Soy Federista prácticamente desde que tengo uso de razón deportiva. Desde aquel primer partido que vi en televisión y me causó una carcajada (¡vaya juego más absurdo!) hasta este mes de febrero de 2017 (si me quitas el tenis, muero). ¿Por qué soy Federista? Supongo que no se elige, se contagia libremente. Al igual que yo, millones de personas siguen al suizo a lo largo del globo con el objetivo más simple que esconde cualquier admiración: verle. Porque de Roger no emociona ese grito huracanado que pueda atronar en un punto de partido, o ese puño al cielo en el momento cumbre. Es todo mucho más sencillo. Con él tenemos un rara avis donde los títulos son pura consecuencia de lo realmente importante, su juego. Hasta hoy, Roger fue el primer y único espejo al que me asomé y pensé, “yo quiero hacer eso“. Luego me di cuenta que ni con diez Larios encima, pero acepté con sensatez que fuera el único capaz de emocionarme de esa manera. Igual suena meloso, hasta sospechoso, pero ver a Federer jugar es la experiencia más parecida a enamorarse que he sentido. No voy a ponerme tan filosófico como el genuino Foster Wallace, pero presenciar a este hombre golpear una pelota, algo tan hueco como un gesto, puede conmover y encandilar tanto como tu primer amor. El tío tiene hasta atractivo, aunque esto ya son extras. En fin, que el flechazo fue inmediato, Cupido sabe de lo que hablo. Y desde ese momento descubres que tu vida quedará ligada para siempre a merced de esas dos iniciales, RF. Es por ello que, inevitablemente, no pude parar de sonreír durante todo este fin de semana. Estamos a miércoles y todavía me dura.
Lo bueno del tenis es que los lazos son tan amplios como uno quiera. Y lo más hermoso, no coaccionan lazos nuevos. Amar a Roger no conlleva despreciar a Murray, por ejemplo. Apoyar a Rafa no significa aborrecer a Djokovic. Simpatizar con Wawrinka no implica detestar a Kyrgios. Bueno, ésta última igual sí. La cuestión es que, por suerte, el tenis no es como el fútbol, aunque hasta el juez más ecuánime se ve obligado a tomar parte en algún momento. Los Federistas, por ejemplo, tenemos la suerte de haber vivido más alegrías que penas en los últimos quince años, aunque desde 2012 veníamos arrastrando una larga condena. Cinco años de penitencia esperando el #18 Grand Slam, ése por el que tantísima tinta se ha facturado. Pero ya no habrá más pérdidas. Melbourne nos invitó a un baile de gala donde el ‘fracaso absoluto’ se convirtió en ‘prueba superada’. El concurso por el que el suizo venía estudiando desde Wimbledon 2012 (allí consiguió su decimoséptimo grande) por fin salió aprobado. Perdón, ¿dije aprobado? Matrícula de honor.
Era el cuadro más difícil al que Roger Federer se enfrentaba desde que se convirtiera en Roger Federer. Es decir, desde que su silueta se alzara de manera unánime como la figura más soberbia y celestial que el tenis moderno ha contemplado. Poesía sobre unas Nike. Salvando las dos primeras rondas, bastante amables, el resto del camino proyectaba cruces potenciales con habitantes del top10. El primero, Tomas Berdych, en sets corridos, sin pisar si quiera un tiebreak [bueno, al menos ya no nos vamos haciendo el ridículo]. El segundo, Kei Nishikori, batalla a cinco mangas con el helvético aplastando al nipón en el último asalto gracias a un físico privilegiado [tremendo, ¿cómo un tipo de 35 años puede estar más preparado que uno de 27?]. Luego vino el trámite de Mischa Zverev –que se lo digan a Murray lo de trámite– y en el penúltimo escalón, Stan Wawrinka, el campeón de 2014. Con su compatriota hicieron falta de nuevo cinco mangas, reflotando el lado más lúcido de su mente para aniquilar con entereza el duelo más espinoso hasta el momento. Y de repente, como si de un milagro se tratase, Roger Federer se plantaba en su 28ª final de Grand Slam partiendo desde la 17ª casilla del tablero. El ranking no lo iba a poner fácil, eso ya lo sabíamos, pero a estas alturas, unas inocentes cifras no iban a asustar al más grande de la historia. Ni el ojo de halcón pudo frenarle.
