"El modelo de juego es tan fuerte como el más débil de sus eslabones". Fran Cervera
Las Vegas, Nevada, 1974.
Mientras Elizabeth Agassi se interesaba por la distribución de la casa y hacía preguntas al agente inmobiliario, su marido Mike iba directo al patio, sacaba rápidamente un medidor y analizaba si en ese espacio cabía una pista de tenis. La mayoría de las casas que la pareja se podía permitir no disponían de espacio suficiente, así que Mike decidió que la casa tendría que estar en las afueras, a las puertas del desierto de Nevada. Elizabeth nunca se atrevió a ponerlo en duda, sabía que la pista de tenis era innegociable para él.
Cuando la pista estuvo acabada, el pequeño Andre empezó sus entrenamientos diarios. Mike construyó un tirador de pelotas para que su hijo no tuviera que perder tiempo esperando a que un ser humano decidiera dónde tenía que ir la pelota. “Si golpeas 2.500 pelotas al día, golpearás 17.500 a la semana; y si golpeas 17.500 a la semana, golpearás 840.000 al año. Un niño que golpea casi un millón de pelotas al año será indestructible”.
Andre temía al tirador de pelotas, le llamaba “el dragón” y muy a menudo aparecía en sus pesadillas. Él siempre prefirió los deportes de equipo; la soledad que le transmitía el tenis le hacía sentir desamparado. Pero su padre había planeado una vida para él; iba a ser un tenista de leyenda. Así se lo contaba a todos los jugadores que pasaban por Las Vegas. El primero, Jimmy Connors, que después de mucha insistencia consiguió que accediera a jugar un poco con aquel niño de 4 años. Al finalizar el peloteo, Connors le dijo a Mike Agassi que su hijo iba a ser “muy bueno“. Él se enojó muchísimo y le respondió que no iba a ser muy bueno, sino el “número uno del mundo”.
Y es que Mike no era una persona con muchos matices. Se había criado en Irán en la más absoluta miseria. Su familia era de origen armenio pero había logrado representar a su país como boxeador en los Juegos Olímpicos de Londres’48 y Helsinki ’52. Después de esas experiencias, volver a casa ya nunca fue una opción para él y decidió marcharse a Estados Unidos. En Chicago empezó como ascensorista por las mañanas y boxeador por las noches. Con el tiempo, las victorias en el ring se empezaron a suceder y logró una invitación para combatir en el Madison Square Garden de Nueva York. Antes del combate le avisaron que su contrincante no podía pelear y que vendría otro distinto, uno mucho mejor. Cuando su vida parecía coger el camino del boxeo profesional, a Mike le entró el pánico y saltó por la ventana del lavabo de los vestuarios. Años más tarde llegó a Las Vegas dónde acabó trabajando en un casino. No volvió a competir.
Andre odiaba el tenis. A pesar de ser un talento de la naturaleza, nunca se sintió a gusto con el papel de salvador de la familia que su padre le había adjudicado. Con apenas diez años ya viajaba por todo el país participando en campeonatos nacionales. Sus contrincantes eran siempre un par de años mayores que él y aun así ganaba casi siempre. Para Mike, que Andre ganara era lo normal, era lo esperado, no era motivo de euforia ni celebración. En cambio, en las derrotas la frustración se convertía en odio, en miedo a que su hijo no fuera a ser lo que él exactamente había planeado. En un torneo de tierra batida en Texas, Andre no pasó de las semifinales y tuvo que jugar el partido de consolación, que también perdió. Cuando repartieron los trofeos, la organización del torneo decidió darle el premio al mejor “fair play”, el de mejor juego limpio por cómo había aceptado las derrotas. Camino al coche, saliendo del recinto, su padre le cogió el trofeo de las manos y lo aplastó contra el suelo.
Por suerte, Andre no estaba solo en esto. Su hermano Philly, que era 7 años mayor que él, también tenía que sufrir las locuras de su padre. A diferencia de Andre, Philly no era tan talentoso con el tenis y la furia de Mike caía sobre él muy a menudo. Gracias a sus experiencias podía prevenir a su hermano pequeño.
Una noche, mientras Andre hablaba del miedo a la derrota, Philly le hizo jurar que pasara lo que pasara nunca aceptara que su padre le diera pastillas. Andre no sabía como iba a poder negarse, así que los dos orquestaron un plan. Meses más tarde, en un campeonato en Chicago, Mike le ofreció una pastilla pequeña y blanca. Andre preguntó por ella y su padre le contestó que eran vitaminas que le harían sentir muy bien. Cuando empezó el partido se sentía más o menos como siempre pero mucho más concentrado. En un momento concreto del juego decidió que había llegado el momento y empezó a perder puntos fáciles a propósito. Hizo a su oponente mucho mejor de lo que en realidad era y a pesar de ganar el partido, le dijo a su padre que se sentía mareado y con ganas de vomitar. Mike se sintió mal y nunca volvió a ofrecerle pastillas de nuevo. Andre llamó a Philly desde Chicago y los dos celebraron que el plan había funcionado a la perfección.
