Hay tres vertientes en las que se puede destacar en un deporte como el fútbol: en su ejercicio, jugando o participando activamente en su desarrollo como jugador o entrenador; en su difusión, haciendo que llegue a todos los sitios a través de un mensaje reconocible; y finalmente a través de su didáctica, de su enseñanza, transmitiendo el conocimiento adquirido, el obtenido en base al estudio y la experiencia vivida para que terceras personas puedan continuar y avanzar en su investigación y comprensión del fútbol en este caso.
Johan Cruyff destacó en todas ellas, por eso se convirtió en vida en un icono futbolístico y recién ahora, estrenando inmortalidad, ha pasado a otra dimensión, la de leyenda imperecedera. Cruyff ha ejercido el fútbol en sus dos vertientes más representativas, jugando como nadie y compitiendo como estratega como nadie.
Como jugador no lo vamos a descubrir; el mejor en su momento, uno de los cinco grandes de todos los tiempos, representó la estética del balón pegado al pie, el cambio de ritmo, el regate corto, la sutileza en el toque, el oportunismo del gol, todo ello elevado a la categoría de líder, su gran aportación al juego. Johan Cruyff fue el lugarteniente de Michels y Kovacs durante la semana, pero era el general en el frente cada día de partido. Con él, sus compañeros se dirigían al envite de la competición sabiendo que iban a ser liderados desde la intuición de quien entiende que debe jugar donde corresponda, sin importar esos compartimentos estancos que durante tantos años acotaron la iniciativa de los jugadores intuitivos, rebeldes, capaces de ver algo donde nadie había percibido nada. Perdiendo ganó, ganando se aupó a lo más alto del fútbol continental, al frente de un equipo que pertenecía a una liga menor. De ahí al estrellato por imperativo personal. No podía ser de otra manera.
Acabó su carrera donde quiso, como quiso, jugando a ejercer sus caprichos y sus dotes de mando como un don natural, a pesar de que por el camino fueron quedando víctimas, hoy olvidadas, ayer escondidas bajo la nebulosa de interpretaciones interesadas. Pero eso es secundario. Johan Cruyff fue el jugador por excelencia, el líder, el hombre a seguir.
Y así continuó como entrenador. Sin título, con una frase contundente: “Ningún entrenador me enseñará a mí lo que es la técnica”. Obvio, nadie podría, pero la experiencia lo guiaría por el camino en el que él mismo entendería que el fútbol no es solo técnica, sino que además implica conocer vericuetos complejos que poco a poco, a base de experimentos y tropezones, se le abrirían para dar luz a sus correspondientes soluciones.
Como entrenador probó de todo y a punto estuvo de empotrarse contra todos los molinos de viento a los que osó desafiar. No olvidemos que llegó al banquillo a través de un golpe incruento hacia un compañero, al que apartó de sus funciones para ejercer él mismo en un momento delicado de un Ajax que representaba la esencia de ese fútbol neerlandés aclamado por las masas.
A Barcelona llegó aclamado como un profeta capaz de romper con la tristeza de un motín inesperado por lo absurdo del mismo. Y sería en Barcelona donde testaría su sentir futbolístico, a base de chocar contra las leyes de la realidad y adaptarse a los problemas hasta encontrar salidas inesperadas y brillantes.
Cruyff, el fiel representante del fútbol total, fue poco a poco distanciándose de ese fútbol mentiroso de los 10.000 contactos para dominar el juego, de la pirámide formativa, de la ausencia de contraste, para encontrar en el rondo, en la asociación, en la interrelación, el camino idóneo para la expresión máxima de su idea. Pero junto a la misma, junto a la identificación de un estilo enmarcado en disposiciones espaciales diferentes, con defensas particulares y manifestaciones alegres, acompañó el menú de centros a la olla, de delanteros centro con dotes de líbero y con fútbol de marcajes individuales cuando entendiese que así debía ser.
Cruyff rozó el fracaso al coquetear con el caos, pero besó al éxito en la boca al saberlo gestionar, gracias a sus allegados más íntimos y a sí mismo, pudiendo rectificar a tiempo y dotar al club, el F. C. Barcelona, de lo único que necesitaba para jugar cualquier tipo de fútbol asociativo, creer en sí mismo.