Wimbledon 2014. Wimbledon 2015. Us Open 2015. El hombre que se marcó un 7-0 de salida en sus primeras finales de Grand Slam aterrizaba en el Open de Australia 2017 con tres perdidas de manera consecutiva. Y ante el mismo hombre, Novak Djokovic. Esta vez, en sustitución del serbio, entraría alguien que no le había ganado tres finales de Grand Slam: le había ganado seis. Rafael Nadal Parera, el jugador que partió el modelo preestablecido allá por 2008 para romper la tiranía en el circuito y hacer a Federer más grande de lo que ya era. En cómics dicen que no existe héroe sin villano. En el deporte, no hay grandes campeones sin un rival de altura. La última vez que alguien había tumbado a cuatro top10 en su camino al firmamento, Roger tenía diez meses de vida (Mats Wilander, Roland Garros 1982). ¿Podría igualarlo? ¿Sería capaz de hacer lo más difícil todavía? Diez años sin vencer a Rafa en Grand Slam y un balance de 0-3 en contra en sus enfrentamientos en la Rod Laver Arena no resultaban un cartel benévolo, pero hacía quince meses que no se veían de las caras, desde Basilea 2015. Allí, curiosamente, ganó el tenista local, aunque jamás en toda su rivalidad había sido capaz de amarrarle dos finales seguidas. Cinco años menor, poseedor de la fórmula ideal para desmontar su arsenal y testigo directo de unas lágrimas que humedecieron los ojos en 2009 del que escribe. Si había un rival que el Federismo no quería ver ni en pintura este domingo, ése era Rafael Nadal. Justo el único que podía hacer de aquel partido la velada más dulce o más amarga para el espectador.
“Rafa ha sido alguien muy especial en mi carrera, él me hizo mejor jugador. Para mí el último desafío era jugar aquí contra él, así que definitivamente es algo muy especial“, reconoció el campeón tras volcar un 1-3 en un 6-3 en el parcial definitivo. “Ya dije antes de la final que si ganara contra Rafa sería muy especial y muy dulce porque no le había superado en una final de Grand Slam desde hace mucho, mucho tiempo (Wimbledon 2007). Ahora he sido capaz de hacerlo de nuevo. Los dos estamos de regreso. Hubiera sido bueno para ambos ganar, pero esto en tenis es imposible. Si no lo fuera, me hubiera gustado compartir hoy esta victoria con él“, asintió.
Con lo fácil que sería maldecirlo, odiarlo, y sin embargo, a Federer se le cae la baba hablando de Nadal. Como si de un fanático se tratase, el suizo idolatra al español, reconoce sus hazañas y celebra sus victorias. La persona que más daño le ha hecho dentro de una pista de tenis es al mismo tiempo aquella que más le enternece fuera de ella. Amistad, dicen. Quizá algo más. Cuando ambos se juntan ya no hay campeones, ya no hay títulos ni victorias. Son solo dos deportistas que cada día arrancan de cero sin olvidar lo que ambos representan: la pureza y dignidad de este sagrado deporte.
Pero sería injusto detenerse en declaraciones, estadísticas o recuerdos de libreta. En un artículo de tenis hay que hablar de tenis, de lo que sucedió sobre el plexicushion oceánico. Del homenaje que se dio Roger Federer reventando todas las quinielas y vistiéndose, por enésima vez, de Su Majestad. Piénsenlo: todo el partido dominando, dos despistes, un quinto set, 1-3 abajo y Rafa Nadal enfrente. ¿Cuántas veces la hemos visto? Suavemente me mata. ¿Cuántas se torció el guión? Si no pudo con 28 años, ¿cómo iba a poder ahora, con casi 36? Pues lo hizo. Y de qué manera. El suizo se rindió, no quiso mirar el marcador y optó por agotar su munición. Disparando sin medida, casi por inercia, de manera sensorial. Si sale mal, la conciencia tranquila. Si sale bien… ¿se imaginan que sale bien? Fueron cinco juegos que resumieron una carrera, una leyenda, un don innato en aquel que resucitó tantas veces como quisieron enterrarle. Por un momento recuperamos esa sensación que siempre comentaron quienes más le sufrieron: “Cuando Federer juega así no puedes hacer absolutamente nada. Aplaudir y esperar”. No era el mejor Roger, tampoco el mejor Rafa, pero el flashback fue tan nítido que muchos despertaron en las temporadas 2006-2009, con los ojos agrietados y la mente en blanco. Aquella droga era muy fuerte para digerirla en pleno 2017. Era la perfección hecha tenista volviendo a tocar a nuestra puerta, la reconciliación de los seres humanos con el hecho de tener cuerpo, como bien plasmó en su día la pluma de Foster Wallace.
