De la ceremonia inaugural de los Juegos de Barcelona’92 lo sabéis casi todo. O la habéis visto y vivido. No os descubriré nada nuevo. Os ilustro con un documento de interés: el programa de la propia ceremonia, que solo se entregaba a los asistentes aquella noche de hace veinte años al Estadi Olímpic. Fue una gran noche, sí. Llena de nervios como podéis imaginar. Sí quiero recordar unas palabras del alcalde Pasqual Maragall, el presidente del comité organizador (COOB’92), cuyo discurso no puede caer en el vacío ni que hayan pasado veinte años. Habló así Pasqual:
“Barcelona, que con Albertville hacen de 1992 el año europeo de los Juegos, quiere ser, por encima de todo, una ciudad europea, orgullosa de Coubertin, de su espíritu internacionalista, que ha permitido en nuestro siglo -el siglo del progreso y de las guerras, de la arrogancia de las palabras y de la impotencia de los corazones- encontrarse cada cuatro años para hacer deporte, para luchar sin violencia y para hablar un lenguaje común”.
En el palco estaban Nelson Mandela y Fidel Castro. La fuerza de los corazones y la arrogancia de la mano dura. Costó sangre convencer al protocolo gubernamental que el mundo quería conocer de primera mano lo que opinaban de la ceremonia docenas de mandatarios mundiales. Ellos dos, Mandela y Castro, simbolizaban el discurso de Maragall. Costó una enormidad pero pudimos hablar con ambos y transmitirlo a la prensa mundial, que se agolpaba en el estadio ocupando más de tres mil asientos. Los mandatarios no dijeron nada extraordinario porque lo extraordinario había ocurrido sobre el césped. Barcelona, la ciudad de las dudas y los titubeos, le decía al mundo que iba a organizar los mejores Juegos Olímpicos de la historia. Y lo cumpliría.
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