Mi insustituible amigo:
Vaya, poco costará admitir que me has dejado abrumado con tu última e-pístola. Arrollado ante ese dominio futbolístico de Rod Stewart que enuncias, en ese rosario de frases futbolísticas que se despliegan a modo de monumentos erigidos a su pasión. Que anteponga seis actuaciones en Wembley a la millonada de discos vendidos ya lo dice todo del personaje, de su orden personal en atenciones y gozos. Ese es de los nuestros, querido Martí, de los que, en prodigiosa definición de otro grande, Javier Marías, regresa a la infancia cada vez que empieza a rodar el balón con su equipo implicado. Volvemos a la niñez en esa pureza, esa perfección, esa felicidad que buscamos a cada match de los nuestros, de quienes defienden nuestros colores mientras deseamos de ellos que se desempeñen en la acción tal y como nosotros mismos lo haríamos: hasta la última gota de sudor vertida en el empeño de honrar al objeto de nuestra comunión, de nuestro sentimiento y pasión. Igual que Rod Stewart con su Celtic, mira, igualito que el vertido de sus lágrimas generador de nuestro postrero epistolario.
Te debía una, querido, una para tu Magazine y no sabía de qué manera afrontarla. Quería hablar del Oviedo, pero esta vez sin andarme por las ramas nostálgicas de mis Marianín, Galán o Carrete, ni tampoco buscar complicidades fáciles con los queridos asturianos a base de nombrarles a Prieto, un centrocampista cerebral y panzer, que también figura entre la colección de cromos almacenados en un estante de mi corazón. Me enterneció la iniciativa de socorro al tocado club lanzada por Sid Lowe, compañero de oficio muy consciente de que su origen inglés le hace sensible a la preservación de la memoria histórica aplicada a cualquier situación, aunque no comulgue con sus sentimientos directos. Lowe y su país de origen saben salvaguardar el tarro de las esencias, cuánto nos queda aquí por aprender de ellos en lo que respecta al pretérito erigido en altar. Me agradó la respuesta global a una situación de emergencia presuntamente local, eso que llegaran en apoyo de la camiseta azul (azul bello, el del Oviedo, ni celeste, ni marino, ni azzurro; azul oviedista, hermoso, eterno y cómplice cromático) desde los más remotos lugares, los más alejados a su realidad pasada y presente. Si no entiendes esa solidaria motivación, alegando incluso que existen otras prioridades sociales que atender, bramando de paso que eso de salvar equipos resulta una frivolidad con la tempestad que nos ha caído encima, señal que no le has cogido el puntillo a este asunto. No tan severo en su trascendencia como decía Bill Shankly en su impagable sentencia, pero sí ajustado a la placa de mármol esculpida por Eduardo Galeano, si no voy errado, cuando afirmaba que el fútbol es, sin duda, la más importante de las cosas banales.
Pensaba en el Oviedo, en los modestos del universo por extensión, el pasado domingo a mediodía mientras mi cuerpo experimentaba curiosas sensaciones. Llámalo transmutación, esquizofrenia peculiar, llámalo equis… Andaba atareándome a conciencia entre compras, reciclajes, recados y otras minucias, consciente de que mi cuerpo me acompañaba ahí, entre las calles del Poblenou, mientras mi alma había marchado a cien kilómetros de distancia, instalada en un asiento del Nou Estadi dispuesta a sobresaltarse con los avatares de todo un Nàstic-Reus, mi equipo y su eterno rival acérrimo, frente a frente tras diez años sin enfrentarse. Eso es un clásico de mi tierra natal y poco debe envidiar en carga de sentimientos a lo que implica un clásico de audiencia planetaria cifrada en miles de millones de almas. Y lo bueno es que aquí, allá, acullá, existen cientos, miles de esos pulsos puntuales que saben mantener el vello erizado a unos cuantos paisanos por aquello del peso de la historia. Cada cual se sabe el suyo y hay quien, afortunado, milita en unos cuantos.
Quise estar ausente de ese pedazo de derbi por razones que el corazón no entendía, desde luego, y me pasé dos horas como tigre enjaulado, ansioso, sin deseo de saber nada de cuánto ocurría allá mientras yo seguía aquí. Quería ahorrarme el sufrimiento y por tanto, ni medios, ni redes sociales, ni historias. Teníamos que ganar, válgame el cielo, y cuando recibí el primer sms con el marcador final, resoplé cual ballena, más liberado que satisfecho. De inmediato, fui en busca de detalles para toparme de bruces con la justicia poética: rl autor del gol que abría la lata de los adversarios rojinegros (insisto como siempre: jamás enemigos) tenía que ser y fue Albert Virgili, delantero que ha entrado y salido tres veces de mi Nàstic, nacido en El Catllar, a diez kilómetros de distancia de la red donde la metió, consciente como nadie de que debía representarnos jugando a la manera que desearíamos los feligreses de tan modesta causa, exactamente como haríamos todos los devotos de lo grana si poseyéramos su don para darle al balón y la edad aún nos acompañara en el ejercicio. La metió Virgili de cabeza, olé, tú, en el último cuarto de hora, cuando no debían quedar uñas por morder en toda la tribuna, refrendó De Haro poco después y recortó distancias el Reus a poco de la conclusión por aquello de darle tensión al drama, como debe ser. Salimos airosos, Martí, y me acordé de Rod Stewart, del Oviedo y fui feliz por unos instantes, ese cielo particular que buscas cuando contemplas futbol y deseas implicarte. Nadie con quien compartir, tan lejos y tan cerca, nadie a quien confesar la razón de mi espléndida sonrisa. Sensación de fútbol en estado puro, como el fervor que expresas cuando te explayas, Martí, en el ejercicio sacerdotal de tu visión del oficio aplicada al periodismo deportivo. Ya he vaciado el cuenco y, a lo Schuster, no hace falta decir nada más. Quien entienda esto, lo entiende todo acerca del futbol. Lo siento por los hooligans, jamás alcanzarán estos tipos de nirvana. Y tal pérdida me conmueve por ellos, desde luego.
Kubala, ya que lo recuerdas tan amablemente, me está enseñando que cada cual guarda en su altar jirones del personaje, los que le tocó vivir desde la contemplación del astro o la relación directa. Y todos quieren, desde su admiración, compartirlo ahora conmigo. Cerramos el bucle para volver al principio: y logran los kubalistas abrumarme emocionalmente, arrollarme con su pasión por el mito.
Anda encapotado el cielo por aquí, ya se desencapotará. Un abrazo aún más sentido, Martí, que somos un par de sentimentales sin remedio.
Poblenou, back to business
– E-pistolario: Rod Stewart y la dulce derrota / Frederic Porta
– E-pistolario: Un hombre a prueba de bombas / Martí Perarnau
* Frederic Porta es periodista y escritor.
– Foto: Jesús Díaz (ABC) – Ricard Lahoz (Fet a Tarragona)
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