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Procesos

por el 21 marzo, 2017 • 12:28

Como si tuviera nostalgia de su futuro, Guardiola no dejó de repetir desde sus inicios que el gran reto del entrenador de élite es el hecho de no tener tiempo. Lo valoraba más que nadie cuando él mismo era el que menos lo necesitaba de su gremio, y ahora que lo necesita más que nunca sufre su ausencia como jamás pensó que le sucedería.

Cuando en 2008 cogió el Barça, Guardiola tenía en su cabeza el juego de posición que deberían haber desarrollado nuestros nietos. Como el fútbol lo ejecutan humanos y no piezas de ajedrez, necesitaba un núcleo de jugadores con talento para ponerlo en práctica y rodearlos de otros con potencial para aprenderlo. Este grupeto de jugadores que formaban la médula espinal del equipo –Valdés, Puyol, Piqué, Xavi, Iniesta, Messi, más los Busquets o Pedro que irían entrando– tenía la técnica y táctica individual que exige esta forma de entender el fútbol ya integrada de serie tras años en La Masia, así que el tiempo reservado a la formación se reduciría al perfeccionamiento en la mayoría de jugadores. Esto aceleraba el proceso de construcción del equipo, le permitía empezar a competir desde ya y proseguir con su crecimiento envuelto sobre el manto protector de las victorias, eso que tiene como consecuencia la interiorización inconsciente de que lo que se está trabajando sirve, el fortalecimiento de los vínculos internos en el grupo y la potenciación de la valentía para atreverse en un estilo que exige repetir pases en zonas de riesgo, jugar a 50 metros de tu portero o vencer el tic espontáneo –producto del miedo– de dar un paso atrás cuando se pierde el balón. Guardiola dio a sus jugadores una idea que sentían y les dibujó rutas tácticas imposibles de enfrentar para el conocimiento existente en aquel momento, poniendo el fútbol contra las cuerdas y reservando la vulnerabilidad del equipo a esa parte mágica de azar que tiene el fútbol. El fútbol y sus formatos de competición que hacen que todo sea demasiado frágil, porque en una Champions con duelos al mejor de siete partidos al estilo NBA –algo inviable, pero bastante gráfico– lo incontrolable hubiera tenido más difícil disimular el despotismo en el juego de aquel equipo.

Dominar la esquizofrénica Premier monopolizando el balón, controlar los partidos desde la posesión, era un reto cuya dimensión no se ha apreciado hasta que no se ha tomado distancia. Cuando en el verano de 2013 Mourinho inició su segunda etapa en el Chelsea, el campeón vigente –el último Manchester United de Ferguson– lo había sido con holgura, planteando cada partido como un duelo a los golpes –venció nueve partidos en los que encajó dos o más goles– donde tener los puños de aquel Van Persie era llevar pareja alta en cada mano. Desde entonces, el mejor equipo de la Premier, con un escudo u otro, con un entrenador u otro, ganara o no el campeonato, siempre ha coincidido en los mismos puntos fuertes: un bloque ordenado y sólido que no necesita un mínimo de posesión para dominar los partidos, un bicho como mediocentro defensivo con calidad en el robo, fiabilidad en el pase de seguridad y un despliegue físico que le permita adueñarse de las transiciones –Matic primero, Kanté después–, un mediapunta al uso tan excepcional que le permita generar individualmente sin que el doble pivote pierda su sitio –Hazard, Mahrez–, y un delantero autosuficiente del mismo calibre que decante los encuentros –Diego Costa, Vardy–. A ese primer Chelsea de la segunda etapa de Mourinho en Londres la falta de ese ‘9’ matador le costó la Premier, pero el haber ganado los cuatro duelos directos ante los dos primeros ya dejó marcado el camino a seguir.

Instaurar el fútbol de Guardiola en ese contexto, con una plantilla que lo desconoce y en un club acostumbrado a no cumplir con las expectativas generadas era una empresa imposible de plantear sin paciencia. Decía Thierry Henry que como extremo de Guardiola le costó horrores aprender que, en ataque posicional,  había veces en las que se tenía que quedar fijo en banda y renunciar a participar con balón para que los cracks que poblaban el carril central dispusieran de más espacio para asociarse, conducir o desbordar. Lo que para Pedro era el pan de cada entrenamiento desde los 17 años –lo que le facilitaba a tipos como él engranar a la primera cuando les tocaba dar el salto al primer equipo–, a una estrella mundial consagrada le costaba. Acomodar a tres o cuatro jugadores que desconocen este fútbol en una maquinaria que ya funciona con 7 u 8 futbolistas a los que no hay que enseñarles conceptos del juego de posición sino solo directrices que seguir era, sin duda, más fácil y menos costoso en tiempo que tener que crear hábitos e inculcar nociones de este estilo en una plantilla entera. Para Henry o Abidal era integrarse en un círculo que ya tenía vida propia, que conocía las leyes a aplicar, que hablaba el mismo idioma y que reunía varios modelos perfectos de los que aprender por imitación. En Manchester este ecosistema no existía, las leyes del juego habría que enseñárselas a todos y la adquisición de galones estaría marcada por el proceso de aprendizaje y acoplamiento –los que parecían pilares básicos a principio de temporada como Bravo, Stones o Agüero han pasado por etapas de suplencia mayores o menores–.

En Alemania, los internacionales germanos ya tenían un leve acercamiento al fútbol de Pep en la Selección, el calendario oxigenaba el proceso –la temporada pasada Guardiola dirigió 53 partidos haciendo semis de Champions y final de Copa; en esta serán como mínimo 56– y la superioridad del Bayern en competición facilitaba la adquisición del hábito de ganar. Entrenar al Manchester City implicaba la renuncia a la mayoría de certezas que le habían acompañado en estos ocho años. Guardiola, que había dicho ‘no’ voluntariamente a seguir entrenando a Messi o a dar cuerda a las dos obras maestras creadas en estos ocho años, aceptaba desnudarse como entrenador para seguir mejorando el traje de leyenda de este deporte. Ejercer de formador en tiempos en que el entrenador de élite apenas tiene tiempo de entrenar, construir sobre la duda y la depresión propias de las derrotas –la Bundesliga proporcionaba más oxígeno en este aspecto– o convencer a sus futbolistas, incluso en los momentos más dolorosos, de que ningún atajo competitivo es bueno para llegar al objetivo marcado, por muchos fallos individuales que se repitan en la salida de balón. Todo ello mientras paralelamente intenta comprender un fútbol al que no se ha podido anticipar.

La corriente de opinión que pone en tela de juicio la continuidad de Guardiola en Mánchester realza la gran conquista del catalán en estos años. En un circo atropellado por la inmediatez, donde el aficionado no entiende de procesos y el periodista necesita poner y quitar etiquetas para tener razón de forma actualizada, Guardiola se ha ganado el derecho a vivir en una realidad utópica en la que el dueño del club le va a esperar lo que haga falta y la hinchada lo va a respaldar. Al fin y al cabo, la esperanza de ver funcionar un equipo suyo con el escudo propio en el pecho siempre fue demasiado golosa.

* Alberto Egea.




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