Johan Cruyff aportó al fútbol su sobrenombre, el Profeta del Gol. En un momento dado regaló a sus jugadores el sentido de identidad que los propios patrones patrios no supieron inculcar debidamente, y pronto su emotividad local daría sus frutos. El F. C. Barcelona encontraría en el juego asociativo, en la unión de esfuerzos, en el talento natural al servicio del equipo lo que en los Países Bajos no habían entendido. El fútbol no es individuos que suman, el fútbol es un grupo que multiplica a partir de individuos que se integran e interactúan. Y así, el profeta, Johan Cruyff, dotó de argumentos a una institución que encontró su camino en un testarazo oportuno en un estadio alemán y en una prórroga buscada, en un zapatazo calvinista de un rubicundo holandés afianzó su santo grial, la Copa de Europa. A partir de ahí desaparecieron los fantasmas y el estilo pasó a ser referencia. Él ponía la idea, otros la profundizaban para encontrar la manera de solidificar el éxito en el tiempo. Pero este vivió de experiencias al límite, Tenerife fue el ejemplo. Jugando al límite logró lo que otros no habían alcanzado, pagando precios altísimos, como la final de Atenas, en la que el ego pagó un peaje que serviría para dotar al modelo de la humildad necesaria y suficiente, aspecto que daría sus frutos una década después.
Johan Cruyff logró elevar el perfil de un país enraizado en un fútbol perdedor y logró estandarizar el éxito futuro anunciando el camino para que un mesías inesperado lo terminase de encumbrar en palabra divina. Y en su entender formativo, La Masia creció paralelamente a las locas pruebas de acierto y error, y en ellas se criaron los apóstoles de la buena nueva futura. Sobre Xavi, el F. C. Barcelona edificó su iglesia; con Puyol expandió su palabra hacia occidente como un Apóstol Santiago que acampó en un Campus Stellae; con Iniesta descubrió Oriente y pasó a dominar el tiempo. Necesitaba un bautista que elevase la figura del mesías a un grado superior y lo encontró en su más fiel discípulo, Pep Guardiola, que recogería el testigo, desde la certeza del programa testado, de una línea que había nacido de la intuición y el atrevimiento.
Tras su paso impactante por los banquillos y tras retirarse pleno de razón, con el corazón partío, Cruyff inició y consolidó su proyecto dejando para la humanidad dos vertientes desconocidas en los grandes mitos: su capacidad para regalar conceptos futbolísticos y su visión para dotar a las generaciones futuras de una formación adecuada en relación al fútbol y su famoso entorno.
Regaló su instituto a unas élites llamadas a ser la primera generación de gestores del fútbol sostenidos por una formación sólida. Regaló sus conferencias para difundir la palabra y aumentar su legado dando acceso a todo aquel que quisiese escucharlo a un sinfín de evoluciones conceptuales que han permitido a otros investigar en lo más profundo de las filosofías del fútbol y de la vida.
En todas ellas fue líder, en todas estas dimensiones dejó su huella marcada para que todos supiésemos que el origen de todo lo susceptible de ser opinado partía de él. El juego grácil y dinámico no es fruto de su investigación, él lo llevó a un nivel superior. Sebes, sus maestros Michels y Kovacs, incluso el poco valorado Weisweiller lo pusieron en la senda. Pero Cruyff regó todo ello con un contexto, con un ambiente, con un escenario en el que la puesta en escena única sería patrimonio exclusivo de un club que lo contagiaría a todo un país para convertirlo en referencia obligada, mientras apostataba de sus orígenes incompletos viendo cómo un Ajax deambulante se torcía en sus filosofías.
Johan Cruyff ha pasado a otra dimensión y todos los que nos sentimos en deuda nos ponemos en pie para otorgar el debido respeto a un maestro. Sin él esto no sería lo mismo, con él habría sido aún mejor porque no debió irse así, tan pronto. Sin duda nos estará esperando allá donde haya decidido radicarse. Nosotros nos encargaremos de velar por lo que dejó en vida mientras recorremos nuestro camino. Iremos al mismo lugar en el que él se encuentra, ¡pero aún no!
* Álex Couto Lago es entrenador nacional de fútbol y Máster Profesional en Fútbol. Licenciado en Ciencias Económicas y Empresariales por la Universidad de Santiago de Compostela. Autor del libro “Las grandes escuelas de fútbol moderno” (Ed. Fútbol del Libro).
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