El próximo 25 de mayo, Pep Guardiola cerrará una etapa de cuatro años como entrenador del FC Barcelona. Y puede hacerlo con 14 títulos de las 19 competiciones oficiales en que habrá participado el equipo durante ese período de tiempo. El simple dato estadístico resulta escalofriante. Nadie, absolutamente nadie, ha conseguido algo así en toda la historia del fútbol mundial. Ni el Real Madrid de Di Stéfano, ni el Santos de Pelé, ni el Ajax de Johan Cruyff, resisten a la comparación con el Barcelona de Messi.
No deja de ser curioso que los mejores conjuntos de todos los tiempos estén asociados al nombre de un futbolista y no al un entrenador, cuando es prácticamente imposible culminar el Himalaya del éxito sin la figura de ese ensamblador de cualidades que es el director de equipos. Tener a grandes futbolistas nunca ha garantizado el éxito per se. Es cierto que a más calidad (física, técnica, táctica y de personalidad) de los jugadores, más posibilidades hay de forjar un equipo campeón. Pero eso no es suficiente. Como tampoco lo es contar con el liderazgo de una estrella sobre el terreno de juego.
El propio FC Barcelona ha contado, en diferentes épocas, con Ladislao Kubala, Johan Cruyff, Diego Armando Maradona… acompañados de grandes futbolistas como Ramallets, Segarra, Mariano Gonzalvo, Basora, César, Kocsis, Evaristo, Eulogio Martínez o Luis Suárez, Migueli, Neeskens, Asensi, Marcial, Sotil o Rexach, Urruticoechea, Julio Alberto, Gerardo, Carrasco, Schuster, Marcos o Simonsen. Y no consiguió jamás situarse en los niveles de éxito que ha alcanzado el equipo de Valdés, Alves, Piqué, Puyol, Abidal, Sergio, Xavi o Iniesta.
También es cierto que el mérito de ganar pocas veces se ha atribuido tanto al entrenador como en el caso del actual Barça. El reconocimiento a Pep Guardiola ha sido mucho mayor del que recibieron mundialmente Pepe Villalonga, Luis Carniglia, Miguel Muñoz o Manuel Fleitas por su contribución al Real Madrid de las cinco copas de Europa; Osvaldo Vieira o Chico Formiga en el mejor equipo sudamericano de todos los tiempos; o de Marinus Michels y Stefan Kovacs en el conjunto que asombró al mundo con el fútbol total.
Quizá Arrigo Sacchi había sido, hasta hoy, el técnico al que más porcentaje de participación se había concedido en el éxito de un equipo. Aquel Milan de Van Basten, Rijkaard o Gullit se ganó toda suerte de elogios más allá de la contribución de su magnífico elenco de jugadores a la conquista de los títulos. Y eso no sucedió por casualidad, sino porque Sacchi aportó muchas cosas al juego del fútbol y, entre ellas, el concepto de la presión. Fue un gran innovador, como veinte años antes lo había sido Michels al frente del Ajax.
Precisamente Michels fue, sin discusión de ningún tipo, el padre del actual modelo de juego del FC Barcelona. Del mismo modo que cabe atribuir a Laureano Ruiz un papel fundamental en la implantación de la metodología de trabajo necesaria para convertir el fútbol base del club en lo que es actualmente. Ellos dos pusieron la primera piedra de un sólido proyecto que luego consolidaron otros entrenadores, como Johan Cruyff, Oriol Tort, Louis Van Gaal o Frank Rijkaard y que hoy, cuarenta años después, se ha sublimado con Guardiola.
Anunciado su adiós y con todo el barcelonismo esperanzado ante el inminente aterrizaje de Tito Vilanova en el cargo de primer entrenador del club, quizá sea el momento de hacer un análisis de los cuatro años de Pep Guardiola en el banquillo, más allá de los títulos que se han conseguido en ese cuatrienio dorado. Los éxitos suelen ser la consecuencia directa de una forma de hacer las cosas y es obvio que en esa relación causa-efecto, las aportaciones de Guardiola han sido trascendentales. Tanto en el nivel de la organización interna del club como en la evolución de determinados aspectos del juego.
Cerrar el vestuario y la Ciutat Esportiva Joan Gamper a cal y canto, hasta el punto de que los medios de comunicación hayan bautizado el laboratorio barcelonista como La Ciudad Prohibida, y dar una nueva vuelta de tuerca a la profesionalización de la larga veintena de especialistas que configuran su equipo de trabajo (ayudantes técnicos, preparadores físicos de campo y de gimnasio, médicos, nutricionistas, fisioterapeutas y recuperadores, asistentes de los jugadores, analistas, responsables de prensa, delegado y utilleros) han sido los dos aspectos más trascendentes de su contribución a una estructura que se ha completado con el refuerzo de una secretaría técnica repleta de medios y de nuevas funciones.