Años más tarde empezaron a viajar juntos, su hermano se encargaba de arreglar todas las necesidades que pudieran ir apareciendo. Andre empezaba a dar sus primeros pasos en el circuito profesional y no dejaba a nadie indiferente. Con 16 años jugó contra MacEnroe en Stratton Mountain. Agassi, a pesar de ser un fanático de Borg, definió el momento como lo más parecido a “jugar contra John Lennon”. MacEnroe ganó fácil en dos sets, pero después del partido, en la sala de prensa, dijo que Andre había dado un golpe descomunal durante el partido. “He jugado contra Becker, Connors y Lendl. Pero ninguno de ellos me ha restado jamás tan fuerte, no he visto ni la pelota”.
Los años practicando con ‘el dragón’ que su padre le construyó empezaban a dar sus frutos. Agassi nunca fue un portento físico, pero se aprovechaba de la fuerza con la que los demás golpeaban para devolvérsela en su contra. Entendía mejor que nadie la colocación en la pista, sabía como mover a sus adversarios y hacerlos correr. Con los años le apodaron ‘The Punisher‘, el castigador.
El talento lo llevaba dentro, pero también cargaba mucha frustración y soledad. Siempre afirmaba que en la pista de tenis no se podía esconder, siempre estaba expuesto a las miradas acusadoras de los demás. Las victorias nunca sabían tan bien como para compensar las derrotas. Esas le dejaban hundido y le recordaban que él nunca había escogido esa vida, le había sido impuesta, estaba viviendo el sueño de otra persona.
Durante los primeros años de los 90 llegaron buenos resultados. Con su famosa peluca en la cabeza ganó por primera vez el Open de Australia, Wimbledon y el US Open. Se juntó con Brooke Shields, pero con los años su relación se fue deteriorando. Ella maldecía sus largos viajes al extranjero; él detestaba la falsedad del mundo del espectáculo. Su juego se fue resintiendo poco a poco, consecuencia de su estado anímico, especialmente jugando un deporte en el que la cabeza juega un rol fundamental. Como dijo Andre: “El tenis es de los pocos deportes en los que uno se habla a sí mismo y acto seguido acostumbra a responder a sus propias preguntas”.
En un momento de muchas dudas consiguió un hito en su carrera. En Atlanta, en los Juegos Olímpicos, en una atmósfera especial, logró la medalla de oro. Después de aquello expresó lo mucho que le gustaría poder llevar su medalla colgada en los partidos para poder sentirse más fuerte. Pero en 1997 llegó la caída, después de una lesión de muñeca que se hizo en la fiesta posterior a su boda con Brooke. Empezó la cuesta abajo. El juego ya no respondía como antes, caía en primeras rondas, no encontraba respuestas y las drogas llamaron a su puerta. Consumió cristal. La ATP lo descubrió pero Agassi logró convencerles de que su asistente había puesto la sustancia en alguna bebida suya.
Lo que parecía el final de su carrera se convirtió en un nuevo comienzo. Empezó literalmente de cero. Su ránking era el 141 del mundo y decidió que volvería a competir en campeonatos Challenger, los campeonatos de menor rango del circuito profesional. De allí fue recuperando su juego hasta que consiguió lo que parecía imposible: ganar Roland Garros y completar el Grand Slam. Agassi ganó la pelea contra sus propios fantasmas y recuperó el número uno.
Mucho tuvo que ver la ruptura con Brooke Shields y sus ansias de conquista de la legendaria Steffi Graff. Para lograr coincidir con ella involucró a distintas personas que organizaron un entrenamiento entre los dos. Agassi estaba muy nervioso, siempre se había preguntado cómo debía ser ese drive legendario. Cuando empezó a devolver sus golpes se sonrojó, estaba sintiendo algo parecido a tocar su piel.
Graff le ayudó a centrarse en su juego y ganó cuatro Grand Slams más. Aunque seguramente su logro más espectacular fue alcanzar la final del US Open con 35 años. En frente tenía al que iba a ser el mejor de la historia, Roger Federer, del que admitió que sus habilidades le dejaban embobado. “Tiene la suavidad de un Puma” o “Lo veo entrar en la pista y pienso en Cary Grant, no me sorprendería que fuera a jugar con esmoquin”. Fue su última final.
Un año más tarde, en tercera ronda, jugó su último partido como profesional. Con el encuentro finalizado se dirigió al público: “El marcador dice que hoy he perdido, pero lo que el marcador no dice es lo que he encontrado. Durante los últimos 21 años he encontrado lealtad: me habéis acompañado en la pista pero también en la vida. He encontrado respaldo: habéis deseado que ganara hasta en los peores momentos de mi carrera. He encontrado generosidad: me habéis dado vuestros hombros para poder reposarme en ellos y lograr todos mis sueños, sueños que sin vosotros no habría conseguido. Durante los últimos 21 años os he encontrado a vosotros, y llevaré vuestro recuerdo conmigo, por el resto de mi vida”.
Pista central Arthur Ashe, Nueva York, 2006.
* Lluc Güell es realizador audiovisual. En Twitter: @llucgfleck
– Foto: AP
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