dádivas que por sí solas justifican el precio de la entrada o, en el caso de ayer, la contemplación del recital a tan intempestiva hora, en esa detestable modernidad de la hierba artificial a la que el general Invierno debería confundir, por mucho que el clima moscovita pueda justificar tamaño desmán en la selección de alfombra. Iba don Andrés, a quien seguiremos tratando de usted hasta que el interesado nos permita un tuteo en exceso familiar dada su categoría, camino del banderín de córner rodeado de zamarras rojas cuando, de repente, así, de sopetón, como se les ilumina la bombilla a los genios, nos regala la ocurrencia de un baile en deslizamiento sobre baldosa ínfima, se va de tres entre caños y nos deja con las ganas de repasar el vídeo para memorizar la identidad de los burlados, por si algún día cabe describir tal belleza a los nietos y necesitamos apellidos para que no nos tachen de exagerados inventores de leyendas urbanas.
Recuerdo, amigo Martí, la última vez que algún futbolista me tumbó del sofá, generándome con la praxis de su imaginación un brinco espontáneo de esos que dan con tus posaderas en el frío suelo. El interfecto se llamaba Rivaldo, jugaba también al servicio del Barcelona, y se marcó un control de izquierda en la banda allá por el mediocampo seguido por un túnel magistral al marcador en el mismo respiro y continuidad, todo a una, como si el detalle fuera nimiedad, como si el lacito del regalo pudiera adquirirse en cualquier razón social. Habrá goles y golazos, jugadas y jugadones, paredes y combinaciones, pero nada como lo inesperado para generar admiración automática, de esas que vives y expresas sin necesidad siquiera de tamizarla antes por las neuronas del raciocinio. Rivaldo era una exageración de pelotero, maravilla digna de figurar en los anales a la que apenas se puede acusar, que ya es demasía, de cierta carencia en el depósito de carisma, ambición por fijarse en el escaparate y ausencia de la egolatría que, en ocasiones, tanto repudiamos en los creídos narcisos del balompié. Con el Depor y con el Barça firmó bastantes obras dignas de figurar en el Museo de Arte Contemporáneo, pero no las quería lucir, decisión que le coloca en el mismo club de don Andrés. El club de los modestos que nos ganan el corazón a fuerza de consumar pinceladas de arte.
Iniesta ha metido goles decisivos, fantásticos, espectaculares, pese a seguir sosteniendo, con el propio interesado a la cabeza, que esa no es la gran virtud, el sello, la distinción de su prodigiosa categoría. Don Andrés, a poco que nos fijemos, es Fred Astaire sobre hierba en baile de dominio y jerarquía sobre Ginger Rogers; es Michael Jackson moonwalkeando sin dar mayor importancia a la naturalidad con que ejecuta la cosa; es el primer bailarín del Ballet Ruso a ras de tierra, al primer toque, sin discurso preelaborado, improvisación de la mejor categoría, dominio técnico abrumador de la materia que tanto nos ocupa. No soy melómano experto, Martí, pero me encantaría que alguien ducho en música clásica le pusiera fondo genial a ese ballet unipersonal creado en el fondo de campo moscovita, banda sonora que subrayara la belleza del movimiento acompasado. Si fuera por gusto personal, nada como Cole Porter, tal vez los acordes iniciales del I won’t dance para ratificar en contradicción que el manchego conduce el cuero con alas en los pies. Alas amortiguadas, incapaces de generar un simple decibelio de sonido, mudas para aprovechar el silencio como acento de su genialidad simpar.
Iniesta se va de tres en un pañuelo, ya hemos contado unas cuantas de tales exhibiciones, y cuando lo logra de nuevo nos queda la satisfacción propia que desprende la contemplación de las maravillas universales de cualquier tipo, la felicidad ante el refocile de lo inesperado, el reconocimiento entregado al dominio de lo negado. Se va con una finta del cuerpo, se va con un guiño de su ánima futbolista, se va como quien no quiere la cosa ni le da mayor importancia. La transcendencia se la brindamos nosotros, en condición de público satisfecho y entregado, a este manchego universal que convierte en simple juego de niños la más retorcida de las sofisticaciones futbolísticas. Don Andrés, a usted no le relajaremos nunca el trato, obnubilados ante su maestría, su porte y comportamiento de catedrático en la materia. No es nada, nos dirá, seguro. Es Iniesta, replicaremos los admirados para justificar la grandeza de alguien capaz de resumir noventa minutos en un simple gesto, de protagonizar selectos vídeos sin acercarse a puerta, de enamorarnos mientras flota cual mariposa y nos pica el alma con la dulzura que desprende el reparto constante, selectivo, inigualable de los más selectos caramelos de producción propia e intransferible. Don Andrés, permítame que me quite el sombrero en señal de pleitesía y agradecimiento.
Y lo dejo aquí, Martí, consciente de que ya sobran las palabras y mejor evitar repeticiones. Total, si estamos completamente de acuerdo, para qué decir más.
Cuídate y si trabajas mucho, que Iniesta te regale dulces para aliviarte la carga, como hace conmigo. Un abrazo,
Poblenou, noviembre del 2012
* Frederic Porta es periodista y escritor.
– Foto: EFE
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