Estos aspectos de su proyecto, frecuentemente poco valorados, han sido indispensables para el desarrollo del resto de sus aportaciones al modelo. Sin la determinación, el orden y el trabajo no es posible evolucionar todo lo demás ni, por supuesto, encadenar el rosario de éxitos que ha conseguido. Y Pep Guardiola tuvo la determinación necesaria para limpiar el vestuario de comportamientos nocivos (los que condenaron al anterior entrenador a interrumpir la cosecha de títulos y a perder la confianza general), para establecer un orden desde el que desarrollar el proceso y para iniciar un trabajo constante, sin pausas ni respiros, con el que asfaltar la autopista hacia la gloria.
En cuanto a las ideas futbolísticas, está claro que Pep no inventó la filosofía y las esencias. Pero su paso por el fútbol base, por La Masia y por el primer equipo, en un proceso de formación permanente, le ha servido de mucho en estos cuatro años. Y si Michels propuso el sistema y los automatismos, Cruyff aportó la frescura de la intuición y la sencillez, Van Gaal implementó el estudio y el rigor y Rijkaard añadió el trabajo de presión en primera línea y una imagen de amabilidad y respeto, Guardiola ha sabido recoger todas esas enseñanzas y aportar una serie de innovaciones que le han permitido sublimar el modelo.
Manteniendo la idea de una ocupación racional del terreno de juego, Pep le ha dado solidez a la defensa, equilibrio al centro del campo y aire a la delantera. Ha sabido gestionar los conceptos de tiempo y espacio con una naturalidad que ha transmitido la idea equivocada de que lo que hacía el equipo era fácil, cuando la realidad es que hacer lo que ha hecho éste Barcelona es muy, muy, muy difícil. Y eso lo prueba que nadie hasta hoy había conseguido tanto en tan poco tiempo durante los 150 años de historia del fútbol.
En la primera temporada, Guardiola evolucionó conceptos como la salida del balón desde la defensa, utilizando a los centrales como primeros creadores del juego; dotó al equipo de mayor profundidad con la incorporación constante de los laterales; realzó el concepto de la temporización ofensiva como eje del juego de posición; incrementó el ritmo de circulación del balón; trabajó sin descanso en la creación de espacios desde la movilidad constante de los jugadores; desarrolló al máximo nivel los conceptos de superioridad numérica y posicional, con la creación de los pasillos exteriores e interiores y todo eso, combatiendo la acomodación y estimulando el hambre permanente de victoria de unos jugadores que acabaron por conquistar los seis títulos a los que optaron durante el año natural 2009.
Todo eso, con la música del Copa, Liga, Champions del programa televisivo Cracovia, llegó de la mano del 1-4-3-3, sin duda el sistema que mejor se adapta a la consecución de los objetivos planteados. Porque es equilibrio, es ocupación racional del espacio en ataque y en defensa, es profundidad, es superioridad numérica y posicional cuando se tiene la pelota y cuando no se tiene. Pero en su segunda temporada, como ya había hecho Rijkaard en situaciones excepcionales, Pep quiso innovar y jugarle al Inter de Mourinho con defensa de tres. Durante setenta minutos y contra diez, por la expulsión de Motta, el equipo se atascó y no fue capaz de generar ocasiones de gol. En los veinte minutos finales, con la vuelta al sistema original, con Alves y Maxwell en los laterales y Pedro, Bojan y Jeffren como delanteros, el equipo marcó su gol, vio como le anulaban otro injustamente y creó otra media docena de ataques que pudieron darle la clasificación para la final del Bernabéu.
Era la segunda competición que el Barcelona no ganaba con Guardiola. Antes había sido eliminado de la Copa del Rey, pero no por razones imputables al sistema sino al descanso que tuvieron jugadores muy importantes en el partido contra el Sevilla. La exigencia física y mental a la que estaba sometido el equipo desde hacía muchos meses y el infortunio en el partido de vuelta, donde el equipo lo hizo todo para remontar, convirtieron la experiencia en un simple accidente. Pero el equipo siguió su camino, fiel al modelo tradicional, y conquistó la Liga.
