Seamos sinceros. Aquella noche podría haber concluido mejor. Quizá fuese el partido, siguiendo el guión hasta que el reloj dijo basta, o quizá las intempestivas horas. Pero parece claro que, a eso de las cinco, en esa madrugada de abril, la expectación previa no tardó en ser reemplazada por una incontestable sensación de desazón.
Si me esforzase, aún conseguiría recordarla. Como si volviese a ese dos de abril. O tres, no sé.
Uno, ya entre sábanas, repasaba el partido jugada a jugada, como intentando recuperar lo que se acababa de esfumar ante las narices. Volvía a las semifinales, y después al choque entre cenicientas. Un triple por aquí, un rebote por allá.
Y, de esta forma, casi sin inmutarme, ya se había caminado en la memoria hasta diciembre.
Lo peor, de cualquier modo, llegaría a la mañana siguiente. Resacoso, incorporándome y paseando la mirada por el cuarto. Nostálgico de baloncesto tras un año vivido minuto por minuto. La magia universitaria había terminado, sí. Y no me culpéis si confieso que tardé más de lo que hubiera deseado en sacarme el maldito recuerdo de la cabeza. Ese familiar soniquete. Botes, zapatillas. El rechinar de balón repelido y las ovaciones con el pitido final.
Anoche, la fiebre parecía volver a visitarme.
Repasé el calendario y al tanto una sonrisa se me dibujó. Apenas diez días para que esa tormenta que conocemos como NCAA regrese para causar estragos. Ya ni siquiera será necesario romperse la cabeza en busca de distracciones que permitan olvidar el enorme vacío dejado por la pelotita naranja.
El baloncesto, también universitario, está aquí. Llama a la puerta y entra sin pedir permiso. Viene con sus historias. Con esas que lo hacen único. Con grandes que, hastiados de horas bajas, decidieron o pudieron cambiar el rumbo.
La ilusión reside en un pequeño gimnasio de Indiana que, como sus homólogos de Los Angeles y Raleigh, desborda optimismo estos días. Quedará por ver, claro está, si la dinámica no cesa de aquí a cinco meses.
El nuevo curso también va de segundas oportunidades. Las de Missouri o Duke. De continuidad, como con Bill Self y Pitino, y de un nuevo capítulo en el universo Calipari, con la resacosa Lexington como escenario.
¿De agonía en el Este? Habrá que ver. De momento, el desmantelamiento de la Conferencia no augura un futuro agradable en exceso.
Acomódense, al menos de momento. Ya habrá tiempo para levantarse y celebrar ese triple de último segundo o ese tapón que nos lleva al tiempo extra.
Acomódense, que vuelve el basket universitario.
El de Maui y el de marzo. El de las once millas que separan Durham y Chapel Hill. El de los gimnasios abarrotados y también el de las pistas vacías. El de los nombres, pero sobre todo el de los hombres. El de la tradición y el de la innovación. El de los dedos entumecidos en Wisconsin y también el del fervor de Albuquerque. El de las corbatas y la gomina, el del tesón y el de los gritos desde la banda. El romántico y también el de los negocios.
El de noviembre.
Vuelve el baloncesto de las mil historias.
* Gabriel Pevida
– Foto: Mike Dickbernd (IU Athletics Photos)
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