“Me impuse a mí mismo jugar más libre. Eso es lo que discutimos con Ivan (Ljubicic) y Severin (Luthi) antes de los partidos. Tú juegas la pelota, no juegas al oponente“, señaló el pentacampeón de Australia tras su última conquista. “Ser libre de mente, libre en tus tiros, ir a por ello. Los valientes siempre son recompensados aquí. No quería perder viendo cómo me llovían los derechazos de Rafa sin más y creo que fue la decisión correcta en el momento adecuado. Tuve oportunidades en el quinto set para recuperar la desventaja, me podría haber quedado allí, decepcionado y aceptando los hechos, pero seguí luchando. Seguí creyendo, como hice durante todo el partido de hoy. Sabía que tenía posibilidades para ganar este partido y creo que eso fue lo que me hizo jugar mi mejor tenis al final del partido”, valoró acerca de esa fe inquebrantable. No todos la pudimos mantener.
Federer explicaba el desenlace con el júbilo de un niño mientras cavilaba desde las heridas de un anciano. Casi un fósil. Castigado de cara a la pared desde el mes de julio debido a las lesiones, el nuevo curso se abría paso con las notas bajo sospecha y el material colmado en polvo. El circuito siempre representó el momento más divertido en la vida de Federer, era como el recreo. Lo agobiante era todo lo demás, el tiempo fuera de la pista. Era enero y el examen era tan crítico como precipitado, pero el tiempo nunca espera a nadie. El único respiro que encontró en la travesía duró seis meses y allí le acabó faltando el aire. Quizá la clave de que hoy sea de nuevo campeón de Grand Slam, aunque en sus ojos ya no quede ningún rastro de tortura o aflicción. “Usted llegó aquí tras muchos meses parado, con 35 años, sin competir desde julio” -le propusieron en sala de prensa- “y hoy se va con 18 Grand Slams, una marca que, posiblemente, nadie pueda alcanzar“, estimó el periodista. La respuesta, como su Wilson on fire, hiriente y fugaz.
“Lo que menos me preocupara ahora mismo es el número de títulos que tengo. Mi único objetivo era volver a disfrutar y demostrar que, pese a mi edad, sigo siendo válido en los grandes escenarios“. Pudo haber acabado ahí mismo la conferencia, el bingo ya se había cantado.
Han sido cinco calendarios persiguiendo una luz que amenazaba con fundirse. Mientras Federer soñaba con su 18º grande, yo soñaba con contarlo, con hacer el mejor artículo posible. Cientos de ideas, enfoques y oportunidades de dar el gran golpe atropelladas una a una, sin piedad. Nunca un acontecimiento nonato dio tanto que hablar, en todas sus vertientes. Pero sin duda, lo más doloroso, es no haberme mantenido fiel en todo el trayecto. Porque sí, llegó el día en que perdí la fe en él, le negué la opción de cruzar la meta sin haber terminado el maratón, rechacé mi deseo de firmar esta pieza. He aprendido a no dudar nunca más de las leyendas y a recordarme cada día por qué me subí a este tren repleto de emociones. Fue Juan Carlos (Ferrero), el Mosquito, quien me atrajo al mundo del tenis pero fue Roger quien me hizo quedarme. Solo por eso le estaré eternamente agradecido, ya que al mismo tiempo que elegía su camino, elegía también el mío.
¿Y ahora qué? ¿Qué alimenta el alma del suizo? ¿Se marcará un Sampras? ¿Luchará por llegar a los 20GS? ¿Tienen límites las deidades? El mensaje del domingo hace presagiar que no, para algo es el día del Señor. Haga lo que haga, lo cierto es que será ya sin la gravedad en contra, sin la fatiga de quien no cumplió su palabra. Su victoria simboliza un círculo que se cierra para seguir dibujando otras figuras, seguramente más redondas, alegres y oxigenadas. De momento, el mundo entero celebra el triunfo del suizo. Desde Manacor hasta Basilea, cualquier aficionado al tenis sintió un palpitar de paz al ver que la perseverancia combinada con ilusión todavía tiene premio. ¿Los Nadalistas también? Los Nadalistas más, ya que Rafa sin Roger no sería el mismo. Y viceversa. Porque verle ganar a él es ver ganar al tenis, es el triunfo de la belleza ante la vulgaridad, la sensación de que si gana Federer, ganamos todos. Ahora sí, amigos, ahora sí que la obra está terminada, pese a que todavía queden notas por tocar. Pero ya nadie le exigirá un bis o un tono por encima. Sus dos labores ya están cumplidas: la primera, conquistarnos; la segunda, no fallarnos. Como con aquel niño que un día soñó con imitar sus golpes y, al revelarse lo imposible, se comprometió a fagocitar cada uno de sus pasos a quien quisiera escuchar. Dijo un sabio que el primer amor se vive una vez y se sobrevive todos los días. Algunos, lo aceptamos con gusto.
* Fernando Murciego es periodista.
Twitter: @fermurciego
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