La tercera temporada volvió a ser espectacular, con Alves y Abidal como laterales profundos, con el triángulo de vida que formaban Puyol, Piqué y Sergio por delante del área propia, con Xavi e Iniesta en unos interiores muy posicionales, con Messi consolidado como falso delantero centro y con Pedro en una banda y Villa, que había llegado tras la salida de Eto’o y Henry, en la otra. Fue el año de los récords de victorias en campo contrario y también del récord de 99 puntos. Y fue el año de la cuarta Champions, segunda de la era Guardiola, con una final de ensueño ante el Manchester United y con Abidal recogiendo el trofeo en el palco del nuevo Wembley, tras su grave enfermedad. También fue el año de la derrota en la prórroga de la Copa del rey ante el Real Madrid de Mourinho.
Pero la defensa de tres, aquella en la que se formó y aquella con la que mejor se expresó el Dream Team, empezó a dar vueltas por la cabeza de Pep. Seguramente buscaba la forma de combatir el conocimiento que los rivales tenían del juego del equipo y aprovechar a ese cuarto jugador para poblar y hacer más cómodo el trabajo en el centro del campo. El cansancio físico, después de tres años sin descanso por los compromisos de club y de selecciones, y el agotamiento del sistema nervioso, exigido al máximo en sus niveles de excitación ante nuevos retos, estaban ahí. Era el momento de tomar decisiones. Y Guardiola, quizá pensando más en sus jugadores que en él mismo, optó por la innovación.
La aparición del Pep más humano acabó por ofrecernos un equipo de contrastes. La defensa de tres permitía la incorporación de Cesc no tanto al centro del campo como a la delantera, en la que Fábregas se convertía en segundo falso delantero centro y en goleador. Pero, curiosamente, el equipo perdía equilibrio. Arriesgaba más en defensa y, sobre todo, acababa presentando unos números inversamente proporcionales al objetivo perseguido. Se perdían más balones en el centro del campo y se reducía el número de ocasiones de gol por partido. Los empates en Anoeta, Mestalla y otros campos, dieron paso a otra innovación: la doble función de Sergio, mediocentro en fase de posesión y de central en la fase de pérdida.
En casa se resolvían los partidos con goleadas, pero fuera se sufría más de la cuenta. Y más aún a medida que las lesiones o las enfermedades golpeaban con dureza a una plantilla que veía pasar por el quirófano a Afellay, Fontàs o Villa y que sufría en sus propias carnes la recaída de Abidal o el cáncer de Tito Vilanova. El Real Madrid abría distancias en la clasificación y eso no era bueno, aunque los esfuerzos permitieran seguir adelante en el camino de la Champions y una Copa del Rey más exigente que de costumbre.
La vuelta al 1-4-3-3 tuvo un efecto mágico. El equipo ganó 11 partidos consecutivos en la Liga y recortó de 10 a 4 puntos la distancia con respecto al eterno rival. El Barcelona llegaba a la fase decisiva de la temporada con opciones de ganarlo todo otra vez. Se rumoreaba que Guardiola estaba descontento con la conducta de alguno de sus jugadores, pero Pep gestionaba la situación con su mano de hierro y su discreción y elegancia habituales. Y llegaron, consecutivamente, los partidos decisivos ante el Real Madrid y el Chelsea. Los dos en casa y en sólo cuatro días de margen. Sorprendentemente, el equipo volvió a aparecer con la defensa de tres y con Alves en la posición de extremo. Sin Cesc, desaparecido en el tramo final de la temporada, y sin Piqué, ante el Madrid por decisión de su entrenador y contra el Chelsea por el terrible encontronazo que sufrió con su compañero Valdés.
Aquellas dos noches, saldadas con derrota y empate, dejaron un regusto amargo, pese a la reacción de un público que ovacionó a su equipo como nunca, en lo que debe entenderse como el reconocimiento por todo lo que había dado hasta aquel momento. Pero ese cambio de cultura no podía ocultar que el Barcelona, sin el modelo y las esencias que más grande le han hecho, volvió a tener demasiadas pérdidas de balón y redujo considerablemente el número de sus llegadas al área y la claridad de sus ocasiones de gol. Sin su sistema, sin laterales profundos, sin extremos que abrieran el campo y sin espacios para entrar por dentro, se escapaban las opciones de que Guardiola pudiera despedirse con dos títulos tan grandes como merecía su extraordinaria contribución al FC Barcelona y al fútbol. Aunque aún le queda por jugar el último partido y beberse la última Copa.
* Lluis Lainz es entrenador y periodista. En Twitter: @LluisLainz
– Fotos: Felipe Trueba (EFE) – Miguel Ruiz (FC Barcelona) – AFP
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