“¿De qué le servirá al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma? La lógica, la inteligencia y la razón están satisfechas, pero el corazón está hambriento, pues el corazón ha aprendido a sentir que vivimos para el futuro” (Giovanni Papini)
Comprender es un acto de cobardía intelectual. El juego no sostiene diagnóstico; no se puede conocer lo que está lleno de contradicciones. Nietzsche definía el conocimiento como “lastimoso, sombrío, estéril, arbitrario y de creación humana. Su aparición supone el momento más altanero y falaz dentro del devenir de lo natural”.
Voltaire hablaba de entrenamiento cuando decía: “El arte de la medicina consiste en entretener al paciente mientras la naturaleza cura la enfermedad”. Porque el intelecto humano no acaba resultando curativo, sólo es capaz de aliviar lo que se encarga de enfermar.
Buscamos transgredir la naturaleza sin contar con ella y en visos de altas cotas de progreso y bienestar, cuando dichos conceptos se difuminan en su significación esencial. El fútbol ha avanzado tanto que ya nadie sabe jugar, ¿dónde está la pelota?
Sabiendo de esta realidad prometida por otros, imaginada, motorizada por el deseo, donde nos hemos hecho necesitados de lo innecesario por intereses político-económicos, donde los pacientes ahora son clientes, y la tristeza y la timidez reciben los nombres de depresión y fobia social, podemos llegar a considerar al entrenador de fútbol como un trastorno psicosomático.
El protagonista de la novela “Ensayo sobre la ceguera”, de José Saramago, sufre una ceguera súbita y psíquica, blanca por exceso de claridad, el cerebro se vuelve incapaz de reconocer una pelota donde hubiera una pelota, pierde la capacidad de saber que sabía. Los pensamientos causan síntomas de enfermedades que no existen.
Palabras y números, patrias, dioses y gurús nos han velado lo incierto, nos han dado gato por liebre con lo vivo, aliviando dolores en detrimento de segundas enfermedades. Rase Tapándari comenta: “Eres la excepción de las reglas que les impones a todos”.
Cuando sin necesidad de identidad, imagen o símbolo alguno, el juego interacciona inmediatamente en la naturaleza con las capacidades que le son propias. Es la determinación lógica y egoísta de nuestros conceptos la que desune “ser” y “jugar a ser”.
“Ser” está relacionado con la intuición, que surge en el silencio mental como madre de todas las creatividades. Y “jugar a ser” tiene que ver con elegir: una de las formas del intelecto. La elección nos aleja del momento presente puesto que crea polaridades, imágenes pertenecientes a la memoria, en una realidad indivisible.
El ego se construye sobre esta capacidad de encontrar relaciones más o menos simples entre las cosas que sabemos, aparece como mecanismo de defensa ante la guerra de no ser prescindible, en el diálogo que no entiende de silencio y movimiento, es decir, de juego -egos juntos-.
De tal modo que la verdadera comunicación trasciende el lenguaje; emisor, receptor y mensaje es lo mismo, como juego y jugador.
Externar el mundo, volviéndolo comprensible y claro, sólo es tan natural como la libertad en la excusa de que necesitamos enfermar. La escuela hipocrática habla de la salud como un metron, un equilibrio entre opuestos; considera la enfermedad como medicina alegando que el dolor es providencial y benéfico, tan necesario como el placer.
De Hipócrates podemos entender la importancia de la preparación física, por ejemplo, ese esfuerzo reflexivo que hace por resistir la velocidad del juego.
“Como quieras algo prepárate para sufrir gratuitamente. El tiempo, si es que eso existe, ni se pierde ni se gana. Son palabras, es decir, mentiras. No te hagas preguntas pues le pondrás las respuestas que te interesen. Al final todos hacemos lo mismo. Disfruta viviendo si puedes: vive”. (Juanma Lillo).
* Kevin Vidaña, entrenador nacional de fútbol. Experiencias en Chana cadete, El Ejido juvenil y Puerto Malagueño juvenil División de Honor.
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